OPCIONS DE MENÚ

dilluns, 30 de setembre del 2013

Memoria selectiva o por qué fracasan las campañas antitabaco. Pilar Jericó. El País.

¿Cuántos fumadores conoces que lo hayan dejado gracias a las imágenes en las cajetillas de tabaco de pulmones intoxicados, impotencia y un largo etcétera de problemas? Personalmente, no conozco a ninguno.
Dudo que este tipo de campañas tan “motivadoras” logren el éxito esperado y si tuviéramos que preguntarnos por las causas, deberíamos echar un vistazo a qué nos dice la ciencia. En la década de los 80 Roberts expuso a fumadores, ex fumadores y no fumadores a diversas campañas a favor y en contra el tabaquismo. Sin previo aviso, se pidió a los participantes que dijeran qué había recordado más y… ¡tachán!: Los no fumadores y ex fumadores recordaban más las campañas antitabaco mientras que los fumadores retenían incluso mejor las imágenes pro tabaquismo. El estudio lo repitió con respecto al uso del cinturón de seguridad y una vez más, ocurrió lo mismo: las personas que solían usar el cinturón de seguridad recordaron más las imágenes a favor; mientras que las que no lo utilizaban, memorizaron mejor las que incitaban a no utilizarlo. En definitiva, recordamos lo que queremos y el motivo es porque nuestra memoria es selectiva (por supuesto está relacionado con la percepción selectiva de la cual ya hablaremos en otra ocasión). Es decir, viene a nuestra mente aquello que nos interesa para seguir haciendo lo que queremos. Así de sencillo. Alguien podrá pensar que nos mentimos a nosotros mismos y me temo que es correcto… somos capaces de hacerlo con una “elevada profesionalidad”, aunque luego siempre hay alguno que gana el primer premio.
El psicólogo Cohen en 1981 proyectó un video de una mujer que cenaba con su esposo para celebrar su cumpleaños. Cuando se les dijo a los participantes que ella era camarera, estos recordaron que la mujer había bebido cerveza y tenía un televisor. Cuando se les dijo que era bibliotecaria, recordaron que usaba gafas y escuchaba música clásica (por cierto, peculiaridades bastante discutibles… pero así funciona la mente). Tenemos una memoria selectiva porque somos expertos en organizar los armarios de nuestros recuerdos conforme a criterios previos. De hecho, puede darse el caso de dos hermanos adultos que hablen de la infancia compartida y cada uno tenga un recuerdo bien distinto. Pues bien, la manera de percibir la información y de recordarla hace que si queremos negar algo, encontremos mil y un argumentos (todos ellos muy válidos, por supuesto) para conseguirlo. Esto es lo que hacemos cuando queremos seguir fumando. Por ello, el primer paso para un cambio es salir de nuestra propia tendencia de comprender y recordar la información. En otras palabras, hemos de saber cuestionarnos a nosotros mismos y a nuestros propios paradigmas, lo que supone un acto valiente para el que no todo el mundo se siente preparado.
El segundo aspecto crucial para un cambio es el refuerzo positivo emocional. Es decir, en vez de hablar de las malísimas cosas que nos pueden ocurrir si seguimos haciendo algo, habría que comenzar a fijarse en las buenas cosas que nos sucederían si dejáramos de hacerlo. Un ejemplo casero: Si mañana queremos comenzar una dieta para adelgazar, tendremos más éxito si nos ponemos una foto nuestra en la puerta del frigorífico guapos, delgados y con el tipo deseado y quizá perdido, que si nos pusiéramos una imagen nuestra con muchos kilos. Si fuera esta última y nos entrara el arrebatador deseo de chocolate, diríamos: “total… si por unos kilos hasta llegar ahí me queda mucho”.
Así pues, el refuerzo positivo es mucho más eficaz que el negativo. Imaginarnos un futuro que está en nuestras manos más prometedor resulta más eficaz para nuestra mente a la hora de enfrentarnos a un cambio de hábitos. Por ello y según las ciencias sociales, parece que tendría más éxito para los fumadores visualizarse con una salud más plena, que no las imágenes feas que se endosan en las cajetillas de tabaco. Y todo ello, lo podemos trasladar a nuestro día a día. Si deseamos cambiar algo, busquemos los refuerzos positivos que nos ayuden a tomar la decisión del cambio. Juguemos con las visualizaciones, con nuestros sueños y demos pequeños pasos para lograrlo. Si nos quedamos en la aceptación, organizaremos las carpetas de nuestra memoria para justificar que lo que hacemos es lo correcto. Ya lo hemos dicho, el cambio de algo comienza por cuestionarnos a nosotros mismos… y por darnos pequeños regalos para ilusionarnos y continuar el proceso.

Fórmula:
Nuestra memoria es selectiva, es decir, recordamos aquello que queremos; y el refuerzo positivo es más eficaz que el negativo para afrontar un cambio de hábitos.

Recetas:
Ante cualquier información, escucha atentamente los puntos en contra a tu idea preconcebida e incluso, defiéndelos. Así se realiza en los concursos de debate para ser más permeables a enfoques que a priori nos cuestan mucho aceptar.
Revisa tu propia historia personal e identifica posibles partes de la misma que sueles pasar por alto. Quizá no eras tan….(añade el adjetivo que te suelas decir). Viene bien escuchar a los familiares cercanos con otros oídos.



Si quieres realizar un cambio, ayúdate con aquello que te supone un refuerzo positivo: imágenes, recompensas, reconocimientos… sé tu propio animador personal.


diumenge, 29 de setembre del 2013

LOS TRES MONJES. Jorge Bucay.

Había una vez, en la antigua China, tres monjes budistas que viajaban de pueblo en pueblo dentro de su territorio ayudando a la gente a encontrar su iluminación. Tenían su propio método: Todo lo que hacían era llegar a cada ciudad, a cada villa, y dirigirse a la plaza central donde seguramente funcionaba el mercado.
Simplemente se paraban entre la gente y empezaban a reír a carcajadas.
La gente que pasaba los miraba extrañada, pero ellos igualmente reían y reían. Muchas veces alguien preguntaba:
- “¿De qué se ríen?”.
Los monjes se quedaban un pequeño rato en silencio... se miraban entre ellos y luego, señalando al que preguntaba y apuntándolo, retomaban su carcajada. Y sucedía siempre el mismo fenómeno: la gente del pueblo, que se empezaba a reunir alrededor de los tres para verlos reír, terminaba contagiándose de sus carcajadas y tornaban a reír tímidamente al principio y desaforadamente al final.
Cuentan que al rato de reír, todo el pueblo olvidaba que estaba en el mercado, olvidaba que había venido a comprar y el pueblo entero reía y reía y nada tenía la envergadura suficiente para poder entristecer esa tarde.
Cuando el sol se escondía, la gente riendo volvía a sus casas; pero ya no eran los mismos, se habían iluminado. Entonces, los tres monjes tomaban su atado de ropa y partían hacia el próximo pueblo.
La fama de los monjes corría por toda China. Algunas poblaciones, cuando se enteraban de la visita de los monjes, se reunían desde la noche anterior en el mercado para esperarlos.
Y sucedió un día que, entrando en una ciudad, repentinamente uno de los monjes murió.
- “Ahora vamos a ver a los dos que quedan — decían algunos—, vamos a ver si todavía les quedan ganas de reír”...
Ese día más y más gente se juntó en la plaza para disfrutar la tristeza de los monjes que reían, o para acompañarlos en el dolor que seguramente iban a sentir.
¡Qué sorpresa fue llegar a la plaza y encontrar a los dos monjes, al lado del cuerpo muerto de su compañero... riendo a carcajadas! Señalaban al muerto, se miraban entre sí y seguían riendo.
“El dolor los ha enloquecido —dijeron los pobladores—. Reír por reír está bien, pero esto es demasiado, hay aquí un hombre muerto, no hay razón para reír”.
Los monjes, que reían, dijeron entre carcajadas:
- “Ustedes no entienden... él ganó... él ganó...”, y siguieron riendo.
La gente del pueblo se miraba, nadie entendía. Los monjes continuaron diciendo con risa contenida:
“Viniendo hacia aquí hicimos una apuesta... sobre quién moriría primero... Mi compañero y yo decíamos que era mi turno... porque soy mucho mayor que ellos dos, pero él... él decía que él... iba a ser el elegido... y ganó ¿entienden?... él ganó...”
Y una nueva andanada de carcajadas los invadió.
“Definitivamente han enloquecido —dijeron todos—. Debemos ocuparnos nosotros del funeral, estos dos están perdidos”.
Así, algunos se acercaron a levantar el cuerpo para lavarlo y perfumarlo antes de quemarlo en la pira funeraria como era la costumbre en esos tiempos y en ese lugar.
“¡No lo toquen! —gritaron los monjes sin parar de reír—. No lo toquen... tenemos una carta de él... él quería que en cuanto muriera hicieran la pira y lo quemaran así... tal como está... tenemos todo escrito... y él ganó... él ganó”.
Los monjes reían solos entre la consternación general. El alcalde del pueblo tomó la nota, confirmó el último deseo del muerto e hizo los arreglos para cumplirlo. Todos los habitantes trajeron ramas y troncos para levantar la pira mientras los monjes los veían ir y venir y se reían de ellos.
Cuando la hoguera estuvo lista, entre todos levantaron del suelo el cuerpo sin vida del monje y lo alzaron hasta el tope de la montaña de ramas reunidas en la plaza. El alcalde dijo una o dos palabras que nadie escuchó y encendió el fuego. Algunos pocos lagrimeaban en silencio, los monjes se desternillaban de la risa.
Y de pronto, algo extraño sucedió. Del cuerpo que se quemaba salió una estela de luz amarilla en dirección al cielo y explotó en el aire con un ruido ensordecedor. Después, otros cometas luminosos llenaron de luz el cuerpo que se quemaba, bombas de estruendo hacían subir los destellos hasta el cielo y la pira se transformó en un increíble espectáculo de luces que subían y giraban y cambiaban de colores y de sonidos espectaculares que acompañaban cada destello. Y los dos monjes aplaudían y reían y gritaban:
“¡Bravo...Bravo...!”
Y entonces sucedió. Primero los niños, luego los jóvenes y después los ancianos, empezaron a reír y a aplaudir. El resto del pueblo quiso resistir y chistar a los que reían, pero al poco tiempo todos reían a carcajadas.
El pueblo, una vez más, se había iluminado.
Por alguna razón desconocida, el monje que reía sabía que su fin se acercaba y, antes de morir, escondió entre sus ropas montones de fuegos artificiales para que explotaran en la pira, su última jugada, una burla a la muerte y al dolor, la última enseñanza del maestro budista:
La vida no finaliza, la vida sólo nace una y otra vez.

Y el pueblo iluminado... reía y reía.

No soy madre porque no quiero. Alejandra Agudo. El País.

Persiste la presión social a favor de la maternidad, pero no de la paternidad.
La mujer sin hijos suele ser calificada como egoísta
 “¿Y tú, para cuándo? Se te va a pasar el arroz. ¿Es que no te gustan los niños? Te pierdes lo mejor de la vida...”. La retahíla de preguntas y sentencias que las mujeres escuchan cuando afirman que no quieren procrear es casi siempre la misma. Más aún, generalmente son impelidas a dar explicaciones, según cuentan algunas féminas que han anunciado la (todavía) controvertida decisión. A la actriz Maribel Verdú (1970) se le ocurrió asegurar hace más de un lustro que no quería tener hijos y desde entonces le han preguntado por qué en no pocas entrevistas. Sociólogos y psicólogos expertos en la materia reconocen que existe presión social a favor de la maternidad, no así hacia la paternidad. Pero, a tenor de la caída de la natalidad y los resultados de los pocos estudios al respecto, cada vez más mujeres renuncian a ella.
“Yo no quiero, no me veo de madre”. Así expresa Anahí Romero, madrileña de 35 años, su decisión de no tener hijos, compartida con su novio, su pareja desde hace seis años. “No es por problemas económicos, ni por el trabajo”, asegura esta administrativa, periodista de formación. “Es una decisión meditada. Lo pensé y me di cuenta de que no quería”, afirma con rotundidad.
Romero forma parte de un número creciente de mujeres que renuncia a la maternidad voluntariamente. “Antes de la década de los 60, cuando comenzó la revolución anticonceptiva, las que no tenían hijos era por la guerra (los hombres se iban y morían), por el hambre o la pobreza. Tenían una imagen negativa ligada a los desastres y la miseria”, explica la socióloga británica Katherine Hakim, autora del estudio Childless in Europe (Sin hijos en Europa). Ahora, según sus datos, en torno a un 20% de las europeas no son madres. “Teniendo en cuenta que solo entre un 2% y un 3% es por infertilidad, vemos claramente que es una elección de estilo de vida u otros motivos”, añade.

“El deseo universal de procrear es un mito”, afirma una socióloga
Los datos avalan que cada vez más mujeres optan por no tener hijos, pero pocos estudios abordan las causas. Alicia Kaufmann, catedrática de Sociología de la Universidad de Alcalá, cree que el deseo de progresar en el trabajo y la inestabilidad económica, sobre todo en tiempos de crisis como el actual, “pesan mucho” en la decisión. “No es excluyente tener hijos y el desarrollo profesional, pero los niños suelen suponer un parón”, explica. Pese a los avances a la hora de compartir responsabilidades en la pareja, el cuidado de los hijos es terreno mayoritariamente femenino. Según el Instituto Nacional de Estadística, en España solo un 2,1% de varones reduce su jornada laboral frente a un 21,1% de las mujeres para dedicar ese tiempo a los niños. Aun más, solo un 7,4% de los padres renuncia a su empleo más de un año, mientras que un 38,2% de las madres sí lo hacen.
Sin excluir estas causas, el empleo y la precariedad económica como elementos disuasorios, Hakim matiza que la elección de no tener descendencia no es siempre forzada, como en ocasiones se presenta. La socióloga no descarta que haya mujeres que quieran tener hijos y renuncien a ello por los citados motivos, pero puntualiza que “no todo el mundo quiere ser padre o madre, es un mito que haya un deseo universal” en este sentido. En su opinión va en aumento el grupo de las que no se quedan embarazas simplemente porque no quieren.
En la misma línea, la filósofa francesa Elisabeth Badinter sostiene en su libro El conflicto: la mujer y la madre que no todas las mujeres quieren ser madres aunque pudieran serlo. José María Lailla, presidente de la Sociedad Española de Ginecología y Obstetricia, arroja un poco de luz científica al asunto. “El deseo de ser o no ser madre no tiene una causa conocida en el ámbito fisiológico”, apunta. “Se ha referido que las hormonas denominadas femeninas (estrógenos, progesterona, oxitocina y ciertas endomorfinas) podrían tener una acción a este nivel, principalmente basándose en los estudios con animales, en los que se concluye que toda hembra tiene el deseo de ser madre y cuando se las castra este deseo desaparece o disminuye considerablemente. En la mujer no existe la evidencia científica de este hecho”, explica. “Es más, muchas mujeres que por razones médicas han sido esterilizadas mantienen el deseo de tener hijos”, detalla.

En torno al 20% de las europeas no tiene descendencia pero solo el 3% es infértil.
En definitiva, aquellas que no quieren descendencia no tienen roto el llamado reloj biológico de la maternidad que se supone que a toda mujer le hace tic tac llegada cierta edad. “Resulta cada vez más frecuente que una mujer nos consulte para tomar una decisión definitiva de anticoncepción por no desear ser madre, habitualmente esto sucede por motivos personales, laborales o sociales, pero no por una razón fisiológica”, explica el profesor Lailla.
Pese a la tendencia al alza de este fenómeno, independientemente de los motivos, Hakim afirma que actualmente “no tener hijos se considera algo raro o desviado”. “La sociedad plantea la maternidad como un destino, una hoja de ruta por ser mujer”, opina Asunción Garandillas, profesora en un módulo de formación profesional en Málaga. Ella, a sus 54 años, no tiene hijos porque “nunca” ha querido tenerlos. Una opción de vida que sus alumnas no comprenden. Cuando comenta en clase que optó voluntariamente por no ser madre, la reacción de las estudiantes es de “sorpresa”. “Alguna me pregunta cómo es posible”, detalla. Romero se ha encontrado, además del asombro de sus amigos —“me miran como si fuera de otro planeta”— con críticas que le han ofendido. “¡Me han llegado a decir que mi decisión es antinatural!”, se queja.
En algunas familias, como la de Encarnación F., tampoco comprenden que ella no desee tener descendencia y, por eso, han elaborado las más variopintas explicaciones: desde que es estéril hasta que tiene un trauma infantil porque su madre murió cuando era niña. Pero estas teorías de sus allegados no son más que eso, lo cierto es que simplemente no quiere.

Cada vez hay más parejas que discrepan sobre si tener o no prole
A veces la incomprensión traspasa la esfera privada, como ha podido comprobar Julia Gillard, ex primera ministra de Australia (2010-2013). Durante su carrera política ha sido objeto de más de una crítica por parte de sus adversarios por no tener hijos. Tony Abbott, el líder de la oposición en 2012, desacreditó la decisión del Gobierno de Gillard de reducir las ayudas por bebé alegando que carecía “de experiencia en la crianza de los niños”. Unas palabras que la líder laborista y sus compañeros de partido interpretaron como un ataque personal hacia la dirigente. No era la primera vez. Ya en 2007, el senador conservador, Bill Heffernan, aseguró que la política no tenía liderazgo porque era “deliberadamente estéril”. En su opinión, que causó un gran revuelo, una mujer soltera y sin hijos no podía llevar asuntos importantes en el país.
La escritora y periodista británica Helen Croydon dice sentirse en “un gran juicio” cuando expone en sus artículos o en conferencias que no quiere hijos. “Sin embargo, cuando un hombre decide no ser padre es aceptado, se piensa que quiere progresar en su carrera o que simplemente no ha encontrado a la persona correcta”, apostilla. Con las mujeres, dice, “hay una expectativa de explicación”. Cansada de la repetida pregunta (¿por qué?) y de las críticas que normalmente suceden a la respuesta, Croydon ha decidido detallar los motivos por los que no quiere ser madre (tampoco casarse) en su próximo libro, Screw the Fairytale (Que le den al cuento de hadas, en español), que saldrá a la venta el próximo febrero en Reino Unido.
En resumen, a Croydon le gusta su vida “tal y como es”. Sin marido. Sin hijos. “La gente no comprende que puede darse el caso de que una mujer simplemente quiera una vida agradable, sin el estrés de tener hijos, que quieran viajar o progresar en su carrera… Hay muchas cosas que podemos hacer sin tener una familia, dice la escritora. Pero Garandillas, quien comparte la opinión de Croydon, se ha encontrado con que sus amigas madres le advierten de que se pierde “lo mejor de la vida”. “¡Como si tuviera una carencia!”, se ofende esta profesora que, ya pasada la edad de procrear, no se arrepiente de su postura y la vida “plena” que tiene.

La crítica a veces salta de la esfera privada al terreno profesional
María S., de 35 años, que tampoco tiene hijos por convicción, nunca ha sentido que sus padres o los de su pareja la presionen para aumentar la familia. Pero sí lo hacen las amigas que ya han tenido retoños, que le repiten las bonanzas de ser madre. “Cuando me preguntan por qué no quiero y cuestionan mi decisión, les explico que tener un niño es un lío, un rollo. Las que tienen hijos se lo toman como algo personal, como si estuviera cuestionando su estilo de vida, cuando son ellas las que lo están haciendo conmigo, considera.
El argumento estrella contra aquellas que no quieren ser madres es que son egoístas. Así lo confirman la socióloga Hakim y las mujeres entrevistadas para este reportaje. Todas indican que han sido calificadas como tales por su decisión. Croydon recuerda que, en una ocasión, “dos hombres fueron muy insultantes. Me dijeron que todas las mujeres deberían querer niños porque si no, no puedes ser una verdadera mujer. Me dijeron que si no quería era porque soy egoísta. ¡Egoísta! ¿Por qué? Lo egoísta implica que las mujeres tienen la obligación de dedicar su vida a cuidar de alguien. Me parece alucinante”.
A Garandillas se lo dijo una compañera de trabajo. “Le respondí que en la vida todo es egoísta. Cuando eliges un camino siempre pierdes y ganas algo. No tener hijos también tiene sus inconvenientes. No hay ninguna opción ideal”, afirma.

Hay un 'pacto ético' no escrito para no ligar trompas a menores de 35
Estas críticas y presiones pueden parecer irrelevantes, pero generan “un gran malestar” en algunas mujeres. Así lo ha comprobado David Sánchez Teruel en su consulta psicólogica, en la que trata problemas de pareja en la Universidad de Jaén. En los últimos años ha visto cómo han aumentado las visitas relacionadas con las discrepancias respecto a la paternidad. Normalmente, dice, porque ella exprese su deseo de no tener hijos. “Se sienten obligadas. Algunos hombres vienen incluso con su pareja para que la convenzamos de que tenga hijos”, asevera el psicólogo. Sánchez Teruel lamenta, no obstante, que no lleguen más parejas exponiendo estas desavenencias antes de haber tenido a los niños. “Se evitaría que mujeres que no quieren tener hijos, finalmente, los tengan. Que es lo que suele ocurrir, porque son ellas las que ceden en la mayoría de los casos. Es entonces cuando hay conflictos más profundos y difíciles de resolver, porque se genera rencor hacia el marido y empiezan los reproches. Y aparece la culpa. Se preguntan si son malas madres porque después de la maternidad siguen pensando que no querían”.
Pero, ¿qué se puede hacer entonces si uno de los dos no quiere descendencia y otro sí? Sánchez Teruel propone diálogo, aunque reconoce que este es uno de los motivos por los que algunas parejas se rompen, sea quien sea el que se niega a ampliar la familia. “Eso, o uno de los dos tiene que ceder. Y casi siempre son ellas”, apostilla. En el caso de Romero, fue ella la que terminó su anterior relación porque su novio le expresó su deseo de ser padre. “No quería que por estar conmigo no tuviera la vida que él quería”, explica. Esta madrileña tenía (y tiene) tan claro que no se ve rodeada de retoños que no solo rompió con su pareja, sino que pidió a su ginecóloga que le ligara las trompas cuando tenía 33 años. “Pero no lo cubre la Seguridad Social. Solo lo hacen si ya tienes hijos o has pasado la cuarentena”, lamenta. Su doctora le dijo que no le iba a practicar una oclusión tubárica porque se podía arrepentir en el futuro. “Ese día me enfadé”, reconoce Romero.
“No existe una normativa oficial que marque una edad, pero sí hay un acuerdo ético y deontológico de no intervenir por debajo de los 35 años (en algunos centros se ha aumentado a 38) si no existe una razón médica”, precisa el doctor Lailla. La razón principal de esta cautela es que las mujeres se pueden arrepentir de esta decisión que es definitiva. Y hay alternativas menos drásticas. “Hay métodos anticonceptivos seguros y con pocos efectos secundarios en edades jóvenes”, expone el presidente de la Sociedad Española de Ginecología.

Si se arrepiente de no haber tenido hijos, él sufre mucho más que ella
Del mismo modo que hay mujeres que se arrepienten de haber sido madres, las hay que lamentan no haber tenido hijos. Pero ellos se deprimen más. Según un estudio, mientras ambos sexos expresan el deseo de tener descendencia en porcentajes parecidos (59% ellos, 63% ellas), en caso de no tenerla, son más los hombres que dicen estar deprimidos (38%, frente al 27% de las mujeres), sentirse solos (50%, casi el doble que las mujeres preguntadas) o incluso rabia (25%, siete puntos por encima de ellas). El autor, Robin Hadley, señala en las conclusiones de su investigación que queda demostrado que hombres y mujeres comparten el mismo nivel de deseo de ser padres. “Esto cuestiona la idea de que ellas son más propensas que ellos”, apunta.
Pero aún son las mujeres a las que se les presupone ese deseo. Así lo cree Sánchez Teruel. “Es una cuestión cultural y de educación”, considera. Las británicas Hakim y Croydon coinciden en la opinión de que esto está cambiando, aunque con distintas velocidades en el mundo. Alicia Kaufmann comparte su opinión. “Es cierto que se supone que la realización de la mujer es por la maternidad, pero la presión social cada vez es menor”, asevera. Romero no lo tiene tan claro: “Desde los 30 la gente te empieza a preguntar, '¿a qué estás esperando?' Pues no espero nada”.


dissabte, 28 de setembre del 2013

LA CULTURA DE LA QUEJA LLEVA A OCCIDENTE A LA DECADENCIA. Swami Pharthasarathy. La Contra de La Vanguardia.


—Una cultura basada sólo en los derechos individuales no lleva a la armonía personal ni colectiva, porque quien es educado en la convicción de que tiene derecho a todo siempre encuentra motivos para la queja.

¿Y no es así?
—Al contrario: Si vives convencido de que tienes todos los derechos, crees que la única razón de tu insatisfacción es que alguien no te los ha dado. Y de ese modo pierdes la oportunidad de tener responsabilidades. Y, por ello, eres desgraciado, porque pierdes el control sobre tu propia existencia.

¿Por qué?
Porque si sólo crees tener derechos, la causa de tu insatisfacción no está en ti mismo, sino en los demás, en algo que otros no te dan. Y, al pensar así, te conviertes en un niño mimado y dependiente al que por mucho que se le dé todo, siempre le faltará algo.

¿La cultura de los derechos es también la de la queja y la insatisfacción?
—Exactamente. Por eso Occidente siempre se queja y por eso ustedes siempre están insatisfechos por mucho que tengan.

Ahora tal vez tengamos motivos.
—Todo está relacionado. La cultura de la queja es la razón de la decadencia de Occidente. Porque, además de insatisfechos, esa cultura de los derechos individuales sin ninguna responsabilidad social también los hace a ustedes egoístas e improductivos.

También esa cultura nos hacía —hasta ahora— más prósperos que nadie.
—El tiempo ha puesto las cosas en su sitio y cuando, por fin, en la India y Asia nos hemos liberado de su colonialismo, nuestro sentido de la responsabilidad nos ha permitido volver a ser prósperos.

¿Cómo?
La India y toda Asia y sus sociedades colectivistas están basadas en el sentido del deber hacia los demás: El pueblo, la familia, la sociedad. Por eso ahora ya estamos compitiendo con ustedes en el terreno económico.

No sé si veo la relación...
Una sociedad como la occidental, basada en la continua reclamación de derechos, los condena a la queja. Y los culpables siempre son los demás: El Estado, el empresario, tu familia, los políticos, el municipio... Pero lo peor es que, de ese modo, dejas la responsabilidad de tu vida a alguien que no eres tú. Tú deberías ser, en cambio, quien decidiera sobre tu propia satisfacción.

¿Cómo recuperas la iniciativa?
—Dando. Basando tu vida en las obligaciones y las responsabilidades. Eso volvería a hacerlos más productivos a ustedes los occidentales. Porque, para que te den algo que crees merecer, sólo tienes que ser lo suficiente insistente y hasta quejica, y tal vez te lo acaben dando. Pero para poder dar algo a los demás, antes tienes que haberlo producido y creado, y después ser generoso.

Dar no es la cultura imperante aquí.
Si fundas tu existencia en la responsabilidad y la generosidad de dar, recuperas el control sobre tu propia existencia. Porque dar depende sólo de ti; recibir te pone a merced de los demás. Si fundas tu familia sólo para recibir amor y derechos, nunca obtendrás bastante y acabarás abandonándola.

¿Por qué?
—Porque el único modo de lograr tener una familia duradera es vivir para dárselo todo. Mi única mujer y yo llevamos 58 años casados... Y felices. Porque nunca pensamos en lo que nos debe el otro, sino en lo que podemos darle a él y a nuestros hijos. El día en que piensas más en lo que recibes que en lo que das, la familia deja de tener ningún sentido. Nunca te dará bastante.

¿Esa actitud requiere tener religión?
—Es universal y eterna en el ser humano que se conoce. Las civilizaciones que progresan están fundadas en la generosidad, en personas que trabajan, crean y dan a los demás.

Adam Smith creía que los egoísmos individuales arbitrados en mercados eficientes crean prosperidad colectiva.
—Ese tipo de actividad puede darte prosperidad, pero no paz interior. No es que la prosperidad sea mala en sí, pero si no va acompañada de crecimiento interior, no satisface a nadie. Al contrario, esa hiperactividad te estresa, y te vuelve engreído e intratable.

¿Por qué?
—Porque el único placer real que da ganar algo es poder compartirlo. Lo descubre el Vedanta desde hace milenios. Y de él bebieron Platón, Sócrates, Jesucristo y Mahoma. Y miles de maestros de todas las culturas.

¿En qué consiste?
—No hace falta una fe ciega ni ascetismo ni grandes revelaciones. Llegará a esa verdad por su propio sentido común. No se trata de ser santo, sino simplemente sensato.

¿Disciplina mental?
Madurez. Y no me refiero a la acumulación de conocimiento, sino a sabiduría vital. El placer, por ejemplo, lleva aparejado el desplacer. Si usted bebe por placer, acabará sufriendo por la bebida, a menos que aprenda a controlar su deseo —es la neutralización— y madure hasta descubrir que beber menos es la mejor forma de disfrutarlo más.

También depende de con quién bebas.

La causa de una relación mala no está en el otro, sino en tu propia actitud. El defecto no está en el amigo, el coche, la casa, la esposa..., sino en ti mismo, en tu actitud hacia ellos. Todo conflicto de relación es una oportunidad para estudiarte y corregirte. Antes de quejarse de los demás, estúdiese y verá que el problema está en usted.


¿Por qué somos irreflexivos?. Luis Muiño. La Vanguardia.

Hay situaciones que requieren de la mente analítica, de funcionamiento lento, y otras en las que se necesita tomar decisiones rápidas sin pensar tanto. Aquí se recogen las causas por las que no siempre somos capaces de escoger bien cuándo es mejor ser reflexivos o veloces

LOS SIETE PECADOS IRRACIONALES
Arthur Conan Doyle fue el creador de Sherlock Holmes, quizás el detective más racional y analítico de la literatura policiaca. La admiración por su lucidez permanece muchos años después: el éxito de la actual serie de la BBC es una prueba. Los métodos de este investigador son una recopilación de lo que convierte a los seres humanos en personas dotadas de inteligencia analítica: uso del método hipotético-deductivo, fidelidad a los hechos, razonamiento neutral... Sin embargo, esa lucidez no libró al escritor de tragarse la historia de unas niñas que recortaron dibujos de hadas de sus libros, los pincharon con alfileres alrededor de ellas y se hicieron fotos rodeadas de esas ilustraciones para hacer creer a sus padres que jugaban habitualmente con esos diminutos seres. Conan Doyle perpetró sin sonrojo un cándido libro (The coming of fairies) en el que arriesgó toda su reputación, dando la broma por cierta, hablando de la innegable veracidad de las fotos y defendiendo la existencia de las haditas del bosque.
Algo más que la reputación han perdido los merecedores de los premios Darwin, que se conceden a la persona que muere (o elimina su posibilidad de tener hijos) haciendo un favor a la especie humana. Los afortunados nominados para este trofeo no se inmolan porque tengan conciencia de ser un estorbo. En realidad, mueren por un acto irracional que cometieron en un determinado momento. Un sacerdote que decide volar en una silla propulsada por un montón de globos de helio y se pierde en el mar porque no sabe utilizar el GPS; individuos que perecen por ingerir una cantidad excesiva de alcohol por vía rectal; sujetos que reciben una llamada de noche y en vez de coger su móvil agarran su revólver y se pegan accidentalmente un tiro e, incluso, seis personas que pasan a mejor vida, una a una, bajando a un pozo para intentar rescatar a una gallina (la cual, por cierto, sobrevivió). ¿Tragedias debidas a momentos de distracción transitoria en medio de una vida inteligente? Quizás no, quizás la necedad está más presente en nuestra vida de lo que creemos. "Sólo hay dos cosas infinitas: el universo y la estupidez humana. Y del universo no estoy seguro", dicen que afirmó Albert Einstein
Todos perpetramos, a lo largo del día, un montón de bobadas. Asumimos, por ejemplo, que los acontecimientos negativos (adicción al alcohol, accidentes por exceso de velocidad, desengaños amorosos...) que les ocurre a todo el mundo no nos van a suceder a nosotros, pensamos que ciertos objetos o rituales tienen una magia especial y, en general, cuando nuestras estrategias fracasan una y otra vez hacemos más de lo mismo. La torpeza mental no es una excepción: está presente en toda nuestra vida.
Hace una década, el psicólogo Keith Stanovich se tropezó con este omnipresente fenómeno. Sus experimentos demostraban que la educación académica no nos libra de cometer bobadas: sus voluntarios, estudiantes universitarios, cometían errores lógicos dignos de niños de cinco años. Lo paradójico es que estos sujetos experimentales que tomaban a veces decisiones precipitadas y deslavazadas podían, en otras ocasiones, pensar de forma compleja dando lo mejor de sí. Stanovich llegó a la conclusión de que los seres humanos funcionamos en tres estados mentales. El primero, el "modo listo", es algorítmico, lento y trabajoso, pero lógico: sería, por ejemplo, la forma de funcionamiento que intentan medir los test de inteligencia. El segundo, al que vamos a denominar "modo tonto", usa una gran cantidad de atajos para solucionar velozmente los problemas. El tercero, el "modo conmutador", decide cuando un problema merece ser tratado desde la mente reflexiva ("modo listo") o cuando tiene poca importancia y puede ser solucionado por la vía rápida ("modo tonto"). El problema se da cuando ese "modo conmutador" se equivoca y actuamos en "modo tonto" en momentos en que era necesaria nuestra inteligencia analítica.
Para poder analizarlos, vamos a agrupar estos errores de nuestra vida cotidiana según la causa mayor del desliz. Estos son "los siete pecados irracionales":

SOBERBIA
Usted entra a comprar en una tienda y le ofrecen un descuento. Tiene que elegir entre la oferta 1, con la que se va a ahorrar diez euros en cualquier compra que haga sin necesidad de abono previo, o la oferta 2, por la que tiene que pagar 7 euros para que luego le descuenten 20 euros en todos los productos que adquiera. ¿Cuál elige? Casi todas las personas que contestan rápidamente eligen el primer cheque, el gratuito, a pesar de que con el segundo se ahorrarían más dinero (13 euros). A este fenómeno se le denomina en marketing "el poder de la palabra gratis".
Nuestra necesidad de parecer listos hace que acudamos a la llamada de cualquier oferta que nos haga creer que hemos sido más avispados que los demás. Los estafadores, por ejemplo, utilizan este anhelo de superioridad intelectual: todos los timos parten de que la víctima, en un momento dado, cree ser el embaucador. El atontamiento por soberbia explica también nuestra dificultad para hacer un buen casting sentimental: en muchas ocasiones, nos pierde nuestro anhelo de demostrar que podemos triunfar armando una pareja con personas con las que otros han fracasado. También influye en nuestra vida laboral: nos cuesta aprender de los errores porque tendemos a atribuirnos nuestros éxitos ("en las decisiones importantes soy siempre yo el que decido"), culpar a los demás de nuestros fallos ("lo hubiera hecho mejor si no tuviera que haber seguido las directrices de mi jefe") y minimizarlos cuando no podemos echar balones fuera ("en realidad, ese cliente que he perdido no compensaba económicamente").

LUJURIA
Nos gusta que nuestras decisiones resulten atractivas para aquellas personas que nos interesan. Para conseguirlo, vestimos de forma similar, oímos música parecida y tenemos opiniones parecidas a nuestro grupo de referencia.
Un error producto de esta lujuria intelectual es, por ejemplo, el falso consenso: solemos creer que nuestros juicios y decisiones son comunes porque son las más apropiadas. Basta echar un vistazo a la vida cotidiana para ver a qué errores nos lleva este sesgo. Los pesimistas piensan que la mayoría de los individuos ven todo muy negro y a los optimistas les pasa lo contrario. Los que defraudan a Hacienda piensan que su infracción está mucho más generalizada de lo que realmente está. Y también ocurre el sesgo contrario: los que nunca han delinquido piensan que hay más honestos que los que realmente hay. Las consecuencias de este sesgo en nuestra vida son patentes, por ejemplo, en nuestro comportamiento político. En gran parte, los errores cognitivos a los que nos lleva el fanatismo son explicables por esa tendencia a creer que "casi todo el mundo piensa como yo" sobre muchos temas.

ENVIDIA

Imagine estos tres tipos de situación... ¿en cuál estaría más contento?:
a) Trabajando en una empresa en la que ganara 35.000 euros anuales teniendo compañeros que ganaran 50.000 por el mismo trabajo y en las mismas circunstancias.
b) Trabajando en una empresa en la que ganara 30.000 euros anuales teniendo compañeros que ganaran lo mismo que usted.
c) Trabajando en una empresa en la que ganara 25.000 euros anuales teniendo compañeros que ganaran 20.000 por el mismo trabajo y en las mismas circunstancias.
La respuesta más racional es la a). Sin embargo, el economista Paul Krugman ha hecho numerosos experimentos en los que una gran cantidad de participantes responden b) e, incluso, c). La paradoja se debe a un sesgo comparativo: nuestra satisfacción no depende sólo de la medida en que conseguimos nuestros objetivos, sino también de que los demás hayan logrado menos. Aunque eso suponga funcionar en "modo tonto" y tomar una decisión que nos perjudica.

PEREZA
Julio César afirmó: "Por lo general, los hombres creen fácilmente lo que desean". Para no tener que revisar continuamente nuestros juicios, insistimos en buscar pruebas que confirmen nuestras ideas y pocas veces atendemos a los hechos que las refutan. Por eso los seres humanos mantenemos ídolos aunque los datos los desmitifiquen, creemos bulos infundados porque confirman nuestros sentimientos viscerales y mantenemos que nuestro equipo es el mejor aunque lleve muchos partidos sin ganar. Otro ejemplo, este más trágico: la junta de investigación del accidente del Columbia mencionó esta "tendencia a la autoconfirmación" para explicar por qué los responsables del programa de la lanzadera espacial de la NASA ignoraron las señales de problemas. El psicólogo Peter Wason ha realizado muchas investigaciones que demuestran la presencia de este sesgo en nuestras decisiones en muchos ámbitos. Cuando Wason pedía que pusiesen a prueba una hipótesis, la inmensa mayoría de los voluntarios elaboraba una y otra vez complicados experimentos para corroborarla, en vez de pensar en formas (a veces mucho más sencillas) de refutarla.

GULA
¿Se sometería a una prueba en la que el porcentaje de muertes es 1 de cada 10.000?...¿Se sometería a una prueba en la que no hay ningún problema para 9.999 personas de cada 10.000? Cuando la pregunta exige una respuesta rápida, muchas personas dicen que sí a la segunda opción y dicen que no a la primera a pesar de ser equivalentes. En este caso, el "modo conmutador" se equivoca al no activar el "modo listo". Cuando tenemos ansia por responder, "gula vital", el resultado de esta tendencia a ceñirse al marco es desastroso. Un ejemplo son las decisiones amorosas: si nuestra pareja nos hace chantaje emocional ("o las cosas son así o esto se acaba"), aceptamos el marco que nos han impuesto sin buscar una tercera opción. Comernos la vida a nivel sentimental hace que olvidemos una máxima del "modo listo": a veces la mejor respuesta es replantear la pregunta.

AVARICIA
Nuestra mente es avariciosa, quiere entender todo lo que pasa a nuestro alrededor por miedo a la incertidumbre. Esa es su función principal: encontrar relaciones entre hechos aislados, dibujar líneas que unen los puntos de nuestra experiencia vital.
El problema es que esta búsqueda de heurísticos es, también, causa de muchos errores racionales. Por ejemplo, la "correlación ilusoria", estudiada por científicos como la psicóloga Susan Blackmore: creemos que ciertos acontecimientos suceden siempre conjuntamente (y uno es la causa del otro) porque en una ocasión significativa esos eventos han sucedido a la vez. Si llevamos cierto bolígrafo a un examen difícil y la prueba nos sale muy bien, es fácil que acabe convirtiéndose en nuestro boli de la suerte y minimicemos los casos en los que no ha funcionado el sortilegio. De la misma forma, si tomamos una infusión y al día siguiente nuestro catarro remite, creeremos que la curación ha sido debida a las hierbas en cuestión y no a la remisión espontánea. O, cuestiones más graves: cuando los medios de comunicación nos recuerdan la nacionalidad de un delincuente –algo que no se hace cuando "es de aquí"– dan pie a que nuestra mente convierta la casualidad (era extranjero y ha cometido un delito) en causalidad (ha cometido un delito porque era extranjero). El racismo (al igual que el sexismo, la homofobia y otras injusticias sociales) tiene su origen en este mecanismo.

IRA

En cuanto un tema se convierte en algo visceral para nosotros, funcionamos en "modo tonto". Tendemos a dar importancia a aquello que podemos visualizar fácilmente y no dedicamos ningún interés a lo que no tiene consistencia subjetiva. El psicólogo Nico Fridja denomina a este principio "ley de la realidad aparente": una foto de un niño angustiado por la guerra o demacrado por el hambre influye más en nuestra toma de decisiones acerca de las donaciones que las noticias de miles de muertos.
Pero esta forma de pensamiento visceral es muy proclive al error. En cuanto una imagen negativa acerca de una determinada persona o colectivo se implanta en nuestro cerebro, usaremos siempre el "modo tonto" a la hora de pensar sobre este individuo o grupo. Y lo peor: lo haremos creyendo que estamos siendo muy inteligentes.

LA NECESIDAD DE SER TONTOS EN OCASIONES
Arthur C. Clarke decía que "Aún tiene que probarse que la inteligencia tenga algún valor para la supervivencia". Bernard Shaw nos advertía que "La osadía de los tontos es ilimitada y su capacidad para arrastrar a las masas, insuperable". Y Noel Clarasó advertía: "Ningún tonto se queja de serlo, así que no les debe ir tan mal".
En ciertas ocasiones, funcionar en "modo tonto" es útil por una cuestión de economía mental. Si cada vez que andamos, vamos al servicio o nos sentamos en una silla análizaramos las posibles alternativas, buscáramos datos a favor de una u otra y las sopesáramos sosegadamente, nuestra vida se colapsaría.
En otros casos, el "modo conmutador" sabe que es mejor adaptarse a la visión de los demás y no cuestionar a los que nos rodean. En esas ocasiones, nos ponemos en "modo tonto", siguiendo el consejo dado hace dos mil años por el poeta latino Horacio: "A tu prudencia añádele un poco de idiotez: en algunos momentos es mejor hacerse el idiota".

Pero también, como nos recuerda el psicólogo Gerd Gigerenzer, existen ocasiones en que no podemos poner en marcha el "modo listo". Un ejemplo: las decisiones emocionales. Solemos decidir si dejamos o no a nuestra pareja por una canción que hemos escuchado o por un recuerdo que nos ha asaltado. No podemos barajar todas las opciones (¿cómo fabricar un algoritmo que integre las miles de posibilidades de nuestro futuro tras la decisión?) ni recopilar datos objetivos (solo disponemos de las sensaciones subjetivas). Y es mejor resolver por intuición en "modo tonto" que paralizarnos vitalmente.


divendres, 27 de setembre del 2013

Las nuevas vidas del erotismo. Xavier Guix. El País.

En los últimos tiempos experimentamos la sensación de que la vida sube unos cuantos grados
Libros superventas, revistas, películas, toda una industria del erotismo resurge para retratar viejas pulsiones
La aparición de un libro como 50 sombras de Grey ha puesto relato y acción a lo que solemos llamar fantasías ocultas, aunque de paso ha evidenciado que existe una sensibilidad muy despierta a la vida erotizada, a la “mente porno”, a la entronización del sexo como mero divertimento o como un ansiolítico eficaz ante tanta tristeza. La sociedad se está recalentando a base de convertir la carnalidad y sus posibilidades en objeto de deseo, de placer, de fin en sí misma.
Aunque seguimos realizando conductas atávicas disfrazadas de modernidad, la manera de hacerlo más abierta, despreocupada de prejuicios, más desvergonzada y transgresora, no está exenta de sus luces y sus sombras. Lo que importa ahora no es el juicio moral sobre una conducta erótica, sino retratarla, relatarla e incluso convertirla en debate televisivo. Algo está cambiando: lo privado parece hacerse público, y lo público, privado.

“El erotismo empieza allí donde acaba el animal” (Georges Bataille)
Tener una adscripción religiosa o política se mantiene hoy en lo oculto, en lo que se dice con la boca pequeña, mientras que conductas sexuales se exhiben públicamente, como vimos, por ejemplo, en los últimos sanfermines. Menudo revuelo aquella muestra de testosterona empapada en calimocho. Desbocar ante los demás nuestras hormonas empieza a convertirse en un rito más de nuestra cultura. Antes se hablaba de “vicios privados y públicas virtudes”. Hoy, esa misma incongruencia ha cambiado las tornas: los vicios se practican en público (añadamos también la corrupción) y las virtudes se suponen de puertas adentro. Quizá merezca la pena una observación sobre los límites y confusiones de nuestros estados pulsionales.
Aunque pueda parecer que hablamos de lo mismo, lo cierto es que entre el sexo y el erotismo se esconde el deseo más que el placer. La sexualidad atribuye su mayor función a la reproducción, mientras que lo erótico se destina al incremento y la sostenibilidad del deseo. ¿Para qué tanta escenografía si todo se limitara a un orgasmo? Nos gusta disfrutar del deseo, del que sentimos y del que provocamos. Es un juego, al menos entre dos, del que importa más el proceso que el resultado final. El erotismo, pues, es cultural.
¿A qué jugamos hoy?. A los gerundios ingleses: dogging, encuentros acordados entre desconocidos en un bosque o un parque; el pegging, penetración por parte de la mujer a su pareja; el bluetoothing, activar el bluetooth del móvil y establecer contacto con otros para tener un encuentro sexual; el petting o estimulación a través de besos, abrazos y roces sin llegar a la penetración, o el sexting, mandar mensajes de texto y fotografías eróticas a través del móvil. Lo privado se hace cada vez más público y en público.
Las prácticas más atrevidas, el erotismo más elaborado y las perversiones más ocultas parecían terreno de los profesionales de la pornografía, que tenían como única función la excitación inmediata del voyeur. Sin embargo, hoy los protagonistas pueden ser nuestros vecinos. Hoy se prefiere más experimentar que ver en los otros. Y puestos a hacerlo, los límites de una mente porno son insaciables. Aquello que antes era vicio y sordidez, se ha convertido ahora en divertimento, en moda y en el suculento negocio del deseo.
Ocurre algo paradójico con el deseo. Sartre lo expresó sabiamente: “El placer es la muerte y el fracaso del deseo”. Todo deseo alimentado por la fascinación erótica está condenado a morir en el mismo instante en que logra su fin. Se entiende así que toda la industria dedicada al erotismo, toda inversión en imaginar escenarios placenteros, con sus costes añadidos, acabará en el vacío de la saciedad. Y a veces dura apenas un instante, un suspiro.

“No deseamos las cosas porque son buenas, sino que son buenas porque las deseamos" (Spinoza)
Cabe preguntarse: ¿hasta qué punto estamos dispuestos a invertir tiempo, energía y creatividad en el placer?, ¿qué espacio ocupa en nuestra existencia?, ¿qué lo motiva, cuál su propósito?, ¿qué calidad tiene?, ¿qué falta está llenando ese placer?, ¿se ha convertido en un fin en sí mismo? Lo erótico puede ser motivo de encuentro y también causa de adicción. ¿Cómo apreciar la diferencia?
En el sexo ocurre algo inquietante: el otro, ese sujeto al que amamos, lo convertimos en objeto de nuestro placer. Por mucho que veamos su alma, necesitamos de su cuerpo para satisfacernos. Cuando no hay confusión, ese tránsito entre el sujeto y la objetivización del cuerpo cumple un propósito mayor, que es el goce compartido.
Sin embargo, algunas personas quedan atrapadas en la eterna disposición del cuerpo del otro. No se relacionan con un ser humano, sino con un órgano que les produce placer, con un instrumento corpóreo, con un erotismo que se convierte en un todo, para luego desechar al sujeto porque se ha convertido en una nada. Menuda deshumanización y menuda visión del placer: apropiarse del otro como una cosa.
La solución, empero, no es condenar el sexo. Tampoco acercarse a él angelical o demoniacamente. A menudo es difícil evaluar cuánto hay de naturaleza y cuánto de cultura en nuestras prácticas sexuales. No obstante, hay condiciones a tener en cuenta además del consentimiento mutuo. Lo privado, por ejemplo, se apareja muchas veces con lo íntimo. Mal andará una sociedad cuando necesita airear lo íntimo para satisfacerse.

“Cuando la mente empieza a anhelar, aparece inevitablemente el sufrimiento" (Buda)
Podemos disfrutar del desear sin convertir al otro en mero objeto. Y en eso, uno debe aprender a respetarse, a hacerse digno a la hora de disponer de su corporalidad. Hay que evitar esa sensación de mercadeo de carnes. Un cuerpo no deja de ser el templo que nos sostiene.
Hay algo en el placer que debemos saber: su carácter efímero e insustancial. Quizá por ello pretendemos que perdure, que sea extático. Y por ello repetimos una y mil veces. El deseo es un maestro: cuando nos entregamos a él sin culpabilidad, vergüenza o apego, puede mostrarnos algo especial acerca de nuestra propia mente que nos permitirá abrazar la vida por completo. Es ascender por la belleza de las formas hacia la belleza sin formas que se identifica con la verdad y el bien. Por eso los caminos tántricos están tan de moda. Buscamos trascender a través del cuerpo. El resto es mero polvo.

HABLEMOS DE SEXO
Libros
‘El deseo esencial’, de Xavier Melloni. Sal Terrae.

‘Abiertos al deseo’, de Mark Epstein. Neo-Person.
‘Ni el sexo ni la muerte’, de André Comte-Sponville. Paidós.

Película

‘No mires para abajo’, de Eliseo Subiela (Argentina, 2008).