¿De dónde viene la idea de que ser
optimista nos va a llevar a la felicidad? A veces creemos -o nos hacen creer-
que todo nos saldrá perfecto estando alegres y siendo vitalistas
El eminente médico estadounidense Samuel A. Cartwright, miembro de la Louisiana Medical Association, escribió
en 1851 un famoso artículo en el que intentaba encontrar soluciones a un
problema que aquejaba a un determinado segmento de la población. Etiquetó el
fenómeno como drapetomanía.
Aquellos a los que aplicó este diagnóstico tenían síntomas preocupantes, como
el hecho de experimentar sentimientos en contra de su papel vital y oponerse
con actitud retadora a aquellos que intentaban recordárselo. Los afectados por
ese síndrome eran incapaces de afrontar con alegría su día a día. Y podemos
suponer que no conseguían animarse con mensajes del tipo: “No
importa la vida que estoy viviendo: mi estado de ánimo depende sólo de mi
actitud positiva”.
El preocupante resultado final era que los
esclavos aquejados por esta enfermedad mental intentaban escapar a territorios
abolicionistas para ser libres. En palabras de Cartwright, “la causa que induce al negro a evadirse
del servicio es tanto una enfermedad de la mente como otras especies de
alienación mental (…) curable por regla general con las ventajas de un consejo
médico adecuado”. La medicina mental que prescribe este doctor para
los esclavos afectados por drapetomanía podría ser suscrita por cualquier
manual actual de coaching empresarial buenrollista que diría: “Si su dueño o
capataz es bondadoso y misericordioso al escucharle, aunque sin condescendencia,
y al mismo tiempo le suministra sus necesidades físicas y lo protege de los
abusos, el negro queda cautivado y no puede escapar”.
La tristeza, la ira, el temor, el cinismo y el
comportamiento retador son fenómenos psicológicos que nos ayudan a cambiar lo
que no funciona en nuestras vidas. Los sentimientos negativos, las emociones
que no aceptan lo que está ocurriendo, han servido al ser humano para variar el
rumbo de los acontecimientos. Si lo que ocurre no nos gusta,
experimentamos tristeza, miramos hacia otro lado y buscamos otros caminos.
Cuando sentimos ira y lo decimos, aquellos que nos humillan se alejan de
nosotros o, por lo menos, empiezan a respetarnos. Y tener miedo nos sirve para
no meternos en líos de los que saldremos mal parados. La negatividad es el principio del cambio.
Lo que sucede es que vivimos una etapa de
positivismo naif, en la que está mal visto enfadarse o decir que algo es, sin
lugar a dudas, malo para nosotros. Cuando adoptamos estas actitudes que hemos
mencionado, los libros de autoayuda o las personas cercanas que los han
interiorizado nos dirán aquello de “hay que ser siempre positivos y tener esperanza de que
las cosas cambien”; o aquello otro de “siempre se saca algo bueno de cualquier
situación”; o incluso “lo importante es el estado de ánimo interior, no lo que
está pasando”. La frontera entre estos consejos y la actitud de
esclavo sumiso que quería conseguir Samuel Cartwright es excesivamente sutil.
¿De dónde
viene la idea de que ser optimista en todo momento nos va a llevar a la
felicidad?
El psicólogo Giorgio Nardone, en su
libro Psicotrampas (Planeta de los
libros), aventura una hipótesis: tenemos en mente una especie de ley de
atracción que nos hace creer que estando alegres y vitalistas aumentaremos las
probabilidades de sucesos positivos. Es la misma razón por la que los hombres
del Paleolítico creyeron que pintando mamuts y bisontes sería más probable que
estos aparecieran a la salida de la cueva y se dejaran cazar. Y el mismo
argumento que usaban los anonadados por la new age cuando afirmaban que siendo
buenos con los demás atraeríamos un buen karma y la gente se portaría bien con
nosotros.
Esa
ley de atracción es completamente contraria a la experiencia. Creer que
nuestra generosidad puede lograr que los que nos rodean se porten de forma
magnánima con nosotros es como pensar que, por ser vegetarianos, el tigre que
tenemos delante no nos va a comer. Por otra parte, todo el mundo sabe que si le
hacemos muchos favores a una persona lo único que conseguimos es que se acuerde
de nosotros… la próxima vez que necesite ese favor. Y para cualquier persona
sensata es obvio que si ponemos al mal tiempo buena cara (en vez de
entristecernos y volver a por un paraguas) solo lograremos mojarnos.
Por eso Nardone, una persona con décadas de
experiencia en psicoterapia, arremete en su libro contra esa filosofía
estadounidense del “piensa en positivo y todo irá bien”.
Él nos recuerda algo que todos los terapeutas hemos comprobado: cuando se le
dice a una persona deprimida que intente pensar de forma optimista lo único que
se consigue es acentuar su estado melancólico. En los momentos de tristeza, la
mente aumenta su tendencia a funcionar por comparación con el resto de seres
humanos. Tratar de pensar de forma positiva y no lograrlo cuando vemos que
otras personas sí lo consiguen nos hace sentirnos peor de lo que estábamos. De
hecho, ésta es ya, de por sí, una sensación que agobia a todas las personas que
se sienten mal: la imposibilidad de acceder al país del bienestar. Las llamadas al
pensamiento positivo solo sirven para incidir en el problema.
¿De dónde
viene entonces la idea popular de que la mente optimista aporta felicidad? En gran
parte, de una confusión de causas y efectos. Vemos a personas con tendencia al
pensamiento eufórico a las que parece que les está yendo muy bien. Y deducimos
que su bienestar vital se debe a su propensión a estar alegres y esperanzados.
Aunque la hipótesis más sencilla es la contraria: son positivos porque la vida
les sonríe. Nos gustaría pensar que “tenemos suerte porque tenemos buen estado de ánimo”
pero en gran parte de los casos funciona al contrario: “tenemos buen estado de ánimo mientras
tenemos suerte”.
La reacción de los paladines de los libros de
autoayuda cuando la vida les viene mal dada nos debería alertar sobre nuestra
tendencia a confundir causas y efectos. En los momentos en que esos
gurús deberían demostrar el potencial del optimismo cándido, su sistema mental
se desmorona. Peter Washington, por
ejemplo, nos instruye en su corrosivo libro El
mandril de Madame Blavatsky (Destino) sobre el nivel verdulero y los
insultos hirientes que gastaban algunos de los fundadores de la espiritualidad
buenrrollista moderna (Madame Blavastky, Krish-namurti, Annie Besant,…) cuando
las cuestiones económicas les agobiaban. Y otro ejemplo: cuando la escritora de
libros de autoayuda Choi Yoon-Hee
–aclamada mundialmente como la Sacerdotisa de la felicidad después de sus
veinte obras y varios programas de televisión sobre la esperanza y el
optimismo– empezó a sufrir de problemas de salud, se ahorcó en la habitación de
un motel con su marido.
Estas reacciones no son sorprendentes: el excesivo
narcisismo que propugnan estos libros poblados de llamadas a los automensajes
fantasiosos tipo “soy
una persona maravillosa”, “puedo conseguir todo lo que quiera”, “mis
capacidades son extraordinarias”, etcétera puede tener un efecto
perjudicial en muchas personas. Por una parte, a las excesivamente narcisistas
les fomenta la carencia de un plan B: si uno desconoce sus vulnerabilidades, acaba chocando
contra ellas. Por otro lado, a las personas inseguras que atraviesan
momentos difíciles de la vida les hace sentirse más indefensos. Es lo que
mostró una investigación de los psicólogos Elaine
Perunovic de la Universidad de New Brunswick y Joanne V. Wood y John W. Lee de la Universidad de Waterloo
(EE.UU.). En este experimento pedían a dos grupos de personas (uno compuesto de
individuos con muy buena autoimagen, otro de gente con autoestima baja) que
repitieran una frase clásica del positivismo naif: “Soy
una persona encantadora”. Después, evaluaron el estado anímico
de los participantes. Y comprobaron que el segundo grupo, los individuos con
mal auto-concepto de sí mismos, se sintieron mucho peor que antes de empezar la
investigación. Al igual que nos ocurre cuando nos hacen alabanzas irreales que
nos suenan a compasión y nos entristecen, a las personas que viven un momento
de baja autoestima la repetición de frases del tipo “me acepto por completo tal como soy”
o “estoy
completamente conforme conmigo mismo”, les confronta con el hecho de
que son incapaces de autoengañarse.
De hecho, el supuesto efecto benéfico tampoco se
produjo en el primer grupo, que solo mejoró ligeramente su estado de ánimo
durante unas horas. Pero quizás lo más interesante de esta investigación es que
mostró el poder potencial del que podríamos denominar Pensamiento negativo. Cuando los
psicólogos permitieron a los participantes de autoestima baja expresar sus
pensamientos negativos de ira, de tristeza o de ansiedad ante el futuro, mejoró
su estado de ánimo. La escritora Susan
Sontag trató de narrar, hace décadas (en otra época de enaltecimiento del
pensamiento naif) la cárcel psíquica que supone ese ambiente social que coarta
la expresión de la ira y la tristeza. En su libro La enfermedad y sus metáforas explicó lo que le supuso padecer cáncer
en una época que consideraba (al igual que parece hacerlo la actual) que las
enfermedades no son más que una manifestación de los problemas del espíritu.
Susan Sontag cuenta en su libro el sentimiento de impotencia que produjo en
ella creer en una teoría que decía que podía salvar su vida si curaba su mente.
El riesgo de esta brutal sacralización de lo mental es evidente: si creemos que
lo psíquico puede controlarlo todo, nos sentiremos frustrados y desbordados
continuamente (como le pasó a la escritora) porque chocaremos con
circunstancias contra las cuales lo psicológico no tiene nada que hacer.
En una reciente polémica surgida por las críticas
metodológicas a una de las principales teóricas del pensamiento positivo, el
catedrático de Psicología Marino Álvarez
calificaba a esta corriente como una “ciencia sin
teoría”. Y en su ensayo Los
libros de autoayuda ¡Vaya timo! (Laetoli), el también psicólogo Eparquio Delgado criticaba esta
tendencia neoliberal a atribuir el éxito y el fracaso (“esos dos impostores a los que hay que
tratar con indiferencia” como nos recordaba Rudyard Kipling) a las acciones y a la forma de pensar
de los individuos, olvidando causas externas como las materiales. Para los dos
autores, el riesgo es el mismo: si la sociedad nos dice que, cuando sufrimos, es por
nuestra actitud, nunca veremos los problemas y es imposible que los cambiemos.
En realidad, en el mundo actual estamos rodeados
de personas que se sienten mal porque se esfuerzan demasiado en ser felices.
Por eso, muchos terapeutas proponen dar espacio a la infelicidad, dedicando un
tiempo acotado cada día a concentrarnos en los problemas que nos hacen sufrir.
De esta forma, poniendo toda nuestra tristeza en ese espacio, quedamos luego
libres de su efecto paralizador pero conscientes de qué es lo que nos está
molestando y queremos cambiar.
El profesor Eric
G. Wilson escribió hace unos años un libro provocadoramente titulado Contra la felicidad. En defensa de la
melancolía (Taurus). En su ensayo, este indómito autor recordaba que “fue el
cavernícola melancólico y retraído que se quedaba atrás y meditaba, mientras
sus felices y musculosos compañeros cazaban la cena, quien hizo avanzar la
cultura”. El divulgador afirmaba que la musa inspiradora de muchas
personas que han hecho avanzar nuestra civilización fue la tristeza. Desde Goya
hasta Kurt Cobain, pasando por Beethoven, Proust o Abraham Lincoln, la historia
de la sociedad euroamericana se ha fraguado en muchas ocasiones a golpes de
melancolía. Algo que ratificarían autores recientes cuyo éxito proviene de una
gran crisis. Sería el ejemplo de Sascha
Rothchild, que escribió el best seller Cómo
divorciarse después de la estrepitosa ruptura de su pareja. O el de Philip Schultz –ganador del premio
Pulitzer en el 2008 por su libro de poemas Failure
(fracaso). O, sin ir más lejos, el caso de J.K.Rowling, que comenzó la saga de Harry Potter en una etapa de su
vida en la que atravesaba una depresión clínica por encontrarse sola con un
bebé después de un matrimonio desastroso, sin trabajo, viviendo de un subsidio
estatal y cargando con la culpa de haber decepcionado a sus padres que se
habían esforzado por pagarle unos estudios de nivel.
Los
desequilibrios vitales son momentos de apertura al cambio. Psicólogos,
neurólogos, antropólogos y muchos otros especialistas de campos diferentes se
unen por ejemplo en los últimos años en torno al concepto de crecimiento
post traumático, la idea de que los momentos negativos son, en
muchos casos, la antesala de la maduración. Autores como Erik Erikson sostenían ya hace décadas que el ser humano tiene que
ir atravesando una serie de etapas para poder dar forma a su personalidad. Esos
momentos suponen tensiones inevitables porque se corresponden con elecciones
que no podemos obviar. Por ejemplo: en algún momento de la infancia tenemos que
empezar a tomar iniciativas con respecto a nuestros padres aunque eso nos
genere un sentimiento de culpa. Otra crisis clásica: en la adolescencia tenemos
que empezar a fijar nuestra identidad a pesar de que eso nos haga chocar con
los demás. Son trances difíciles que merecen la pena, porque intentar eludirlos
con autoinstrucciones de libro de autoayuda (“Soy una persona estupenda y todo va a
mejorar”) nos haría mucho más infelices.
Pero, para que cualquiera de estos momentos se
convierta en una época de revolución vital tenemos que vivirlos sin la
anestesia general que parecen proponer los libros de autoayuda modernos. La lucidez, en
cualquiera de sus formas, es el primer paso para el cambio vital. El
autoengaño solo es útil en el caso (muy poco habitual en el mundo moderno) de
que necesitemos resignarnos porque no tenemos control sobre los acontecimientos
y no podemos modificarlos.
Un viejo adagio dice que “la
felicidad proviene de tener la fuerza necesaria para cambiar aquello que
podemos trocar, la paciencia suficiente para sobrellevar lo que no conseguimos
transformar y la inteligencia que hace falta para distinguir lo uno de lo otro”.
Hoy en día, en la mayoría de los problemas tenemos poder para transformar la
situación. Quizás no sea tan mala táctica experimentar malestar emocional,
darnos cuenta de que algo falla… y cambiarlo.
Como ilustración, el video que se hizo a partir de
Sonríe o muere, el libro de Bárbara Ehreinreich. Un clásico.
Me parece un post excepcional. Enhorabuena.Cada argumento es sólido y me ha encantado la unión de ellos en este texto.
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