OPCIONS DE MENÚ

dimecres, 31 d’octubre del 2012

LA IMPORTANCIA DE DECIR NO. Irene Orce.


"No hay mayor esclavitud que decir sí cuando se quiere decir no”, Baltasar Gracián
La palabra ‘no’ es tan escueta como poderosa. Dos letras que, unidas, se convierten en una de las combinaciones más temidas de nuestro vocabulario. Su simple mención basta para destruir sueños, romper corazones y demoler expectativas. Está íntimamente relacionada con el rechazo, y cuando se escapa de nuestros labios, tiene la capacidad de convertirnos en auténticos villanos a ojos de los demás. Pero paradójicamente, es también la partícula que nos permite establecer límites, marcar distancias, ajustar nuestros tempos y respetar nuestras necesidades. Y en demasiadas ocasiones, nos cuesta horrores verbalizarla. Cuando nos piden un favor, cuando el jefe nos ‘invita’ a que nos quedemos unas horas más, cuando nuestra pareja nos abruma con sus demandas… la gestión del ‘no’ es una auténtica pesadilla para miles de seres humanos. Y es un reto al que nos enfrentamos a diario.
Vivimos en una cultura de agradadores, en la que el peso de la imagen y el qué dirán en muchas ocasiones supera al de nuestras propias necesidades e inquietudes. De ahí que a menudo nos sintamos culpables cuando decimos que ‘no’ a algo o a alguien. Es más, es una respuesta que solemos posponer lo máximo posible, adornándola a menudo con todo tipo de excusas y disculpas. En este escenario no resulta extraño que lleguemos incluso a mentir, inventándonos compromisos inexistentes para cancelar citas o eventos a los que no nos apetece acudir. Todo ello en aras de “no hacer sentir mal” a esa otra persona. O eso nos decimos a nosotros mismos. Si nos atrevemos a ahondar un poco más allá, veremos que la realidad del asunto es que no sabemos cómo enfrentarnos a la crudeza del ‘no’. Tememos la reacción del otro ante nuestra negativa, su ira, su descontento…pero sobretodo, tememos descubrir de qué manera afectará nuestra respuesta a la imagen que esa persona tiene de nosotros.
Evitamos decir ‘no’ para no alterar la supuesta armonía existente en nuestras relaciones, en las que buscamos valoración, afecto y respeto. Pero hay quien lleva esta tendencia al extremo, viviendo como un auténtico conflicto la posibilidad de verbalizar una negativa. Por lo general, esta conducta tiene que ver con una falta de autoestima y una excesiva necesidad de ser aceptado por los demás. Y se trata de una espiral de la que resulta muy difícil escapar. Pero no decir nunca que no también termina por pasarnos factura. Al fin y al cabo, resulta algo tan natural como necesario. Negarnos a hacer un favor no siempre tiene que ver con una actitud egoísta. No se trata de ser insensibles ante las necesidades de los demás, sino de comprender que en la medida que atendamos nuestras propias necesidades seremos más capaces de dar lo mejor en las situaciones en las que los demás requieran nuestra colaboración.

Cómo construir límites
“Lo más importante que aprendí a hacer después de 40 años fue a decir no cuando es no”, Gabriel García Márquez
La gestión del ‘no’ comienza a una edad muy temprana. De hecho, la primera vez que esta palabra se escapa de nuestros labios solemos contar con unos dos años de vida. En ese momento comienza una etapa de reafirmación, por la que pasamos todos, en la que ponemos a prueba la paciencia de nuestros progenitores. El primer ‘no’ es un canto a la independencia, fruto del proceso de descubrimiento de uno mismo. Surge en el momento en el que aprendemos a valorar todo aquello que las personas de nuestro entorno nos dicen, y en un momento determinado nos rebelamos, utilizando tan escueta palabra como medio para articular el rechazo, la diferencia que hay entre lo que nosotros queremos y lo que los demás nos exigen. Así, la evolución del ‘no’ nos guía en el arduo proceso de descubrir y relacionarnos con el mundo que nos rodea. Nace de la necesidad de probar los límites de nuestro entorno, y nos acompaña en ese camino repleto de disyuntivas al que llamamos vida. Se trata de una partícula compleja: no hay que olvidar que negar una cosa implica afirmar otras muchas, y viceversa. Al fin y al cabo, saber lo que no se quiere es el primer paso para averiguar lo que realmente se desea.
Lo cierto es que decir ‘no’ es la mejor manera de poner límites, bien sea en nuestro círculo personal o en nuestro entorno profesional. Aunque no solemos prestarles demasiada atención, los límites son un elemento crucial que influye en todas nuestras relaciones. Están íntimamente vinculados a nuestra identidad y a nuestra integridad, pues marcan la pauta de hasta dónde estamos dispuestos a llegar en una temática o situación determinada. Y los ponemos en jaque cada vez que sentimos que deberíamos decir que no y nos reprimimos. De hecho, al no respetar nuestros propios límites estamos invitando a los demás a que tampoco lo hagan. De ahí la importancia de cuestionarnos hasta dónde estamos dispuestos a llegar para complacer a los demás.
Si no ponemos freno a conductas desagradables, destructivas o abusivas de las personas de nuestro entorno estamos dando luz verde para que continúen. Tenemos el derecho de no aceptar ciertas peticiones o demandas, independientemente de quién las formule. Muchas veces no ponemos límites porque no sabemos con certeza cuáles serían los resultados positivos que podríamos obtener si lo hiciéramos. Lo único que tenemos claro son los problemas que padecemos por no hacerlo y el malestar constante que nos acarrea. Esta inercia nos va llevando a olvidarnos de nosotros mismos, arrastrándonos hasta el punto de perder la capacidad de construir una realidad que sea realmente coherente con la persona que somos.

Cuestión de confianza
“Los límites que marcan nuestra vida no son los que nos ponen los demás, sino los que aprendemos a poner nosotros mismos”, Byron Katie
Llegados a este punto, tal vez merezca la pena reflexionar sobre las potenciales consecuencias positivas de practicar el no.
¿Qué lograríamos?
¿Cómo nos sentiríamos?
¿De qué manera influiría en nuestra vida y en nuestras relaciones?
La clave para liberarnos del malestar y la ansiedad que nos genera decir ‘no’ radica en trabajar el cómo. Por supuesto, cada situación es diferente, y en este escenario no caben generalizaciones. Pero lo que sin duda resulta útil es sumar recursos para no volver a caer en la permanente tendencia a ceder ante las peticiones ajenas. En primer lugar, en vez de repetirnos constantemente las mil razones por las que no podemos –o debemos–decir que no, podemos centrarnos en aprender a decirlo de manera que nuestro interlocutor pueda entenderlo y aceptarlo sin acritud. Incluso si se trata de nuestro jefe. El primer paso para lograrlo es tener claras nuestras prioridades. Tener presente aquello que es auténticamente importante para nosotros nos ayuda a definir en qué queremos invertir nuestro tiempo y contribuye a dar solidez a nuestros argumentos. Si nos atrevemos a valorar nuestro tiempo, nuestras necesidades y nuestras inquietudes seremos capaces de minimizar el titubeo y el conflicto interno que nos genera el inquietante ‘no’.
Por otra parte, la forma tiene un papel fundamental para gestionar la comunión de estas dos letras. Cuidar las palabras que utilizamos, con el máximo respeto como guía, suele ser garantía de que el intercambio con nuestro interlocutor termine amigablemente. Cabe recordar que no existe ninguna necesidad de justificarnos en exceso. Resulta innecesario adornar en demasía una negativa, incluso puede llegar a sonar falsa, lo que terminará por debilitar nuestra posición. Una buena técnica es, simple y llanamente, decir no y añadir a continuación la razón principal del por qué. A menudo lo más efectivo es lo más directo y honesto, como un “lo siento, pero me temo que no puedo aceptar” o “en estos momentos me resulta imposible” como respuesta.
Si nos damos la oportunidad de poner en práctica estas fórmulas, posiblemente nos encontraremos con que la respuesta de los demás suele ser positiva, lo que supone que la mayoría de los conflictos que tenemos con decir ‘no’ los creamos nosotros con nuestra tendencia a preocuparnos y a anticipar acontecimientos. En lo concerniente al ‘no’, nosotros somos nuestro mayor enemigo. De ahí la importancia de hacer un ejercicio de honestidad y apostar por ser más auténticos en nuestra gestión de esta palabra. Para muchos, decir no es la cima de la autoestima. Al fin y al cabo, esta pequeña y poderosa partícula nos ayuda a sumar en respeto… y crecer en libertad.

En clave de coaching
·         ¿De qué manera influiría en nuestra vida practicar más el ‘no’?
·         ¿Cómo cambiarían nuestras relaciones?
·         ¿Cómo nos sentiríamos?

Libro recomendado
‘El arte de decir no’, de Hedwig Kellner (Obelisco)





dimarts, 30 d’octubre del 2012

Miedo, manual de uso. Luis Muiño. La Vanguardia

El miedo es inherente a la persona. Se trata de un mecanismo natural y debemos aprender a vivir con él. Pero hay otros tipos de temores más nocivos y más difíciles de superar.
En los años treinta el antropólogo británico Pat Noone, explorando la isla de Malaca, se encontró con los senoi. Descubrió en ellos una forma de vida curiosamente pacífica y feliz. Noone se preguntó qué es lo que hacía a esta tribu tan diferente del resto. Y descubrió que lo que fundamentaba la cultura senoi era el ritual de compartir los sueños.
Cada mañana, las familias, formadas por un gran número de personas, se reunían para explicarse los unos a los otros sus sueños y discutirlos. En cuanto un niño había aprendido a hablar se le animaba a que contase a los demás sus excursiones al mundo de Morfeo. De este modo, se iba familiarizando poco a poco con su mundo interior y con el de las personas que lo rodeaban.
El sueño es el momento en el que el sabio y el loco que están dentro de nosotros se cuentan sus secretos. Los senoi lo sabían. Creían que los personajes que aparecen en sus sueños eran los espíritus de animales, plantas, árboles, montañas y ríos. Y pensaban que haciéndose amigos de ellos podrían aprender cosas que nunca llegarían a conocer por medio de sus sentidos. Así, si un niño soñaba que era perseguido por un animal y se despertaba aterrorizado, su padre le animaba a que hiciera frente a su perseguidor en otro sueño. Y si el animal era muy grande y el niño no se atrevía a plantarle cara, le aconsejaba que llamara a sus hermanos o amigos para que le ayudaran a luchar contra él en sus sueños.
Los senoi sabían que del miedo se aprende mucho: pocas emociones activan tanto nuestra mente. Y por eso utilizan sus sueños para perder el miedo al miedo, que es lo que realmente paraliza a los seres humanos. Enseñaban a sus hijos, cuando estos se iban haciendo mayores, a establecer buenas relaciones con las figuras de sus sueños que en un primer momento les atemorizaban. Sabían que lo mejor que les podía pasar es que sus objetos de temor acabaran convirtiéndose en sus consejeros.
La cultura euroamericana moderna no suele favorecer una relación tan sana con el miedo. El miedo tiene mala prensa. Vivimos, cada vez más, en una sociedad individualista en la que se supone que todos debemos ser independientes y desenvolvernos solos. Y hay personas que creen que para eso deberíamos estar libres de recelos y desasosiegos.
Sin embargo, para los psicoterapeutas, el temor es una emoción sana. El miedo activa nuestra mente y la pone en estado de alerta. El resultado es la precaución: no nos acercamos a aquello que tememos hasta que lo analizamos y llegamos a la conclusión de que es seguro. La aprensión en estos casos es adaptativa: nos preserva de aquellos peligros que nos compensa evitar.
El miedo es una emoción adaptativa cuando, por ejemplo, nos impide ir muy deprisa en asuntos en los que no nos desenvolvemos bien. En psicomotricidad es típico observar como las personas que tienen menos flexibilidad actúan con aprensión cuando tienen que realizar movimientos rápidos. Este recelo les ayuda a ir encontrando poco a poco su propia forma de moverse con seguridad.
También es útil el temor que nos impide entrar en mundos que podrían ser perjudiciales para nosotros por nuestra forma de ser. Un ejemplo clásico es el desasosiego ante las drogas que experimentan los individuos tendentes a la adicción. Para ellos, acercarse a esas sustancias es más peligroso que para otras personas.
Por último, hay otra cobardía adaptativa: la que nos permite ir encontrando la forma de vivir que mejor optimizará nuestro patrón de personalidad. Un introvertido, por ejemplo, suele sentir horror a lugares como las discotecas. Y eso es sano porque le ayudará a buscar otras formas de relacionarse con los demás más tranquilas, en las que se desenvolverá mejor.
Lo dicho: nuestros terrores favoritos son buenos para nosotros. De hecho, el miedo no se siente como emoción negativa: la excitación fisiológica que produce es similar a la euforia. Quizá por eso a muchos nos gusta ver películas de terror.
Sólo en ciertas ocasiones las sensaciones de pánico son negativas. Son los momentos en que el miedo nos impide vivir con normalidad situaciones que nos hubieran hecho más felices y que no eran, en realidad, peligrosas. La diferencia es clara. Los temores positivos son una extensión de nuestra personalidad. Los otros, los que nos limitan, tienen que ver con tabúes, frustraciones y formas de ser de la persona que nos ha transmitido esos miedos.
Porque hay quienes usan una y otra vez el temor como táctica de persuasión. Intentan inculcar sus desasosiegos. Son traficantes de miedos. El tópico de los mensajes satánicos en el rock es un ejemplo de estos miedos transmitidos que resultan poco adaptativos para los que los reciben. En los años sesenta, entre ciertas personas ajenas a esta música y a la tecnología moderna, surgió el rumor de que determinadas canciones contenían llamadas subliminales a la adoración del diablo.
En el año 1957 James Vicary había anunciado que un experimento suyo demostraba que los estímulos percibidos subliminalmente influyen sobre las personas. Ese tipo de mensajes no son procesados conscientemente. Según Vicary, se puede decir a cualquier individuo que haga algo y esta persona ejecutará la orden sin pensarla racionalmente. Cuando una década después, el rock y la industria musical tomaron el mundo, algunas personas encontraron en las afirmaciones de Vicary una concreción de sus temores.
La desconfianza que crea lo desconocido (nuevas músicas, nuevas tecnologías) estaba haciendo mella en ellas. Y el mito de los mensajes ocultos en determinadas canciones concretaba esa aprensión en algo supuestamente racional. En los sesenta, los crímenes de la familia Manson (cometidos supuestamente por las órdenes asesinas que se escuchaba en el Disco Blanco de los Beatles) fueron el inicio de la leyenda popular. Desde entonces, infinidad de músicos han sido acusados de encubrir crípticos himnos satánicos en sus composiciones. E incluso ha habido jóvenes que han creído ese bulo y han llegado a suicidarse por los supuestos mensajes que alguien les había dicho que se escuchaba en determinadas canciones.
Cuando analizamos la leyenda de los mensajes maléficos desde el punto de vista racional el miedo se desvanece. El experimento de Vicary no ha podido ser replicado nunca y hay bastantes razones para pensar que nunca se realizó. Por otra parte, la psicología científica tiene muy claro que los procesos inconscientes se refieren sobre todo a automatismos, rutinas, hábitos… Lo más complicado que podemos hacer sin tomar una decisión consciente es lavarnos los dientes. Un mensaje subliminal que nos ordenara matarnos o matar no tendría la más mínima influencia. Y, de hecho, el mito se está desmoronando. Hay páginas web dedicadas a encontrar mensajes ocultos en canciones. Pero ahora son humorísticas. Hallan, por ejemplo, demonios que hablan en español cañí y entonan un patriótico Viva la Alhambra al final de la película Grease o un Quiero queso roñoso en la dura letra de Money for nothing.
Pero eso no supone el final de los traficantes de miedo. El miedo a los mensajes satánicos se ha sustituido progresivamente por el temor a internet o a los videojuegos. Para estas personas transmitir angustia es una forma de influir en los demás. Lo importante no es el objeto de desasosiego, sino el resultado. Quieren conseguir que el receptor se llene de temor y recurra al que le ha inculcado el miedo como una especie de tabla de salvación.
Y es que el miedo puede ser muy persuasivo. Es, por ejemplo, una forma de crear un espíritu colectivo de guerra, muy conveniente para cualquiera que quiera tener un poder absoluto. Las masas humanas más peligrosas son aquellas en cuyas venas se ha inyectado el recelo a los otros. Al vendedor de miedos esto le viene muy bien: a fin de cuentas, las trincheras sólo tienen dos lados y en los climas bélicos el resto de los problemas se diluye. Y eso puede resultar muy útil en determinados momentos. Al final, el objetivo de estas advertencias es crear en la sociedad lo que en psicología se conoce como síndrome de indefensión, el estado en el que caen las personas cuando llegan a la conclusión de que lo que ellos hagan o digan no cambiará los acontecimientos.
Para evitar que los ignoremos, los individuos que quieren infundirnos desconfianza hacia algo utilizan ciertas tácticas: afirmaciones no falsificables, insinuaciones que no se concretan o generalizaciones a partir de hechos aislados. Para los que llegan a la conclusión de que sus temores no tienen una base real, reservan una última técnica. Afirman que aquellos que dudan del peligro forman parte de él. Es lo que argumentaban habitualmente los fabricantes del mito de los mensajes subliminales. Según ellos, los que dudaban de la influencia de estas comunicaciones con el maligno formaban parte de la conspiración satánica.
En la vida cotidiana, se utilizan las mismas estrategias para difundir temores. La familia, que es el primer lugar que nos enseña tabúes y lugares oscuros, es un contexto favorable para poner en práctica estas estrategias. Los padres nos enseñan de qué se habla y de qué no. Y, además, nos indican con qué tono hay que tratar cada cuestión y cuál debe ser la emoción predominante. Relacionar miedo con ciertos temas es sencillo cuando se tiene ese poder.
Pero hay otros papeles de la vida privada que pueden ser utilizados para traficar con miedo. Nuestros profesores, nuestras parejas y nuestro grupo de referencia disponen de un contexto sencillo para transmitirnos sus propios temores. Por eso es tan importante viajar en dirección de nuestros propios miedos llenando la mochila de conocimiento. Al individuo que ignora sus zonas oscuras no le ocurre nada, pero tampoco aprende. Hay que trabar amistad con nuestros temores, valorarlos por lo que nos aportan y sentirnos orgullosos de convivir con ellos. De esa forma, no dejaremos que nos asusten los terrores y recelos de los demás.
Tendremos el espíritu lleno con nuestros sanos y adaptativos miedos y no nos hará falta que nadie nos venda los suyos.

ELIMINAR MIEDOS EN CINCO PASOS
1 - Recuerde que los miedos más adaptativos son individuales. Cada persona debería tener los suyos. Cuando su aprensión coincida con la de alguna persona que pueda haberle influido (padres, líder político o religioso, pareja, etcétera), analícela racionalmente para saber si es adaptativa para usted.
 2 - Haga una lista de las limitaciones que le supone ese terror. Qué mundos le impide conocer, qué personas le obliga a evitar, qué actividades deja de realizar…
 3 - Después, viaje en dirección a su miedo. Es decir, acérquese ligeramente al objeto de su desconfianza en una situación controlable (una situación en la que usted lleve las riendas y de la que se pueda salir fácilmente). Eso le permitirá experimentar si realmente le causa temor o si su problema es el miedo al miedo.
4  - Cuando haya vivido esa situación, analícela. Evite los prejuicios. Trate de averiguar si realmente había razones para asustarse ante su objeto de angustia o si ha confiado sin pruebas en lo que otros le advertían que le podía ocurrir.
5 - Si su miedo resiste todas estas pruebas, hágase amigo de él. Un temor que no ha sido impuesto por los demás, que nos preserva más de lo que nos limita, que nos causa desasosiego y que está basado en hechos objetivos, es adaptativo. Es prudencia y le está sirviendo para evitar situaciones en las que usted puede tener mucho que perder. Así que trate de aprovechar las reacciones positivas que provoca el temor: activación, encuentro de nuevas experiencias, estimulación.

PAREIDOLIA Y MIEDO
Uno de los últimos ejemplos del poder de los traficantes de miedo ha sido convencer a parte de mexicanos y filipinos de que tras el Aserejé había un himno satánico.
El título ya daba pistas: Aserejé: a es uno, ser es ser y erejé, hereje. La canción se titulaba, por tanto, “Un ser hereje”. Además, la cantaban Las Ketchup. Los periódicos de aquellos países destacaron que pronunciar chet es como decir excremento en inglés y up es arriba. Pero ahí no quedaba la cosa. Sólo el estribillo era para echarse a temblar. “Aserejé, ja, de je, de jebe tu de jebere sebiunouva, majabi an de bugui an de buididipi” contiene muchos mensajes satánicos. Así serían sus traducciones: “Asejeré” (un ser hereje), “ja” (las siglas de Jehová), “deje, dejebe tu dejebe” (deja tu ser). Al unir las palabras dice: “Un ser hereje Jehová deja tu ser”. Después, se continuaría descifrando: “majabi”, que se relaciona con la palabra bajan al ser leída al revés, “an de”, obviamente, han de; “bugui an de buididipi”, o sea, guían o guiar, y gui, que en inglés es we, que significa nosotros. Es decir, “bajan y han de guiarnos a nosotros”... Pese a lo ridículo de los argumentos, el caso llegó a los jueces, y la canción casi fue prohibida en algunos países.
La pareidolia es una ilusión que hace que percibamos un estímulo sin sentido o ambiguo como algo definido. Las personas no nos resignamos al caos: tratamos de buscarle sentido. Y, a veces, como en el Aserejé, hallamos coherencia donde sólo hay arbitrariedad.
Esta búsqueda inconsciente de orden en el caos está probada con la vista y el oído. Quizá se dé con más sentidos, pero lo que es seguro es que caemos en la pareidolia desde pequeños: los bebés reconocen como rostros humanos cosas que no lo son. Y prefieren estímulos que tienen cierto parecido con caras a aquellos que parecen totalmente caóticos. Nos gusta, desde niños, el orden. Y donde no lo hay, nos lo inventamos.
En situaciones difusas de supervivencia, la pareidolia tiene ventajas: cuando uno ve unas pocas líneas difusas acechando en los árboles que podrían ser reconstruidas como un tigre, es mejor que inventar la figura entera y huir por si acaso. Es un ejemplo de miedo adaptativo. Nadie interpreta la situación desde fuera, nosotros la dotamos de sentido. Pero, otras veces, alguien quiere imponer su visión. Y eso puede llevarnos a ver demonios…donde sólo hay cachondeo.

ENFERMOS DE TEMOR
Un estudio del University College de Londres (UCL) avala una conclusión: el miedo continuo es malo para la salud. La inseguridad ciudadana es un factor subjetivo. Un ejemplo que lo demuestra viene de EE.UU., donde los delitos han bajado en veinte años.
Pero, en cambio, el miedo a la delincuencia aumenta. La sensación de inseguridad tiene que ver más con factores sociales. A veces es alentada por traficantes de miedo que sacan partido de ella en la política o en los medios.
Pues bien, según esta investigación, lo que se recoge es algo más que miedo. También corremos el riesgo de un empeoramiento de la salud por esa sensación de vulnerabilidad. Los expertos definen la inseguridad ciudadana como la respuesta emocional de nerviosismo o ansiedad ante el delito o ante símbolos asociados.
Para estudiar cómo nos afecta, Mai Stafford y su equipo del Departamento de Salud Pública del UCL trabajaron con 6.500 voluntarios a los que pidieron que cuantificaran el nivel de preocupación que sentían ante la posibilidad de ser víctimas de un delito, y estudiaron su salud física y mental. Los datos revelaban que los participantes con más miedo eran 1,93 veces más proclives a sufrir depresión y 1,75 veces más propensos a mostrar ansiedad.
Además, comprobaron que el miedo también está relacionado con hacer menos ejercicio y relacionarse poco con los amigos. Según Stafford, “lo que afecta a nuestro comportamiento afecta a nuestra salud; si tienes miedo, estás menos dispuesto a mantener relaciones sociales, por ejemplo”. Y esto afecta a nuestra salud mental, pero también física.



dilluns, 29 d’octubre del 2012

¿SOLO O SOLA, O A SOLAS? - Xavier Guix. El País.


Algunos la escogen, otros no pueden evitarla. La soledad sigue arrojando luces, sombras y mitos que es mejor desterrar. Porque una cosa es vivir en solitario y otra sentirse aislado.
"Muchas relaciones se sostienen bajo el fantasma de la insuficiencia, de necesitar cuidados, pero eso es un amor compasivo"
"Lo importante no es dónde, cuándo y cómo, sino que no falte la capacidad de amar y ser amados".

Hace cinco años, una noticia llamó mi atención: por primera vez, la cifra de hogares unipersonales, al menos en las grandes ciudades, estaba a punto de superar a la de las viviendas ocupadas por dos personas. La vida en solitario se está convirtiendo en una elección posible, lejos de los estigmas que han colgado inmerecidamente a las personas enviudadas, las desafortunadas en el amor, las almas místicas, las raras o sospechosas de esconder quién sabe si una doble vida.

Los solitarios gozan hoy de prestigio social, con apelativo incluido, y en inglés, que hace más fashion (singles). Añaden a todo ello las excelencias de poder hacer la vida que quieren, de sentirse almas libres, sin pasar por el trámite de dar explicaciones. Cabe añadir nuevos modelos de convivencia, como el living apart together, algo así como “juntos, pero no revueltos”, y una mayor autosuficiencia psicológica. No obstante, una cosa es vivir solo, y otra, sentirse solo. Puede ser un gozo y puede ser un pozo.


ENCUENTRO CON UNO MISMO
El hombre solitario es una bestia o un dios (Aristóteles)

Afirma el filósofo Francesc Torralba que la soledad buscada es un bien para el alma. Mientras que el aislamiento es una noción física, la soledad es una experiencia emocional. Lo dijo también el marqués de Vauvenargues, moralista francés, al proclamar que la soledad es al espíritu lo que la dieta al cuerpo. No cabe duda de que el estar a solas, ese encuentro con nosotros mismos es una conveniencia más que un inconveniente.
No obstante, tememos la soledad. Tememos que se convierta en un agujero negro que nos engulla. Entristece sentirse solo. Y aún entristece más sentirse solo en medio de una relación, de una familia o de masas enteras de individuos. Es entonces cuando entendemos, como profetizó Schopenhauer, que el instinto social de los humanos no se basa en el amor a la sociedad, sino en el miedo a la soledad.
No haber aprendido a estar a solas, o a vivir alguna etapa de la vida en solitario, acarrea la complicada tarea de estar rellenando todos los espacios vacíos que quedan entre horas, entre semanas, entre el día y la noche. Por eso hay quien vive sin una línea en blanco en su agenda. Quien habita siempre en las vidas ajenas, quien prefiere malas compañías que el gozo a solas. Mientras la soledad sea la peor alternativa a un malvivir, seguiremos malviviendo.

BUSCADORES DE UNIDAD
La soledad es muy hermosa… cuando se tiene alguien a quien decírselo (Gustavo Adolfo Bécquer).
Como el vaso medio lleno o medio vacío, podemos plantearnos esta dualidad: siempre estamos solos, del mismo modo que nunca estamos solos. Según se mire, nacer y morir son un ejercicio solitario al que nos pueden acompañar pero no resolver por nosotros. Somos principio y fin. Todo nace y acaba muriendo en nosotros mismos, o sea, en nuestra soledad interior.
En este mundo, pocas experiencias van a convertirse en una fusión suficiente como para permanecer en una inacabable plenitud. Más allá de esos momentos de comunión, la vida y sus personajes vuelven a estar frente a nuestra nariz. Será por eso por lo que vamos como locos buscando esas horas felices en un amor, en una vocación, en un encuentro místico, en una contemplación estética. Somos buscadores de unidad, nostálgicos de lo absoluto, porque nos sabemos partidos, separados y solos en nuestra experiencia material en este mundo.
Sin embargo, a la vez, nunca estamos solos. Nos rodea la vida. Pero además habitamos en nuestra mente, esa fiel compañera que nunca nos abandona por peleona que sea. Pensar, aunque lo parezca, no es un acto solitario. Pensamos en relación con; pensamos sujetos a otros sujetos. En nuestra mente danzan imparablemente imágenes, palabras, voces y experiencias que, además, podemos reelaborar. Incluso solos, estamos con los demás.

EL MIEDO A TERMINAR AISLADOS
Estoy solo y no hay nadie en el espejo (Jorge Luis Borges)

Todos los planteamientos referidos a la soledad parten de la misma base: considerar que deberíamos estar acompañados o solos. Nos sentimos solos cuando creemos que no deberíamos estarlo. Deseamos estar solos cuando no podemos estarlo. Cuesta aceptar el presente cuando nos sume en la insatisfacción: Ahora, solos, quisiéramos estar acompañados. Ahora, acompañados, quisiéramos estar solos.
Todo ocurre por mirar a un futuro del que nunca sabemos lo que va a suceder; por la insatisfacción del presente y por el miedo al miedo. Temer lo desconocido no tiene ningún sentido, precisamente porque lo desconocemos. En cambio, sí conocemos lo que causa aflicción: la enfermedad, la impotencia, la depresión. El miedo a quedarnos solos es el miedo a que nos ocurra lo peor, sin nadie que lo remedie. Una paradoja ante todo el sistema de salud y bienestar del que disponemos, con atención incluida a las personas dependientes.

VIVIR COMO LA PLAYA Y EL MAR
La virtud no habita en la soledad: debe tener vecinos (Confucio)
Veamos la metáfora de la playa y el mar. Es una extraordinaria relación en la que el mar toca suavemente, a veces tormentosamente, a la playa, para volver de nuevo a su espacio. Es un vaivén, un encuentro impreciso y cambiante, a la vez que predecible y eterno. Así son también nuestras relaciones. Alcanzamos a los otros, rozamos ese encuentro, a veces los asaltamos emocionalmente, para acabar de nuevo volviendo cada uno a lo que es.
Nuestras vidas son vividas en esa doble condición, cerca y lejos, juntos y separados, mezclados a veces aunque sin llegar a disolvernos. Eso es, somos únicos y somos uno a la vez. Podemos vivir en solitario o acompañados. Podemos ser mar o playa. Lo importante es no perder de vista que no existe lo uno sin lo otro. La ceguera de un aislamiento interior o un individualismo feroz es perder la conexión con la realidad.
No creo demasiado en los planteamientos de si es mejor vivir solos o acompañados. La vida está en tránsito continuo y nunca sabemos por qué contextos acabaremos pasando. Son solo eso, espacios y tiempos existenciales que tienen función y sentido. Al final, lo importante no es dónde, cuándo y cómo, sino que no falte la capacidad de amar y ser amados. Lo contrario nos zambulle en la peor de las soledades.

PISTAS PARA SABER MÁS
1. Libros
‘Sobre el amor y la soledad’, de Jiddu Krishnamurti (Ed. Kairós).
‘Cien años de soledad’, de Gabriel García Márquez (Ed. Mondadori).
‘L’art d’estar sol’, de Francesc Torralba (Pagès Editors).
2. Películas
‘Solas’, de Benito Zambrano. 1999.
‘Hable con ella’, de Pedro Almodóvar. 2002.
‘Barcelona’ (un mapa)’, de Ventura Pons. 2007.

EL GATO Y LA CRISIS. Gaspar Hernàndez.


He perdido el respeto a la prima de riesgo. Quizá porque ya no me importa o porque, entre otras cosas, nunca la he entendido.
Muchos lectores recordaran que el actor inglés Hugh Grant fue detenido hace unos años por la polícia de Los Ángeles cuando una noche estaba en su coche, en compañía de una prostituta, ensayando vete a saber qué papel.
Como dice el escritor Simon Leys en su libro La felicidad de los pececillos (Acantilado), para el común de los mortales, semejante desventura seria simplemente incómoda, pero, para un actor tan célebre, habría podido tener consecuencias catastróficas: toda su carrera en Hollywood pareció por un momento a punto de zozobrar.
En medio de tal marasmo, fue entrevistado por un periodista, que le hizo lo que Seys califica de una pregunta muy... estadounidense: «Va ahora usted a un psicoterapeuta?». «No», respondió Grant. «En Inglaterra leemos novelas».
En efecto, las novelas pueden ser una gran herramienta de autoconocimiento. En mi caso, la mejor herramienta. La otra son los gatos.
Un gato es un espejo. No de su amo, porque no tienen amo, a diferencia de los perros. Un espejo, digamos, de la persona con quien conviven. Según Joél Dehasse, veterinario y psicólogo conductista de Bruselas, «el animal de compañía es nuestro espejo. A menudo -añade-, el rasgo de carácter que el propietario no soporta en su animal es lo que no soporta en sí mismo».
Así pues, en vez de ir al psicólogo me he fijado en mi gato. ¿Qué es lo que no soporto de él? Bueno, no soportar suena a demasiado grave. Lo cambiaría por un «no me gusta». No me gusta que sea testarudo. Según Dehasse, esto es lo que no me gusta de mí. Tiene toda la razón, Dehasse. El gato como espejo.
Tampoco me gusta que esté comiendo a todas horas. Debe ser porque yo también voy a la nevera a menudo. Mi gato, por cierto, no es vegetariano; tampoco me gusta.
Pero, sobre todo, no me gusta su manía de menospreciar a los protagonistas de la actualidad. Igual que hacía el gato que Guillermo Cabrera Infante tenía en Londres, Offenbach, un gato sumamente afectado y «consciente de la tremenda impresión que producía su primera aparición». Lovi una vez;tuve el privilegio de tomar el té con el escritor y su mujer, Miriam Gómez. Tal y como escribió, el gato caminaba poniendo una pata delantera delante de la otra para parecerse a Marlene Dietrich en sus mejores tiempos, mientras la parte trasera de su cuerpo se movía con el ritmo de un púgil o de un cowboy de cine.
El caso es que el gato de Cabrera Infante se sentaba precisamente sobre la noticia del periódico que él estaba leyendo. «Cómo consigue tal precisión», escribió el autor cubano, «es uno de sus misterios».
A mí me sucede lo mismo. Estoy intentando comprender la actualidad, leyendo una noticia sobre la prima de riesgo, y va y mi gato se sienta encima de la hoja del periódico que trata de la prima de riesgo; y no me entero de nada. Qué falta de respeto. ¿Será que yo también le he perdido el respeto a la prima de riesgo? Me lo diría un psicólogo, pero por suerte ya tengo al gato.
Será que si, que ya no me importa la prima de riesgo, entre otras cosas, porque nunca la he entendido; no sé qué es. Igual que no sé quién nos ha robado, ni quién se está enriqueciendo con esta enorme estafa a la cual llamamos crisis. Que, en el fondo, no es una crisis, sino el fin de una época.
Lástima que el gato no me Io explique. Él sólo se sienta encima de la actualidad. Cierra los ojos. No soporto que, en vez de indignarse, cierre los ojos ante tanto desalmado y sólo le preocupe su dosis de caricias.


LA CASA DEL POBRE. Fábula.

En un remoto lugar existió una vez un hombre tan pobre que no tenía otro bien más que el tiempo que se le había concedido para vivir.
Entonces decidió construir una casa que pudiera darle un cobijo y que cuando él muriera pudiera servir para que otra persona tan pobre como él también encontrará cobijo.
Pero como no tenia nada, comenzó a recoger todo lo que se iba encontrando abandonado para, con esos materiales pobres, construir su obra: piedras, maderas, latas, cristales ... cosas a las que nadie le encontraba ninguna utilidad. Y así, sin prisa pero sin pausa, se puso a construir la obra, su obra, la que daría sentido a su existencia.
Después de muchos años de duro trabajo, un buen día, por fin, consiguió rematar su obra. Pero cuando coloco la última pieza, cayó desvanecido ... y murió.
Muchos años más tarde, otra persona acertó a por pasar por una zona del bosque donde se alzaba todavía la casa que aquel hombre construyó con sus manos y con piezas de muy diversos materiales que había recopilado a lo largo de toda su vida. Y al contemplar su extraño aspecto, se quedó mirándola fijamente, cautivado por las extrañas sensaciones que aquella construcción parecía emitir.
Aquel lugar era la imagen de una vida construida pieza a pieza, paso a paso, golpe a golpe, un lugar que acumulaba la experiencia de toda una existencia, pero no de una vida malgastada y perdida, sino de un tiempo aprovechado para hacer algo útil .
Sentado ante aquella extraña construcción, el viajero pensó que la vida de cada uno de nosotros es como aquella casa, algo que cada uno construye con pedazos de todo lo vivido. Porque no hay otra razón para existir que construir algo útil con todo lo que nos vamos encontrando y lo que nos va sucediendo a la largo de nuestro caminar por la vida, algo que nos sirva para saber en qué hemos gastado el tiempo que se nos regaló para vivir.

diumenge, 28 d’octubre del 2012

LA QUÍMICA DEL BESO. La Vanguardia.

El beso es parte vital de las relaciones sociales. Desencadena una tormenta hormonal en nuestro organismo y es clave para que vivamos en armonía. 
Con un beso se activan hasta unos 30 músculos faciales, 17 de ellos relacionados con la lengua, se transfieren 9 miligramos de agua, otros 0,18 de sustancias orgánicas, 0,7 de materias grasas, 0,45 de sales minerales, además de millones de gérmenes, bacterias y microorganismos, y se queman, a lo largo de tres minutos, unas quince calorías.
Detrás de este gesto cotidiano muy extendido (pasaremos dos semanas de nuestra vida besándonos) hay un universo químico muy complejo. Para el ser humano, besarse no supone algo trivial, sino que se produce un intercambio de sensaciones y de emociones muy profundo. Jean-Luc Tournier, autor de la Pequeña enciclopedia del beso, ya reconoció que “no hay acto alguno que permita una implicación voluntaria del ser tan total como el beso”. El deseo de besar hasta tiene un nombre científico: filemamanía. Siempre queremos más, porque el beso es una droga natural. El cerebro es adicto a la oxitocina, que se produce cada vez que nos besamos. Esta hormona influye en funciones básicas como el enamoramiento, orgasmo, parto y amamantamiento, y está asociada con la afectividad, la ternura, el tocar.
De acuerdo con la consultora sexual británica Relate, la liberación de endorfinas, que se produce cada vez que juntamos nuestros labios con la pareja, combate el desánimo y evita caer en la depresión. Porque el beso, antes que nada, es placer. La posición fisiológica de la boca hace que esta sea, de entre todos los órganos erógenos que tiene nuestro cuerpo, la que está situada más cerca del cerebro, el centro donde se producen las sensaciones y las emociones. Para tener una idea: las terminaciones nerviosas que se activan en el beso involucran el tamaño de un área cerebral, la que controla la boca, más grande que la relacionada con los genitales.
Según un estudio de la Universidad de Viena, cuando cerramos los ojos y fundimos nuestros labios con nuestra pareja en un abrazo apasionado, las pulsaciones cardiacas suben de 60 hasta 130 por minuto, se libera adrenalina, baja la tasa de colesterol y al intercambiarse bacterias, se refuerza el sistema inmunitario. ¡Guau!
Pues sí. Vivimos mejor y vivimos más gracias al beso. El investigador alemán Arthur Sazbo, de la Universidad Wilfrid Laurier de Ontario, en Canadá, sostiene la idea de que las parejas que se despiden con un beso antes de irse a trabajar tienen menos absentismo laboral, menos accidentes de tráfico, ganan un 25% de dinero más y su esperanza de vida se alarga cinco años. ¿La explicación? Los que empiezan el día con un beso lo hacen con una actitud más positiva y más energía vital. Sí, besar significa cuidarse en salud. Cuando una madre besa a su bebé absorbe algunos gérmenes del pequeño pero al mismo tiempo estimula la producción de sus defensas.
También es cierto que cuando besamos no lo hacemos pensando en las hormonas. El beso tiene un significado para el ser humano que se remonta a tiempos muy antiguos. Al parecer, la costumbre tiene su origen en ciertas sociedades prehistóricas, en las que las madres alimentaban a sus bebés dándoles con la boca los alimentos ya masticados. Otras teorías sostienen que el beso es una prolongación de la lactancia. Sea lo que sea, el beso ha desempeñado varios papeles en el curso de los siglos. El estudioso Yannick Carré, autor del libro El beso en la boca durante la edad media, explica que en esa época “a partir del beso se podían explicar hasta los cambios que se producían en política, en religión y en el sistema de valores”. Su importancia era considerable: tenía el valor de un contrato. De hecho, para sellar el juramento de fidelidad mutua entre el señor y su vasallo, ambos se daban un beso en la boca.
En la actualidad, el beso tiene sobre todo un poder terapéutico y psicológico. “Es una demostración de cariño, de amor, de respeto, de amistad. Con un beso se comunican muchísimas cosas”, comenta Francesca Albini, autora del libro Bacioterapia. Según Desmond Morris, autor de Innate behaviour, “a través del beso los amantes desarrollan una mayor propensión a crear lazos fuertes, lo que incluye el deseo de formar una familia”. Parece fuera de dudas que esta combinación de estado sólido (el tacto), líquido (saliva) y gaseoso (aliento) es una herramienta de interacción social poderosa. Un estudio de la Universidad de Albany de Nueva York publicado en Evolutionary Psychology demuestra que tanto para la mujer como para el hombre el primer beso es clave para continuar la relación. Un filtro esencial. “Podría haber mecanismos en el subconsciente que detectan alguna incompatibilidad de tipo genético”, afirman los investigadores.
Besar sería un poco como hacer una selección natural de la especie. Besar no lleva al éxito. Pero besar mal con toda seguridad lleva al fracaso. El 58% de los hombres y el 66% de las mujeres encuestadas admitieron que pusieron fin al romance… ¡sólo después del primer beso! El profesor Alain Montadon, autor de un libro muy documentado titulado El beso: ¿qué se esconde tras este gesto cotidiano? (ed. Siruela), explica que “el deseo de besar no se produce si no se alcanza un acuerdo con el olfato. El olor de la piel es o bien muy atrayente o muy repulsivo”.
Sin embargo, el hombre y la mujer atribuyen al beso un matiz distinto. Ellos besarían esencialmente para ganar los favores sexuales de su pareja. Para ellas, en cambio, el besar sería una manera de valorar el grado de compromiso del hombre en la relación que pueda surgir. Según el mencionado estudio de la Universidad de Nueva York, las mujeres valorarían el aliento, el sabor y hasta la salud de los dientes. En particular, la potente antena femenina del olfato, recuerda Gordon Gallup, uno de los investigadores, se potenciaría sobre todo durante la ovulación. Como consecuencia, las chicas estarían menos dispuestas a tener relaciones sexuales con alguien que no sabe besar o simplemente cuyo beso no encaje con sus preferencias sensoriales y emotivas.
En el otro frente, ellos se fijarían más, en el momento de besar, en el atractivo del rostro de su pareja, la apariencia de su cuerpo y hasta en su peso. Asimismo, parece que el nivel de exigencia de los chicos es más bajo: más de la mitad de los hombres encuestados afirmó que tendría relaciones sexuales con una mujer sin pasar por el beso. En las mujeres, este porcentaje bajaba al 14%. No hay que olvidar que muchas prostitutas no besan: atribuyen a este gesto un valor íntimo superior incluso al coito. De ahí la pregunta clave: ¿en la actualidad le damos al beso la importancia que se merece? Pues no del todo. Pese a todos los beneficios que hemos citados, es una práctica que algunos se atreven a cuestionar o más bien olvidar. Eduardo Brik, psicólogo y expresidente de la Asociación Madrileña de Terapia de Pareja, afirmaba que: “Se habla a diario de orgasmos y posturas sexuales, pero hemos olvidado el arte de besar. Se ha perdido romanticismo”.
Pere Font, director del Institut d’Estudis de Sexualitat i la Parella de Barcelona (ISEP), señala en particular como los adolescentes hoy en día “se saltan la fase previa del erotismo”. Miren Mirrazabal, directora del Instituto Kaplan y presidenta del comité científico del X Congreso Español de Sexología, reconoce que “antes las caricias y los besos se prolongaban más, así como los juegos eróticos. Ahora ha cambiado mucho –añade–. Los adolescentes adelantan el coito y se ha reducido el tiempo de la seducción, todo se hace más de prisa”.
No es sólo un problema que afecte a los más jóvenes. Las parejas de adultos, casados desde hace años e inmersos en la rutina, tampoco prestan demasiada atención al beso. “Todos nuestros pacientes dicen que respetan el beso y las caricias, que tienen importancia, pero la realidad es distinta. Si el coito dura en promedio entre 15 y 30 minutos, no nos queda mucho tiempo para el resto. Con el tiempo, junto al cortejo, el beso va desapareciendo”, alerta Mirrazabal. Esta experta reconoce que “hasta hace poco, este aspecto era incluso un tema prácticamente olvidado entre los expertos en salud sexual. Ahora los profesionales hacemos talleres de seducción para volver a recuperar el placer del beso y la importancia del mundo emocional en la relación de pareja”.
Pues bien, ha llegado la hora de redescubrir el ritual del beso. Francesca Albini no cree que “este gesto esté en una etapa de crisis. El beso social, el de los dos o tres o uno como forma de saludo está en aumento. Incluso en la City de Londres existe la costumbre de besarse entre hombres para saludarse”, asegura. En cuanto a la pareja, la mejor manera para luchar contra el tedio es encontrar tiempo para el beso. Pere Font admite que suele haber un desencuentro entre deseo y seducción. “Para la mujer lo divertido es lo que pasa antes; para el hombre, lo que ocurre durante”. Pero precisamente por ello, el beso desempeña un papel clave. “El hombre y la mujer son dos motores que van a diferentes velocidades: el beso es el punto de equilibrio, los sincroniza”. Anímense. Bésense.
Vivir sin besarse
El 10% de la población mundial, ubicada en algunas zonas de África, América, Oceanía y Australia (la friolera de 650 millones de personas), según una reciente estimación de la Universidad de Bochum en Alemania, no se besa. Hasta bien entrados en el siglo XX, algunas tribus de Finlandia consideraban el besar como algo indecente. Y en algunas regiones de China durante mucho tiempo se veía besarse en la boca como algo horrible. Hay alternativas. En Mongolia, los padres no besan a sus hijos, pero les huelen la cabeza. En el beso esquimal, practicado en el Ártico, no se utilizan los labios, sino que se frotan las puntas de las narices de las dos personas.
En pleno siglo XXI, el beso sigue estando prohibido. En el estado de Maryland, en EE.UU., no es legal besar a nadie en la calle durante más de un segundo, tiempo que se amplía a cinco minutos en el estado de Iowa y se reduce, de nuevo, hasta los tres minutos en Rhode Island. Y en Wisconsin, el beso con lengua está formalmente prohibido por la ley.
El beso, en todo caso, parece un invento reciente. No hay ninguna referencia al beso tal y como lo conocemos en cavernas prehistóricas, en el arte mesopotámico o egipcio. Las primeras descripciones aparecen en la Biblia, con unas 40 alusiones en el Nuevo Testamento.
Tipos de besos
Según el Kamasutra, existen hasta 30 formas diferentes de besar. A su vez, los romanos solían distinguir entre tres clases de besos: los oscula, que eran los amistosos. Los vasia, besos propios del afecto y del amor y finalmente los suavia, los besos característicos de la pasión carnal. Como forma de saludo, varía según las culturas. En España nos intercambiamos dos besos, uno en cada mejilla. En Brasil, la gente se besa dos veces sólo entre parientes. En Bélgica, en Luxemburgo, en los Países Bajos o Serbia, los besos que se dan para saludarse suelen ser tres. En algunos países como Argentina o Italia, los hombres se besan en la mejilla, una práctica que en otros países no está bien vista o incluso asociada a la homosexualidad. En Rusia y en los antiguos países soviéticos, hasta la caída del Muro era práctica común que los altos cargos políticos se besaran en la boca.