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dilluns, 30 de juny del 2014

¿Elogios y favores? Sí... pero con moderación. Pilar Jericó.

A quién aprecias más, ¿a quién te valora de manera positiva o a quién te hace críticas? A simple vista muchos diríamos que a quien nos valora positivamente, sin embargo, existen elogios que nos hacen sospechar intereses ocultos. Así pues, la respuesta no es tan sencilla, ya que el elogio no solo depende de quién nos lo hace, sino también del contexto que le rodea. Por norma, todos preferimos ser elogiados a criticados pero la crítica también la valoramos… siempre que no sea contra nosotros, como ha demostrado Teresa Amabile, de la Universidad de Harvard. Amabile pidió a estudiantes universitarios que leyeran dos críticas de novelas, aparecidas en The New York Times, similares en estilo y calidad, pero diferentes en el juicio. Una era muy favorable y la otra, muy negativa. Los estudiantes consideraron a la persona que hizo la crítica desfavorable menos agradable, pero al mismo tiempo, más inteligente, competente y experta en la materia. A pesar de lo negativo de su juicio, sentían más admiración hacia ella… ¡porque no eran ellos los valorados! Por ello, la crítica no solo no es mala, sino que bien realizada la reconocemos como positiva. El problema surge cuando es contra nosotros, que pensamos que resulta poco inteligente. Y si no, pensemos en nuestra propia experiencia.
Los elogios, además, son un arma de doble filo. Solo nos sentiremos agradecidos, si los vivimos como un gesto sincero por parte de quien los transmite. Cuando una persona nos hace ver lo buenísimos que somos cayendo en el exceso, se pueden despertar nuestras alarmas y pensar que detrás de tanta felicitación, existen palabras no tan sinceras. El psicólogo norteamericano Edward Ellsworth Jones llevó a cabo diversas investigaciones para ver estos efectos. Junto con sus alumnos se apoyó en un cómplice que asumía el papel de entrevistador de diferentes personas, a quienes después les hacía saber su valoración. Las evaluaciones estaban preparadas con anterioridad y unas personas recibían una evaluación positiva, otras negativa y otras neutral. Después se procedía a hacer lo mismo pero añadiendo un matiz: el entrevistador tenía el interés de conseguir personas para una investigación y pedía la colaboración de los entrevistados. Los resultados fueron claros, las personas evaluadas preferían siempre al entrevistador que les valoraba de manera positiva, pero la simpatía hacía él se reducía significativamente en los casos en los que sabían que había un interés propio, ya que se sentían adulados de manera engañosa. Así pues, a modo de resumen podemos decir, mucho elogio + interés de fondo = se activan nuestras alarmas.
Los favores funcionan de manera similar a los elogios. De hecho, la investigación muestra que una buena manera de conseguir mejorar la relación con alguien es logrando que nos haga un favor. Nos gustan más las personas que nos hacen favores, incluso en aquellos casos en los que nos hacen el favor de manera no intencionada. Albert y Bernice Lott, de la Universidad de Rhode Island, lo demostraron en un experimento con niños pequeños. Los niños eran divididos en tres grupos y el objetivo de cada grupo era elegir caminos sobre un tablero para llegar hasta el final. El grupo que elegía el camino correcto, ganaba el juego. Los niños iban en fila cruzando un campo de minas imaginario y si el que iba el primero escogía el camino equivocado era eliminado, así que el siguiente pasaba a elegir otro camino diferente. Los resultados mostraron que los niños que lograron cruzar el tablero y llegar hasta el final, mostraron mayor afecto por sus compañeros de equipo ya que creían que habían contribuido a lograr el objetivo. Lo curioso es que esa contribución no era intencionada y a pesar de ello, tenía un impacto positivo en la forma de considerar a los demás.
Similar a los elogios, apreciamos a las personas que nos hacen favores siempre que no nos hagan sentir en deuda, porque entonces nuestra libertad queda amenazada. ¿Cuántas veces has sentido que tienes que hacer un regalo a alguien porque anteriormente te regaló algo? Y ¿cuántas veces has querido no ser invitado a una fiesta para no tener que responder después con otra invitación? Está claro, no nos gusta sentirnos condicionados.
Jack Brehm y Ann Cole trataron de comprobarlo en una investigación en la que pidieron a estudiantes que participaran en un importante estudio en el que tenían que evaluar a otra persona. Obviamente no era el fin del estudio, sino estudiar su propio comportamiento. Mientras que esperaban a que empezara el experimento junto a otra persona (cómplice de los investigadores), el cómplice salía de la sala y en unos casos volvía y se sentaba sin hacer nada más, y en otros volvía con una bebida que daba a la persona. Después de esto se pedía a las personas que ayudaran al cómplice a hacer una tarea. Lo que vieron fue que quienes no habían recibido la bebida estaban más dispuestos a ayudar que quienes la habían recibido, ya que estos últimos se sentían más “obligados” a implicarse en la tarea.
En definitiva, algo que de entrada es positivo, como un elogio o un favor, se puede convertir en un arma de doble filo si percibimos otros factores de fondo. Así pues, una vez más, para conseguir impacto en nuestras actuaciones, necesitamos ser muy sinceros con nosotros mismos y con los demás… y saber que el resto también puede captar nuestras intenciones.


Referencias
  • Amabile, T. (1983). “Brilliant but cruel: Perceptions of negative evaluators”. Journal of Experimental Social Psychology.
  • Jones, E.E. (1964). Ingratiation. New York: Appleton Century Crofts
  • Lott, B. & Lott, A. (1960). “The formation of positive attitudes toward group members”. Journal of Abnormal and Social Psychology.
  • Brehm, J. & Cole, A. (1966). “Effect of a favor which reduces freedom”. Journal of Personality and Social Psychology.



diumenge, 29 de juny del 2014

Cómo gastar tu dinero para ser más feliz. Pilar Jericó.

“El dinero no da la felicidad pero ayuda” dice el refranero español y ha validado el premio Nobel de Economía y psicólogo Daniel Kahneman. Este profesor de la Universidad de Princeton ha demostrado que disfrutamos de un mayor bienestar y de más emociones positivas cuando disponemos de unos ingresos que cubran nuestras necesidades con holgura. Ahora bien, llegado a un cierto nivel económico ganar más dinero no reporta más felicidad. Podemos mejorar nuestra satisfacción vital, pero existen otros factores en la balanza de la felicidad que tienen más peso que nuestra cuenta corriente. Sin embargo, ¿por qué asociamos felicidad a dinero por encima de un umbral mínimo? En este Laboratorio hemos hablado alguna vez de ello, pero podemos añadir la explicación que nos ofrece este economista-psicólogo: la felicidad es difícilmente medible y buscamos otra serie de indicadores objetivos como referencia, véase, por ejemplo, nuestros ingresos. Utilizando dicha medida, creemos que ganar más dinero nos aporta más felicidad, pero no es cierto. Existe un error en el sistema.
Ahora bien, ¿cómo podemos utilizar nuestro dinero para ser más felices? Michael I. Norton, profesor de la Harvard Business School, propone que una forma de hacerlo es invirtiéndolo en los demás en lugar de en uno mismo. Según su teoría, los comportamientos altruistas benefician a la sociedad y a uno mismo como se demostró en un experimento. Les entregaron a un grupo de participantes un sobre con dinero. Los del grupo A tenían que invertirlo en ellos mismos y los del grupo B tenían que gastarlo en otros. Al final del día los investigadores preguntaron a ambos grupos por la experiencia, para comparar cómo se sentían antes y después del experimento. Aquellos que habían dedicado todo el día a comprar cosas para otras personas se sentían más felices que antes de iniciar la jornada, sin embargo, aquellos que habían destinado el tiempo a invertir en sí mismos apenas se percibía ningún cambio.
Una matización importante: para sentirnos mejor con nosotros mismos no necesitamos comprar algo llamativo o caro. El mero hecho de compartir es lo que nos reporta felicidad sin importar tanto qué es lo que compartimos. Y junto con el hecho de compartir, el contacto social nos ayuda a sentirnos más felices. Podemos pensar que vivimos en una sociedad individualista y egoísta, sin embargo, estas investigaciones demuestran que estamos diseñados para compartir. Si no, pensemos en las redes sociales y en el dolor que a veces nos supone el hecho de que nos excluyan de algún grupo…
Si tuviéramos que definir las claves para gastar nuestro dinero y sentirnos felices, podríamos acudir al estudio de Elizabeth W. Dunn, Daniel T. Gilbert y Timothy D. Wilson, quienes proponen las siguientes ideas:
  • Comprar experiencias en vez de cosas materiales: las experiencias generan una huella en nuestra memoria por lo que cada vez que las recordemos podemos disfrutar de lo felices que fuimos.
  • Invertir en los demás en lugar de en nosotros mismos: como hemos señalado anteriormente esto nos ayuda a reforzar nuestras relaciones sociales e impacta en nuestras emociones.
  • Comprar varios pequeños placeres en lugar de uno muy grande: para la mayoría de nosotros es más fácil conseguir pequeñas cosas con las que sentirnos bien que hacer una gran inversión que conlleve un esfuerzo tanto en tiempo como en dinero.
  • Pagarlo ahora para consumirlo más tarde: retrasar el consumo supone que anticipemos la felicidad que sentiremos al disfrutar de aquello que hayamos comprado. Pensar en el acontecimiento futuro provoca emociones más fuertes que recordarlo. Pensemos en cómo nos sentimos ante la llegada de las vacaciones, el reencuentro con alguien a quien queremos… Antes de vivirlo saboreamos la experiencia de manera más intensa.

En resumen, el dinero en sí mismo no es la fuente de la felicidad, lo que nos ayuda a sentirnos mejor con nosotros mismos es decidir de un modo consciente cómo lo invertimos para generar más emociones positivas.

Referencias
  • Dunn, E., Gilbert, D. & Wilson, T. (2011) If money doesn’t make you happy then you probably aren't spending it right. Journal of Consumer Psychology.
  • Kahneman, D. & Deaton, A. (2010) High income improves evaluation of life but not emotional well-being. Proceedings of the National Academy of Sciences.





dissabte, 28 de juny del 2014

DISCREPAR SIN CREAR CONFLICTOS - Ferran Ramon-Cortés, El País 15/05/11

Ya sabeis muchos de vosotros/as que me gusta hablar, hablar por los codos, y polemizar, dialogar. Y siempre me he preguntado si lo hago desde la posición de entender al contertulio, escuchar, que no oir, al que tengo delante. A veces me encierro en la idea y no soy capaz de escuchar o intentar entender los argumentos de la otra persona. Cada vez me pasa menos, intento ponerme en su lugar, dejar el espacio para que sus ideas puedan llegarme y si no las comparto al menos entenderlas, ponerme en la situación de la otra persona. No involucarme emocionalmente. 


Si nos encerramos en nuestra opinión y solo pensamos en como rebatir no dejamos espacio para que lo que nos está comunicando el otro/a el cerebro no deja paso a las opiniones, no escucha ni siquiera oye.  


El intentar escuchar, dejar ese sitio, ha hecho que me abra más, que aprenda, que vea que, a veces, son las creencias, mis enroques lo que hacían que no me abriera a entender. Puedo no estar de acuerdo pero entiendo los argumentos del oro/a. Y al abrirme he visto que crezco, que cada persona tiene el derecho a expresar lo que siente, lo podré compartir o no, pero todo el mundo tiene el derecho a ser escuchado, que no oido.... y al escuchar siempre se aprende y se crece y se desmontan creencias y falsos conceptos o etiquetas.


Os dejo un artículo aparecido hoy en el País que habla del tema, muy ilustrativo.


"Es mejor debatir una cuestión sin llegar a resolverla, que resolver una cuestión sin debatirla"
En los grupos, la discusión ayuda al crecimiento. Sin embargo, mal gestionada puede derivar en conflictos entre las personas. ¿Cómo podemos discrepar sin enfrentarnos?
Participé recientemente en una reunión estratégica de una importante organización. Fue una sesión larga, donde el consejero delegado expuso las líneas maestras de gestión de los próximos dos años, y presentó diversos proyectos. Éramos 14 personas en la sala. Estábamos convocados con el objetivo de dar nuestro parecer a las propuestas que se nos presentaban. Yo era la primera vez que participaba en la reunión, así que opté por la discreción. Pero es que nadie dijo nada: ni un comentario, ni una discrepancia, ni la más mínima objeción. Podría ser porque todos estuvieran de acuerdo, pero no es lo que sus caras me transmitían. En el almuerzo posterior a la reunión, comenté este hecho con uno de los veteranos asistentes, y su respuesta fue elocuente: "Aquí, para tener paz, nos regimos por el artículo 22: el jefe siempre tiene razón...".

EL VALOR DE LA DISCREPANCIA
"Si en una reunión estáis los diez de acuerdo en todo, probablemente sobran nueve" (James Hunter)
En muchas organizaciones, en muchos grupos humanos y también en muchas relaciones, la discrepancia no solo no es bienvenida, sino que es temida. Se vive como un factor de potencial desestabilizador del grupo o de la relación, y se evita siempre que se puede. Sin embargo, la discrepancia en un grupo de trabajo o en una relación no solo no es peligrosa o dañina sino que es de gran ayuda y debería ser siempre deseable. Solo a través de la discrepancia las personas somos capaces de cuestionarnos las cosas, explorar nuevos caminos y buscar nuevas soluciones a viejos problemas. La discrepancia ayuda a los grupos a que crezcan intelectualmente y desarrollen su inteligencia colectiva, una inteligencia que poco tiene que ver con el coeficiente intelectual individual de los miembros del grupo, y mucho tiene que ver con los intercambios comunicativos entre sus miembros.
Ni en el contexto de un grupo, ni en el de ninguna relación deberíamos aspirar al acuerdo permanente, porque ello significaría renunciar automáticamente al crecimiento que nos aportan las diferentes maneras de afrontar una decisión o un problema.
Y si la discrepancia es positiva, ¿por qué tantas veces la tememos o la evitamos? Probablemente ello se debe a que demasiadas veces, lo que empezó como una legítima discrepancia acaba en una violenta discusión sin saber muy bien por qué. Lo que en realidad tememos no es la discrepancia, es el conflicto.

DISCREPANCIAS QUE DERIVAN EN DISCUSIONES
"En toda discusión no es una tesis lo que se defiende, sino a uno mismo" (Paul Valéry)
Caemos en la discusión no porque estemos en desacuerdo sobre algo, sino porque reaccionamos emocionalmente a lo que el otro ha dicho. La explicación al hecho de convertir una conversación en discusión la encontramos en el cómo decimos las cosas, más que en el qué decimos.
Podemos estar en desacuerdo sobre un tema, y podemos discrepar abiertamente sobre él sin que entremos en conflicto, pero para que esto suceda, hay una delgada línea roja que no debemos cruzar, y que es el juicio personal. En el momento en que la otra persona se sienta juzgada, y por extensión atacada, el conflicto está servido.
Muchas veces traspasamos esta línea roja de forma inconsciente. Pero la cruzamos. Imaginemos que alguien nos presenta una propuesta y no nos gusta. Es muy distinto decir algo como "la idea no me ha levantado de la silla", a soltar que "se nota que no te lo has currado". En el primer caso hablo de mí y de la impresión que me ha causado la propuesta, mientras que en el segundo caso juzgo al otro, sin ni siquiera saber si mi juicio es cierto, con un riesgo de que se sienta atacado. Lo mismo ocurrirá en el terreno personal de las relaciones. Si alguien me levanta la voz será distinto decirle "la forma en que me hablas me duele" que optar por un juicio como "eres un histérico".
Así pues la clave está en el impacto emocional de nuestras palabras, no en su contenido. No es el desacuerdo lo que nos hace discutir. Es el sentirnos ofendidos, atacados, menospreciados, o cualquier otro sentimiento que se desprenda de la manera en que nos hablan.

BUSCANDO LA "PAX ROMANA"
"La única forma de salir ganando de una discusión es evitándola" (Dale Carnegie)
Esta afirmación es sin duda cierta, pero no por ello siempre deseable. Porque aunque debemos evitar siempre que podamos el conflicto, no debemos renunciar, por evitarlo, a hablar y confrontar las cosas cuando tenemos discrepancias.
Hay organizaciones, y sobre todo hay relaciones, que huyen sistemáticamente de toda discrepancia, instalándose en una ficticia pax romana que crea una ilusión de permanente bienestar. Pero las organizaciones (y las relaciones) que optan por este camino, se estancan y acaban muriendo de inanición. En primer lugar, porque renunciando a contrastar opiniones e ideas se renuncia también al crecimiento. Y en segundo lugar, porque esta pax romana no es natural, y la organización (o relación) se acaba asentando en una asfixiante hipocresía que es claramente desmotivante.
El debate de ideas es el motor de crecimiento personal y organizativo. Y renunciar a él para evitar los conflictos es firmar la sentencia de muerte de la empresa o la relación. Como afirmó Joseph Joubert, "es mejor debatir una cuestión sin resolverla, que resolver una cuestión sin debatirla".
Adicionalmente hay que tener en cuenta que la ficticia pax romana, cuando se rompe, lo hace de forma agresiva y descontrolada, pues salen a la luz sentimientos escondidos y reprimidos durante tiempo. Hay un efecto péndulo, y pasamos en un instante de la paz a la guerra, sin un punto intermedio.

VOLVER A RETOMAR EL CAMINO
"No porque hayas hecho enmudecer a una persona la has convencido" (Joseph Morley)
El conflicto en una discusión proviene siempre de una reacción emocional. Así pues, si hemos caído en él, y queremos solucionarlo, debemos resolver las emociones.
En lugar de enzarzarnos en interminables defensas de nuestros argumentos, busquemos qué nos ha separado en el terreno emocional, e intentemos superarlo. Lo podremos hacer si somos capaces de expresar estas emociones. No es un diálogo fácil. Requiere que se lleve a término en serenidad, no en pleno fragor de la batalla. Requiere muchas veces también una preparación previa: avisar al otro que queremos tener este tipo de conversación, para que venga emocionalmente preparado y no ponga por delante todos sus mecanismos de defensa.
Y hemos de saber que no siempre lo podemos lograr. Dos no se entienden si uno no quiere. Pero es bueno tener la iniciativa, y probarlo, porque la mayoría de nosotros sí queremos entendernos con los demás.

divendres, 27 de juny del 2014

¿Por qué seguimos perdiendo las llaves?. El País.

Los genes, la vida frenética y el exceso de información tienen la culpa de que cada vez sea más difícil recordar dónde colocó la cartera, el móvil o las gafas de sol.
La desmemoria está afectando a gente cada vez más joven, como resultado de las múltiples ocupaciones. 
Móviles, llaves y carteras, pero también dentaduras, tablas de surf o sillas de ruedas. Basta con echar un vistazo a las oficinas de objetos perdidos para descubrir el carácter frágil de la memoria humana. Pero esto es solo lo que perdemos fuera de casa. ¿Y aquellos objetos cotidianos que extraviamos en nuestro propio hogar o lugar de trabajo? No se desesperen: pasa en las mejores familias y tiene una explicación.
Según algunas investigaciones al respecto, este olvidadizo y extendido hábito es común independientemente de la edad y nada tiene que ver en su forma habitual con enfermedades relacionadas con la memoria. De media, una persona extravía hasta nueve artículos al día y gasta unos 15 minutos diarios en encontrarlos, inciden esos estudios. Gran parte de la culpa de estos lapsos de memoria reside en nuestra herencia genética; a lo que habría que sumar el estrés, la fatiga, la multitarea y, en los casos particularmente graves, enfermedades como la depresión o los trastornos de déficit de atención.
 “Es la ruptura en la interfaz de la atención y la memoria”, explica el profesor de Psicología de la Universidad de Harvard y autor de Los siete pecados de la memoria Daniel L. Schacter. Y ¿qué significa esto? Pues básicamente una falla entre el momento en el que dejamos el objeto en un lugar y no somos capaces de activar nuestra memoria y codificar lo que estamos haciendo y el momento en que intentamos recuperar esa memoria. Cuando ponemos las gafas de sol en la entrada, nuestro hipocampo toma una suerte de instantánea o imagen de ese momento que después nos sirve como recordatorio o post it mental. Es importante prestar atención a esas acciones para poder codificarlas. Si no recuperamos el momento, habremos perdido el objeto. ¿Y qué puede contribuir al fracaso de la memoria? Pues, por ejemplo, un cambio en el estado de ánimo entre el momento de codificación y el de recuperación, según Kenneth Norman, profesor de Psicología de la Universidad de Princenton. Una escena familiar: Llega a casa hambriento, suelta las llaves o las gafas y cuando va a buscarlas, ya saciado, no tiene ni idea de dónde las dejó. Un consejo: intente rememorar la voracidad de horas atrás.
De acuerdo con un estudio realizado en la Universidad de Bonn (Alemania), la mayoría de las personas olvidadizas presenta una variación en el gen receptor de dopamina D2 (DRD2) que las hace más propensas a los fallos de memoria. “El despiste es bastante común”, asegura Sebastian Markett, autor principal del estudio e investigador en Psicología de la Neurociencia, quien matiza que alrededor de la mitad de los motivos del olvido observados en el estudio estaban relacionados con causas genéticas.
La enfermedad de la vida ocupada
Hasta aquí la genética y el funcionamiento de nuestro cerebro, pero también estos lapsos de memoria tienen que ver con nuestro estilo de vida moderno. Y, parece ser, que cada vez son más normales entre la gente joven. Investigadores del CPS Research de Glasgow (Escocia), que han llamado a este tipo de desmemoria “síndrome de la vida ocupada” y que en el mundo científico se conoce como "trastorno de discapacidad cognitiva subjetiva" (SCI), constataron que cada vez somos más olvidadizos por nuestro estilo de vida frenético y la sobrecarga de información. “La desmemoria es un proceso normal de la vejez, pero tenemos evidencia anecdótica que sugiere que está ahora afectando a gente cada vez más joven como resultado de múltiples ocupaciones en el hogar o el trabajo y por el exceso de información proveniente de los varios medios de comunicación que consumimos hoy en día", explicaba el doctor Alan Wade.
El primer paso, y más evidente, para solucionar el problema pasa por encontrar un lugar para cada objeto, que además tenga algo de sentido para nosotros. Poner las llaves siempre en el colgador tras la puerta, las gafas de leer en la mesita de de noche o el cargador del móvil en el cajón del salón, es una ayuda.
Otra técnica, apunta Marcos McDaniel, profesor de Psicología de la Universidad de Washington en St. Louis y coautor del libro Fitness Memory: Una guía para el envejecimiento exitoso, es pensar e incluso decir en voz alta la acción que estamos haciendo. Repita en voz alta: “Voy a poner la cartera en la cómoda”. También sirve visualizar la acción que queremos hacer en un futuro cercano. Imagine los tomates, la lechuga y el pollo antes de plantarse en el supermercado.
Michael Solomon nos da una docena consejos en su web, así como en el libro How to Find Lost Objects (¿Cómo encontrar objetos perdidos?). Antes de buscar, primero ha de tener una idea sobre dónde hacerlo; si no está ahí el objeto, deshaga sus pasos, piense en lugares con tendencia a camuflar (¿tras el cojín del sofá?) y siempre mire exhaustivamente, con un orden y no al azar, y piense en ese pequeño radio de 18 pulgadas (45 cm.) por el que vagan los objetos una vez depositados (la zona eureka).
Una última pista de regalo: existe un gadget llamado Tile que, una vez adherido al objeto de marras, nos permite poder localizarlo a través de una aplicación de smartphone y en un radio de alcance de hasta 30 metros. Eso sí: cuidado con traspapelar el iPhone.


dijous, 26 de juny del 2014

Rituales cotidianos. Cristina Sáez. La Vanguardia.

Desde los que se levantaban al alba y trabajan sin interrupciones hasta la hora de almorzar, hasta los que necesitan practicar ejercicio para ser más creativos, pasando por quienes necesitan grandes dosis de cafeína y azúcar. Todos los trucos, hábitos y rutinas de los artistas.
Si pudiéramos colarnos en un día cualquiera de alguna de las mentes más brillantes de los últimos 400 años, veríamos que no hacen nada demasiado distinto a lo que solemos hacer nosotros. Descubriríamos que tenemos mucho en común con Joan Miró, Charles Darwin, Beethoven o Alice Munro. Que ellos también madrugan –y mucho–; que se toman una taza de café o de té antes de comenzar el día; que se dan una ducha para despertarse; que intentan seguir un horario. Que tienen largas jornadas laborales. Que intentan combinárselo con la familia.
Todos, de una forma u otra, buscan maneras de organizarse, de poner cierto orden en las 24 horas del día que les ayude a aprovechar una serie de recursos limitados como el tiempo, la fuerza de voluntad, la disciplina, el optimismo, la creatividad. Como intentamos hacer el resto de mortales, vaya, algunos con más éxito que otros.
Henri Matisse, por ejemplo, pintaba todos los días, sin excepción, por lo que incluso tenía que engañar a sus modelos para que posaran para él. “No comprenden que no puedo sacrificar mis domingos por ellas sólo porque tengan novio”, decía. Creía en la disciplina, la misma que observaba Ingmar Bergman, el cineasta sueco, para escribir los guiones de sus películas. “¿Sabe usted lo que es hacer cine? Ocho horas de duro trabajo cada día para obtener tres minutos de película”, relataba en una entrevista concedida en 1964.
“Una rutina sólida genera un entorno trillado para nuestras energías mentales y nos ayuda a conjurar la tiranía de los estados de ánimo. Creando buenos hábitos podemos liberar a nuestras mentes para pasar a campos de acción de verdad interesantes”, recoge Mason Currey en el libro Rituales cotidianos. Cómo trabajan los artistas (Turner Noema, 2014), un compendio de las rutinas, tics, rarezas y manías de más de 160 escritores, pintores, compositores o científicos.
“Las rutinas son necesarias y todos las tenemos aunque no nos percatemos –indica Llúcia Viloca, psiquiatra psicoanalista miembro de la Sociedad Española de Psicoanálisis–. Los artistas y las personas con trabajos muy creativos antes de ponerse a crear pasan por un momento de vacío, el de enfrentarse a la página en blanco y eso les resulta muy angustiante. Necesitan cogerse a alguna cosa constante e invariable que les dé seguridad, que funcione como eje vertebrador para a partir de aquí poder crear”. Y esos son los rituales cotidianos. Echarle un vistazo a los que siguen o han seguido muchas mentes brillantes puede darnos, tal vez, algunas pistas para ser más productivos o, quién sabe, acercarnos aunque sea un ápice a su genialidad.

La importancia de una rutina
Muchos de los rituales o conductas que seguimos tienen la función de preparar al cerebro para la tarea que va a abordar. Por ejemplo, por la mañana en general todos tenemos las mismas costumbres: nos quitamos el pijama, nos duchamos, nos tomamos un café, desayunamos; con algunas diferencias, de acuerdo, pero seguimos un mismo patrón que nos predispone para ir a trabajar.
“Esos rituales tienen la función de establecer cortes temporales –señala Eparquio Delgado, psicólogo clínico y director del Centro Psicológico Rayuela (Tenerife)–. Nos preparan, nos condicionan. Somos animales de rutinas y necesitamos regularidad para sentir que, de alguna manera, controlamos nuestra vida y eso nos reduce la ansiedad asociada a la incertidumbre”. La necesidad de tener una rutina es inherente al ser humano y, además, puede resultar muy ventajosa al liberarnos de tener que enfrentarnos a las mismas decisiones cada día: “¿Me levanto? ¿Me ducho? ¿Desayuno? ¿Voy a trabajar? ¿Qué horario haré hoy?“ Y eso abre la puerta a la imaginación, a la creatividad, al pensamiento abstracto. Dejar algunos aspectos de nuestra vida diaria al automatismo evita que malgastemos recursos.
Tal vez por eso la mayoría de mentes brillantes, establecen y siguen una rutina bastante estricta. Vladimir Nabokov, el padre de la famosa adolescente Lolita, al final de su vida se instaló a vivir con su mujer en Montreux, en Suiza, y seguía a diario una marcada pauta: se despertaba a las 7 de la mañana y se quedaba un rato en la cama repasando mentalmente diversas cosas. A eso de las 8, finalmente se levantaba, se afeitaba, desayunaba, meditaba un rato y luego tomaba un baño. En ese estricto orden. A continuación se ponía a trabajar hasta la hora del almuerzo en su estudio, para antes de comer dar un paseo con su esposa. Almorzaban de 13h a 13.30h y Nabokov volvía a sentarse a su escritorio hasta las 18.30 h, sin pausa. A las 19 h cenaba, a las 21 h estaba de nuevo en la cama, donde leía hasta las 23.30 h y luchaba contra el insomnio hasta la 1.30 h.
La poetisa Sylvia Plath mantuvo un diario personal desde los 11 años hasta que se suicidó con 30 y en él relataba la lucha constante que mantenía para intentar establecer justamente una rutina para poder escribir. Sólo poco antes de morir lo consiguió: tomaba sedantes para dormir y cuando se le pasaba el efecto, hacia las cinco de la madrugada, se levantaba y escribía hasta que sus hijos se despertaban. De esta forma, en sólo dos meses en 1962 consiguió producir casi todos los poemas incluidos en Ariel.

Aprender a ser flexible
No obstante, a pesar de que una rutina puede resultar muy beneficiosa para predisponer al cerebro a trabajar, cuando es muy estricta también puede bloquearnos. Es lo que le ocurría al dramaturgo inglés Charles Dickens, que era incapaz de crear en ausencia de ciertas férreas condiciones. Para empezar, necesitaba silencio absoluto, por lo que incluso en una de sus casas hubo que instalar una doble puerta en su estudio para bloquear cualquier sonido. Nadie lo podía interrumpir. Sus hijos y su mujer tenían prohibida la entrada mientras él trabajaba.
Los seres humanos aprendemos en contexto y el contexto condiciona la adquisición de conocimiento y la memoria. De la misma manera que resulta más sencillo que recordemos una receta de un pastel si estamos en la cocina, es más fácil que sintamos ganas de trabajar y estemos concentrados en nuestro ambiente laboral habitual. “En el caso de los niños comporta muchas ventajas acostumbrarlos a unas determinadas rutinas para que aprendan los hábitos de estudio paulatinamente. Ahora bien, una vez establecida la rutina, también conviene cambiar de contexto y enseñarle que pueden estudiar en otros sitios”, explica Helena Matute, catedrática de Psicología de la Universidad de Deusto.
Porque en ocasiones el contexto puede llegar a condicionarnos tanto que seamos incapaces de crear en otro ambiente, como le ocurría a Dickens. “A veces se restringe demasiado el lugar de estudio y luego llega el niño al examen y no se acuerda de nada. Nuestro conocimiento está ligado al contexto. De ahí que sea muy bueno fomentar rutinas, pero también aprender a ser flexible, para condicionar al cerebro a poder aprender y recordar en cualquier lugar. Si no, corremos el riesgo de bloquearnos”, añade Matute.

A quien madruga… parece ser que la inspiración le pilla trabajando.
A la mayoría de los personajes que se recogen en el libro Rituales cotidianos, además de seguir una rutina, no se les pegan las sábanas. Son “alondras”, como se denomina en ciencia a aquellas personas madrugadoras que son más eficientes por las mañanas, en contraposición a los “búhos”, que prefieren trabajar de noche.
“A veces solemos pensar que a ciertas horas rendimos mejor. Y puede que así sea, porque es cierto que cada uno tenemos un biorritmo o unas determinadas condiciones que nos hacen poder trabajar a unas horas, ocuparnos de la familia o que nos vinculan al horario laboral de la empresa que nos contrata. Pero también puede que no sea así, sino que simplemente durante dos o tres noches, por ejemplo, he trabajado porque tenía que acabar un artículo y he asociado que a esas horas escribo mejor”, señala el psicólogo clínico Eparquio Delgado.
Nos acostumbramos a trabajar, estudiar, pintar, componer a ciertas horas y esa costumbre se acaba convirtiendo en un estilo de vida, de tal manera que luego resulta costoso o extraño hacerlo fuera de esas horas pautadas. Federico Fellini afirmaba que no podía dormir más de tres horas seguidas. De hecho, cada día se levantaba a las seis de la mañana y tras perder cerca de una hora dando vueltas por la casa, abriendo ventanas y echando un vistazo a sus libros, salía a la calle y... ¡se disponía a llamar por teléfono! “Soy escrupuloso con respecto a quiénes puedo despertar antes de las 7 de la mañana sin que se enfaden”, aseguraba. Era un verdadero “alondra”, como Ernest Hemingway, que se ponía en pie con las primeras luces del alba. Para él esas horas del nuevo día eran muy importantes porque nadie –decía– le molestaba. El pintor Francis Bacon era de la misma opinión y por tarde que se hubiera ido a dormir, trabajaba desde el amanecer hasta el mediodía, sin parar, en un estudio completamente caótico, con las paredes manchadas de pintura y pilas de cosas tiradas por el suelo, como libros, pinceles, papeles e incluso trozos de muebles rotos.
En el extremo opuesto se sitúan los que prefieren trabajar mientras el resto duerme, como Henri de Toulouse-Lautrec, quien pintaba por las noches en burdeles y cabarets. O Gustave Flaubert, a quien Madame Bovary le provocaba bastantes quebraderos de cabeza por lo que se autoimpuso una disciplina estricta que lo ayudara a acabar la novela. Cada noche, cuando su madre, su sobrina y los otros inquilinos de la casa se habían ido a dormir, él comenzaba a escribir, encorvado sobre su mesa.

Mover las neuronas
Se sabe que el deporte es crucial para mantener el cerebro en buena forma y que ayuda a aprender más y mejor. Curiosamente, es también una constante en la mayoría de mentes brillantes. A parte de algunos excéntricos, como Chaikovski, que creía que tenía que caminar exactamente dos horas al día y que si lo hacía un minuto menos grandes infortunios caerían sobre él, muchos personajes –sobre todo compositores– han sentido la necesidad de dar largos paseos; Beethoven, Mahler, Erik Satie, eran caminadores natos. Por ejemplo Beethoven, tras almorzar, daba una larga y vigorosa caminata y solía llevar siempre un lápiz y una hoja de papel pautado en el bolsillo para poder registrar las ideas que tuviese en cualquier lugar.
El cineasta catalán Cesc Gay acostumbra a ir a jugar a tenis con el montador de sus películas antes de enfrentarse a su jornada laboral. Asegura que así, en movimiento, las ideas fluyen mucho mejor. Y el también catalán Joan Miró mantuvo toda su vida una rutina diaria inexorable en la que el deporte tenía un peso importante. Era su forma de intentar evitar volver a caer en una profunda depresión, como le pasó de adolescente. Por ello, cada día realizaba ejercicios intensos: boxeo, saltar a la comba y gimnasia sueca. También corría por la playa en Mont-roig, una aldea costera en la que su familia tenía una casa, y practicaba yoga.

Cafeína y un lugar propio.
Otra de las cosas que tienen en común las mentes brillantes con frecuencia es su pasión por todo tipo de sustancias adictivas. Sobre todo, café. Truman Capote, Marcel Proust, Patricia Highsmith no podían vivir sin él. Beethoven contaba uno a uno los granos que debía contener su taza, 60 exactamente. El filósofo Soren Kierkegaard tenía la manía de verter en una taza repleta de azúcar café negro, removía y entonces ingería la especie de brebaje con aspecto de barro resultante. Balzac llegaba a tomarse ¡hasta 50 tazas de esta bebida al día! , aunque, claro, murió a los 51 años de edad a causa de un ataque al corazón…
Existen numerosos estudios que aseguran que la cafeína resulta beneficiosa para concentrarnos. Que ayuda a centrar la atención y que es capaz de darnos un empujoncito para empezar a trabajar. Aunque a algunos, más que la cafeína, lo que parece ayudarles es el azúcar. El cineasta David Lynch durante muchos años acudió a la misma cafetería para tomarse un batido de chocolate y hasta siete tazas de café con azúcar, o más bien de azúcar con café. “Me ponía a mil y ¡se me ocurrían tantas ideas!”, recoge el libro Rituales cotidianos que Lynch explicaba respecto a aquella costumbre. En aquel entonces escribía guiones en servilletas, sin parar, allí mismo.
Además de cafeína, la mayoría de nosotros necesitamos tener un sitio en el que trabajar que sea fijo. ¿Se imaginan el estrés de cada día al llegar a la oficina sin contar con un lugar en el que trabajar? Es cierto que hay quienes no lo necesitan. Agatha Christie no lo tenía y escribía allí donde podía. Simplemente colocaba su máquina de escribir en una mesa, ya fuera la del comedor, un estudio, su habitación e incluso el baño, y ya. Y Jane Austen, autora de Orgullo y prejuicio, Sentido y sensibilidad o Mansfield park, solía sentarse en la sala de estar, con su madre al lado cosiendo. A menudo recibían visitas, por lo que solía usar retales de papel para escribir sus novelas y así, si la interrumpían, poder esconderlos rápidamente.
Pero en general, lo cierto es que todos necesitamos reconocer un cierto entorno laboral. Para Helena Matute, psicóloga experimental y catedrática de psicología de la Universidad de Deusto, a nuestro cerebro le viene muy bien que condicionemos una serie de hábitos de trabajo, porque una vez adquiridos los seguimos sin plantearnos otras opciones. Por ejemplo, si nos sentimos cómodos trabajando sentados en una determinada silla o postura, en una habitación concreta, si eso se repite cada día, simplemente al entrar en esa habitación ya se van a generar una serie de conductas y sensaciones que nos van a ayudar a ponernos a trabajar. Incluso la concentración puede venir sola si estamos en el contexto adecuado.
Es curioso como, al final, “las grandes visiones creativas se traducen en una suma de poquedades cotidianas”, escribe Mason Currey en su libro. Y los hábitos de trabajo influyen en la obra y al revés. Las rutinas, aquellos actos normales y corrientes que realizamos a diario, que acometemos en piloto automático, sin pensar, son también una elección, un mecanismo para enfrentarnos a la vida.
Escribía Kafka a su amada Felice Bauer en 1912: “El tiempo es corto, mis fuerzas son limitadas, la oficina es un horror, el apartamento es ruidoso, y cuando no es posible llevar una vida placentera y sencilla uno debe intentar escabullirse mediante sutiles maniobras”. Ojalá pudiéramos llevar una vida sencilla y llena de placeres, como la que ansiaba Kafka.
Sin embargo, la mayoría de mortales debemos enfrentarnos a diario a un camino cuesta arriba lleno de bloqueos creativos, de dudas, inseguridades, falta de motivación y de ganas. Tal vez esos rituales cotidianos de las mentes brillantes nos inspiren y puedan servirnos para allanar, aunque sea un poco, el camino.

Ruidos, baños, excéntricos, de pie
Aislarse no siempre es lo mejor. Existen estudios que apuntan que un cierto grado de ruido ambiente, como un leve zumbido, es preferible al silencio completo, para la creatividad y la productividad. ¿No les resulta curioso ver a gente con el ordenador en las cafeterías? Según una investigación llevada a cabo por las universidades de British Columbia y Virginia trabajar en un bar o café ayuda a mejorar la creatividad, puesto que el sonido ambiente resulta inspirador. Existe una web Coffitivity.com que ofrece ese leve zumbido de cafetería.

A algunas mentes brillantes el agua les resulta estimulante.
A Beethoven le gustaba situarse en paños menores en el baño y verter sobre sí grandes jarras de agua a la vez que cantaba escalas a todo pulmón. Iba de un lado a otro apuntando ideas mientras se rociaba con agua y más agua, tanta que se filtraba al vecino de abajo. A Woody Allen el agua también le ayuda. Primero se quita parte de la ropa, se come un bollo e intenta enfriarse para que le den aún más ganas de meterse bajo el chorro hirviendo. Y ahí se queda casi una hora, analizando ideas.
Algunas mentes brillantes son muy pero que muy peculiares, como Marcel Proust que no podía escribir si no era en su famosa habitación recubierta de corcho y sin haber tomado dos tazas de café fuerte con leche –aunque debía ser él quien mezclara ambos líquidos que la ama de llaves le servía en dos jarras distintas– y dos croissants de mantequilla de su pastelería favorita.
Sus manías no se detienen ahí. Escribía exclusivamente en la cama, con el cuerpo casi por completo estirado, con la cabeza apoyada sobre dos grandes almohadones en un cuaderno que sostenía en su regazo. Como apenas llegaba, debía apoyarse incómodamente sobre un codo, de manera que tras un rato de trabajo acababa con la muñeca dolorida y acalambrada. Y también con los ojos exhaustos, puesto que como única luz tenía una lamparita de noche con una pantalla verde. ¡No es de extrañar que a las 10 páginas se sintiese destruido!
Si veía que le costaba concentrarse, echaba mano de tabletas de cafeína que trataba de contrarrestar cuando se iba a dormir tomando veronal, un potente sedante barbitúrico.
Ernest Hemingway tenía una buena cuota de manías a la hora de escribir. Por ejemplo, lo hacía de pie, frente a un estante que le llegaba a la altura del pecho. Ahí tenía colocada la máquina de escribir. Encima colocaba un tablero de lectura. No es el único con este ritual. Eduardo Mendoza también lo hace sobre un pupitre de madera, alto, copia de un escritorio alemán del siglo XVIII. De los que utilizaban los escribientes para redactar documentos.

HÁBITOS DE SUEÑO DE LOS ESCRITORES
La hora de levantarse de los escritores es muy variable y, en algunos casos, sorprendente, como muestra este cuadro extraído del blog Brainpickings.org.
  •  1h - Honoré de Balzac.
  •  4h - Haruki Murakami y Sylvia Plath.
  •  5h - Toni Morrison y Oliver Sacks.
  •  6h - Isaac Asimov, Ernest Hemingway, Edith Wharton, Vladimir Nabokov y Maira Kalman.
  •  7h - Charles Dickens.
  •  8h - Stephen King, Charles Darwin, Susan Sontag.
  •  8.30h - Franz Kafka.
  •  9h - Gore Vidal y Virginia Woolf.
  •  10h - Simone de Beauvoir.
  •  11h - F. Scott Fitzgerald.
  •  12h - Charles Bukowski.



dimecres, 25 de juny del 2014

Diez momentos perfectos para vivir sin móvil. Patricia Ramírez

El móvil es una gran fuente de placer, pero también de distracción. El teléfono se ha convertido en un carro de feria: lleva de todo incorporado, no le falta el más mínimo detalle. Cada vez que compaginas el móvil con otra actividad, estás dividiendo la atención. Estás presente de cuerpo pero no de mente. A continuación te planteo diez situaciones en las que deberías aprender a vivir sin móvil. Por tu seguridad, por tu bienestar y por el de los demás.
1.      En las interacciones sociales. Escuchar es atención plena en lo que te están contando. Ningún WhatsApp es tan importante como para dejar de prestar atención a lo que te dicen. Si de verdad hubiera una urgencia, te llamarían. Disfruta de la conversación, del momento, de la persona, de su cara, de su preocupación o de su alegría.
2.      Cuando estás descansando. Siesta, fin de semana o por la noche cuando decides relajarte después de cenar. Pon el móvil en silencio. Cada vez que lo escuchas, te sientes con la necesidad de comprobar si es algo urgente. Porque ahora son urgentes cosas que hace quince años no lo eran. Si de verdad esperas una llamada vital, crea un grupo en el que estén los SOS. Y que solo puedas escuchar esas llamadas.
3.      Durante el sexo. ¡Por Dios, cómo se te ocurre! Gatillazo asegurado si en el momento de máxima pasión suena el móvil. ¿Será mi madre que se ha caído, será del colegio de los niños, será del trabajo? Tranquilo, aunque seas Nacho Vidal, más de 30 minutos no vas a invertir haciendo el amor, así que el que llame, que espere.
4.      Cuando desayunas, comes o cenas. Aprende a disfrutar de lo que comes y de con quién comes. Compórtate con educación y sé un modelo de conducta para los que se sientan contigo, ya sea tu pareja o tus hijos. Si tú empiezas a tontear con el móvil, los demás se aburrirán y harán lo mismo. O entenderán que es lo normal. Dejas de saborear lo que comes y lo que bebes porque tu cerebro está en el mensaje, en lugar de degustar y oler la comida.
5.      Cuando estás disfrutando de tu hobby. Sobran las explicaciones. Estás disfrutando de tu hobby, ¿de verdad que te apetecería atender una llamada que te distrajera de algo tan placentero como es tu estado de flow?
6.      Cuando te acuestas a dormir. Igual algún familiar mayor depende de ti. Pues crea ese grupo de urgencias. Salvo en esta ocasión, todos los pitidos entrantes de mensajes de Tuiter, Apalabrados, WhatsApp y demás aplicaciones, te impiden tener un sueño reparador y profundo. El teléfono hasta hoy en día no era motivo de insomnio, pero si seguimos a este ritmo habrá que incluirlo en los libros de trastornos mentales como causa de problemas del sueño.
7.      Cuando estás concentrado en una tarea del trabajo. Si estás redactando un informe, contestando a un correo que necesita toda tu atención o si estás en una reunión, silencia el móvil. Hay que ir educando poco a poco a la gente. Tener móvil no significa tener que estar todo el día disponible. Hay que saber esperar y que cuando contestes, lo hagas con capacidad de escuchar atentamente. Si estás concentrado en algo, la llamada te incomodará tanto, que incluso puede que contestes de mal humor. Cada cosa en su momento. La regla que mejor funciona es una cosa a la vez, incluso para las mujeres :)
8.      Cuando quieras disfrutar de la familia, tu pareja, los hijos o un paseo con tu mascota. Imagina que sales a pasear con el perro, mientras el pobre hace sus necesidades, tú estás atendiendo llamadas y luego no sabes ni dónde tenías que recoger sus cositas. ¡Quedas como alguien poco cívico!
¿Y si estás jugando con tus hijos? Disfruta del juego, de las risas, de montar en bici con ellos, de hablar, hablar y hablar. No puedes disfrutar de los peques si estás atendiendo el teléfono. Y cuando esos niños sean adolescentes, tampoco les podrás pedir que participen de la familia si no han tenido el ejemplo de pequeñitos.
9.      Cuando el teléfono interfiera con otra actividad que pone en peligro tu vida o la de los demás: conduciendo, cruzando por una calle, comprando (se te puede caer la cartera, la tarjeta, el DNI, lo que sea mientras hablas por el móvil), cocinando en casa (tú dando la vuelta a la tortilla y atrapando el teléfono entre la oreja y el hombro, tarde o temprano lo fríes con los huevos y la cebollita), en el cuarto de baño (necesitas la mano para limpiarte o para sostener el pene al hacer pipí, deja de hablar, que se te va a caer el teléfono dentro del retrete) y un largo etcétera. Cualquier situación en la que veas que fuerzas con el teléfono, o aplazas la situación, o aplazas la llamada.
10.     Cada vez que decidas dedicarte tiempo y no estar disponible. Tienes la libertad
de elegir si estás conectado o no.
Seguro que me dejo situaciones, pero si eres capaz de empezar por estas, serás una máquina de la desconexión. Ánimo valiente, que tú puedes y los demás te lo agradecerán muchísimo.

dimarts, 24 de juny del 2014

MUNDOS PARALELOS… Miguel Benavent de B.

Me doy cuenta de que, ahora más que nunca, se están dando dos mundos paralelos, para quien lo pueda y quiera ver. Dos realidades distintas en una sola! El mundo exterior y otro interior. El primer mundo y el tercero, sin acordarnos de que tal vez sería conveniente un Segundo Mundo más justo, humano y solidario. La economía mundial y la local, como la macro-economía y la economía doméstica, cada día más distantes. El mundo de la TV y los informativos y el que cada uno hace de su propia vida, cada día…
Al final, uno piensa que no existen dos mundos o realidades paralelas y excluyentes, sino que existen dos maneras de ver y de vivir el mundo y la vida, cada día. Una inquietante y otra armoniosa, una llena de conflictos y la otra, de serenidad. ¿Razón o Espiritualidad, pensar o sentir? Una basada en el miedo y otra, fundamentada en el amor. Dos opciones para una misma vida, corta o larga, qué más da…
Pero seguramente el punto de encuentro entre ambos presuntos extremos o desencuentros no sea otro que la rica diferencia entre ellos y la necesaria equidistancia que existe entre el interior y el exterior del ser humano. Fuera el caos, dentro la paz! Aunque cada uno de nosotros proyecte en su exterior lo que vive por dentro. En nuestro interior no existe la disyuntiva entre el corazón y la razón, así como no existen el tiempo y la distancia, que los enmarcan en un escenario puntual e inevitable de nuestra vida mundana. Corazón y razón se encuentran a medio camino, al que yo llamo Alma, seguramente con una cierta insolencia… ¿o es clarividencia?

Y despertar al Alma es un camino sin retorno atrás posible. Cuando uno prueba la paz y el amor de verdad, es difícil -por no decir, imposible- renunciar a él y volver a la dualidad de nuestro mundo solo aparente, con su ansiedad y su caos solo externo. Descubrir el Alma no es fácil, pues te obliga a romper inercias de tu vida, cuestionar esas creencias que te han traído hasta el hoy y desencajarte inexorablemente de un entorno, que día a día se hace más hostil a lo que tú vives desde dentro. Y eso da miedo, son demasiados moldes para romper, de una vez. Uno sueña en armonzarlo todo, firmando un
presunto armisticio de paz y cordialidad. Pero es imposible aunar lo que ha desunido el hombre, ya sea el miedo y el amor, la razón y el corazón, lo interior y lo exterior… a pesar de que el ser humano en su interior los contiene a ambos, equilibrados y sumando esfuerzos para caminar hacia arriba, esa vida que todos soñamos y merecemos vivir…

dilluns, 23 de juny del 2014

15 síntomas de que estás en la zona de confort. Blog Phronesis.

La vida siempre tiene sus altas y sus bajas, pero de alguna manera tiende a estabilizarse. Sentir la seguridad que te da la estabilidad laboral, familiar y sentimental, es grandioso para estar tranquilo y vivir sin el estrés que genera la incertidumbre.
Sin embargo, es necesario tener presente que la forma como aceptemos la estabilidad, o zona de confort, puede tener efectos negativos. Nos han educado para buscar la estabilidad, pero la realidad es que nos toca aprender a vivir en un eterno cambio, ya que aunque a veces puede ser difícil de aceptar, nada es constante.
La zona de confort, a pesar de ser placentera tiene varias consecuencias negativas que afectan tu capacidad para aceptar cambios, para valorar las nuevas oportunidades, aumenta tu temor a los cambios, limita tu visión a largo plazo y lo peor es que evita que evalúes riesgos adecuadamente y por ende cuando las cosas cambian nunca estás preparado. No estar preparado para los cambios casi siempre es catastrófico.
La zona de confort, como todo lo que genere algún tipo de placer, puede generar adicción y quiero compartir contigo algunos de los síntomas de que presentas un caso de adicción a la zona de confort:

1. Crees que has logrado todas tus metas.
El éxito mal manejado puede ser contraproducente; creer que tienes todo, limita el sano inconformismo de pensar en qué puedes mejorar y más aún elimina la capacidad de crear e innovar.

2. Crees que nada puede afectar negativamente tu estado actual.
La sensación de invulnerabilidad generalmente es una forma de negar la existencias de riesgos. No es que nada te pueda afectar, sino que decides ignorar lo que te preocupa y confiar ciegamente en que nada va a pasar.

3. Consideras que nada puede mejorar tu situación.
El conformismo es otra forma de negar nuevas oportunidades y generalmente termina sirviendo para autojustificar tu decisión de no intentar cosas nuevas por temor a perder lo que ya tienes.

4. Ves algunas cosas que quisieras hacer, pero no actúas por "razones justificadas".
A veces tu eres el obstáculo de tu progreso. Eres un ser racional pero tu inteligencia se pierde explicándote por qué dejaste de hacer algo, de una manera que te suene creíble.

5. Te alejas de personas que no comparten tu visión de "estabilidad".
No es que los demás no tengan puntos válidos; es que simplemente no piensan como tú.  
 
6. Te parece bien verte en unos años haciendo lo mismo y recibiendo iguales beneficios.
Al aceptar tu zona de confort, esto implica creer que va a durar de manera indefinida, por lo que aceptas que al hacer lo mismo, en un futuro seguirás igual de "bien".

7. Sientes que tienes talentos sin aprovechar, pero no te importa porque ya no los necesitas.
Al convencerte de que ya tienes lo que quieres, lo que no has usado, sin importar que tan bueno seas en ello ni que tanto lo disfrutes; es simplemente innecesario. Dejas de hacer lo que disfrutas por lo que simplemente necesitas.

8. Hay personas cercanas que se asombran al saber que sigues igual.
Al estar encerrado en tu zona de confort, quienes no están en ella o simplemente andan en la suya, pueden ver fallas en tu visión de estabilidad. Esas personas son las que siempre dicen: ¿Aún sigues ahí?…. Que bueno… eres muy estable.

9. Aceptas tus limitaciones como absolutas y tolerables sin cuestionar.
El conformismo generado en la zona de confort te lleva simplemente a vivir con lo que puedes, incluyendo lo que no puedes hacer ni obtener. La resignación es muy fuerte y sirve para negarte que puedes hacer algo por mejorar.

10. Estás explicando constantemente a tus amigos y conocidos el motivo para seguir como estás.
Si tu estado actual fuera aceptable, no deberías estar justificando con nadie el por qué estás ahí.

11. Tienes amigos que han actuado, cuando tu no lo has hecho y han logrado algo.
Has dejado de aprovechar oportunidades que otros han tomado y para tí fue solo cuestión de suerte el que ellos hubieran podido lograr una meta a la que tu pudiste llegar también. Pero no importa, para ti no justificaba el riesgo.

12. Ves cualquier elemento que pueda afectar tu estado actual como una amenaza, sin evaluarlo.
Ya sea una oportunidad o un riesgo, lo intentas evitar porque amenaza tu estabilidad.

13. Siempre piensas que no tienes los recursos o el conocimiento suficiente para aprovechar algunas oportunidades.
Siempre dejas de intentar ideas porque sientes que no tienes como lograrlas y aún cuando alguien te dice que puedes hacer algo, siempre encuentras la manera de explicar de una manera razonable, por qué no te conviene actuar.

14. Te quejas de muchas cosas y no haces nada para buscar mejorarlas.
La queja de adultos no es más que la evolución del berrinche o pataleta de niños. Te sientes mal, lo expresas, pero al final, eso no te dará lo que quieres y seguirás igual.

15. Has aceptado como ciertos muchos de los síntomas que has leído hasta aquí y aún crees que todo está bien.
La racionalización es la forma como nos autoexplicamos cosas para convencerte de que están como las deseas y te ayuda a ignorar lo que no quieres aceptar. Al final todo, incluyendo lo malo, te suena razonable, creíble y más aún te crees capaz de convencer a otros de tener el criterio para tomar la decisión.

Buscar la estabilidad y disfrutarla no está mal; lo que está mal es creer de manera absoluta en que nada se puede mejorar y que no puedes hacer nada por ti y por los que te rodean, más que seguir igual,  quejándote por lo que no te gusta, sin actuar.
Estar en la zona de confort no es malo; pero creer que siempre va a ser así puede traer consecuencias catastróficas, Aprovecha la estabilidad para buscar nuevas ideas de manera tranquila, pero deseando siempre hallar una mejor manera de hacer las cosas y progresar.

Germán Andrés Castaño Vásquez