Ilustración Anna Parini |
Aceptar los cumplidos no
resulta sencillo: exige grandes dosis de humildad, evitar caer en
la tentación
vanidosa y saber distinguir entre los interesados o tóxicos y los
verdaderamente sinceros.
Un elogio sincero es un termómetro de
cómo nos ven desde fuera. Ferran Ramon-Cortés.
Los elogios tienen peligro: creerse
que uno se ha vuelto infalible y vuela por encima del bien y el mal. Hay que
relativizarlos. Javier F. Maroto
En un rincón de su estudio, una
chincheta sujetaba en la pared tres corazones de cartulina. Cada uno de ellos
contenía un mensaje escrito con un grueso rotulador rosa: “Bonita
sonrisa”, “Entusiasta”
y “Divertida”. Cuando los ojos de María se
cruzaban con esos corazones, se detenían un instante para sentir ese aire
cálido que le dejaban dentro. Provenían de un taller de autoestima en el que
había participado tres años atrás. Concretamente, de un ejercicio en el que los
participantes anotaban en un corazón alguna característica positiva del resto
de compañeros. De tal manera que cada uno recibía corazones anónimos con sus
bondades.
A María ese ejercicio le había
sentado estupendamente. De hecho, la caricia emocional y el empuje que notó en
su día todavía resurgían al releer esas palabras rosas. ¿A todos los
participantes les sentó igual de bien? Probablemente no, pues en este tipo de
ejercicios las reacciones suelen ser muy diversas. A diferencia de nuestra
protagonista, algunas personas no digieren bien las alabanzas. No les entran.
Por sus neuronas pueden circular ideas como: “Lo
han dicho porque tocaba”. Si nuestra autoestima está dañada, las
palabras bonitas, por muy sinceras que sean, caen en saco roto. Existen personas
valiosísimas que se sienten infinitesimales. Por mucho que las intentes animar
exponiéndoles sus puntos fuertes, las palabras se resquebrajan cuando llegan a su cerebro.
Los psicólogos experimentamos a menudo la aguda sensación de inutilidad al
intentar y no conseguir transmitir su valía a una persona. Les prestarías tus ojos para que se vieran
a través de ellos.
Rehusamos los elogios cuando
creemos que no somos dignos de ellos. Pero este es solo un motivo. A veces, el
rechazo del piropo es una maniobra inconsciente de nuestro ego. “No, no es cierto”, respondemos, deseando,
con un fervor no reconocido por nuestra conciencia, que nos lo repitan y, si puede ser, lo agranden aún
más. Tal como sugiere François
de la Rochefoucauld, “rechazar una
alabanza es desearla el doble”. En otras ocasiones no
reaccionamos nosotros, sino nuestro cuerpo. Enrojecemos y hundimos la cabeza
como si nos quisiéramos fundir en el ambiente. Rabindranath Tagore lo describe
con sutileza: “Me avergüenza la alabanza porque me
satisface en secreto”.
No aceptar los aplausos se ha
vuelto casi una cuestión de educación. Con su aceptación podríamos estar
sugiriendo que creemos merecerlos. Y eso, paradójicamente, en esta sociedad no
está bien visto. Así que aunque pensemos que nuestro trabajo está bien, si
alguien nos lo confirma, lo suyo es ponernos el traje de la falsa modestia
y seguir las varias alternativas que nos sugiere el protocolo. La primera consiste
en empequeñecer
nuestro trabajo: “No, no es para tanto, era fácil”. La segunda,
en rebotar
el elogio: “Lo que está realmente bien es lo que has hecho tú”.
La lista puede expandirse hasta la orilla de nuestra creatividad. Las
retorcidas reglas sociales apuntan que lo correcto es no aceptarlos.
Las normas de educación
teóricamente están pensadas para hacer sentir cómodo a nuestro interlocutor.
¿El rechazo del elogio es bien recibido? La respuesta ya la sabemos porque a
todos alguna vez nos han troceado en mil pedazos algo franco y bonito que hemos
expresado. No es una sensación cómoda. Es como un menosprecio a nuestro punto
de vista. Elogiar sinceramente es dar nuestra opinión; si no se acepta, parece
que nos sugieran que no es válida. O que alberga una intención oculta. Y
entonces nos viene a la cabeza algo así: “Se piensa que
le estoy diciendo esto para conseguir algo”. Y puede resultarnos
desde irritante hasta ofensivo.
Aunque aceptar elogios nos
parece propio de personas vanidosas, en el fondo es señal de humildad. Las
inseguridades pululan en el interior de todos los humanos. Es una de nuestras
señas de identidad. Preparas un pastel, lo pruebas y está exquisito, pero… ¿les
gustará a los amigos que vienen a cenar? Esos titubeos siempre tintinean dentro
de nuestras cabezas.
Justamente porque somos humanos
y las inseguridades se apropian de nosotros, si alguien nos dice: “Qué rico está el pastel”, lo recibimos
como un auténtico bálsamo. Necesitamos y debemos aceptar los elogios justamente
porque somos humanos. La aceptación de un elogio es una muestra de humildad,
con ella estamos diciendo que lo necesitamos. La arrogancia sería actuar como
si no los requiriéramos porque la seguridad en nosotros mismos es total.
Ilustración Anna Parini |
Un ejemplo. Debemos seleccionar
un candidato para un puesto de trabajo. Leemos los currículos de los dos que se
han presentado. Ambos excelentes. Así que felicitamos tanto al candidato A como
al B. El candidato A nos contesta: “La verdad es
que he tenido mucha suerte a lo largo de mi carrera”, y el B: “¡Gracias de verdad! No me ha resultado fácil, estos
últimos años me he tenido que esforzar mucho”. ¿A quién le
daríamos el puesto?
Años atrás vino a mi despacho
un alumno a revisar la nota de un examen. Había obtenido un 4,5 y quería que lo
aprobara. Le comenté que era imposible. La asignatura se aprobaba con un 5 y no
podía hacer excepciones. Y me soltó: “¡Jenny, tú que
eres tan simpática!”. Ahora lo recuerdo y sonrío. La
intencionalidad del elogio era tan evidente que incluso me conmueve pensar en
su inocencia si creyó que yo podría sucumbir. Existen elogios manipuladores.
Algunos, como este caso, son más evidentes, otros andan camuflados.
¿Cómo desenmascarar a los
camuflados, cómo distinguirlos de los auténticos? Difícil. Las investigaciones
sobre cómo detectar engaños no arrojan resultados contundentes, ni conectando a
una persona a un gran aparataje para descubrir sus mentiras somos capaces de
acertar. Podríamos pensar que el camino es seguir lo que nos dice el corazón,
pero incluso él se despista a menudo. Quizá la cuestión no sea diferenciar los
elogios auténticos de los que no lo son, sino fijarnos adónde nos llevan.
Supongamos que después de masajearnos el ego, explicándonos lo bien que lo
hacemos todo, nos piden que realicemos un proyecto y lo aceptamos. Aquí lo
importante no es tanto si el elogio era real o falso, sino si realmente nos
apetecía realizar el trabajo.
A veces los elogios pasan de
bálsamo a convertirse en droga dura. No podemos vivir sin ellos. Y
entonces caemos en la trampa mortal de olvidarnos de lo que realmente nos gusta
para ir hacia la búsqueda descontrolada de nuestra dosis. El ritmo de la
sociedad industrializada nos ha traído elogios homogeneizados e instantáneos:
los “me gusta” de Facebook son un buen
ejemplo. Se debería realizar algún estudio científico para comprobar qué
satisface más, si degustar una buena paella o los “me gusta” que se pueden
conseguir colgando su foto en la Red. Creo que los resultados indicarían que
algunas personas se decantan por la recompensa cibernética.
Conversando con una alumna, me
confesaba que a ella le costaba horrores elogiar a los demás. No estoy hablando
de una chica fría y desalmada, sino todo lo contrario. Le pregunté si el motivo
era que no encontraba nada para ensalzar. “No es eso, de hecho encuentro muchas cosas dignas de
admiración, pero no me atrevo a expresarlo. A veces, lo único que consigo es elogiar
indirectamente, como en broma”. Al expresarnos sinceramente, nos
mostramos, nos exponemos, pero la alternativa, cerrarnos, impide crear sólidos hilos de unión.
No todos los elogios sientan
igual. Los hay que saben a interés y resultan más bien tóxicos. Otros
huelen a formulismo
y nos dejan impasibles. Los que realmente nos nutren son los que salen del alma.
En particular, nos gustan los concretos, no es lo mismo “buen trabajo” que “me gusta cómo
está redactado tu trabajo, los esquemas que empleas y la presentación”. Las
especificaciones lo convierten en más real y nos ayudan verdaderamente a
mejorar. Si decimos las cosas en el momento en que se “tienen que decir”, parece
demasiado protocolario. Un amigo nos enseña su piso, el “qué bonito es” en el mismo
momento puede parecer porque toca. Si se lo repetimos al día siguiente por
teléfono, la verosimilitud de nuestra opinión se multiplica. Son detalles
esenciales que a menudo olvidamos.
Si el simple aleteo de una
mariposa puede provocar un tsunami al otro lado del mundo, ¿qué pasaría si hoy
todos nos pusiéramos de acuerdo en regalar elogios sinceros?
Para conectarnos
Libros
‘La química de las relaciones’. Ferran
Ramon-Cortés (Planeta, 2013)
Una
fábula.
Estaba un cuervo posado en un
árbol y tenía en el pico un trozo de queso. Atraído por el aroma, un zorro que
pasaba por ahí le dijo:
“¡Buenos
días, señor Cuervo! ¡Qué bello plumaje tienes! Si el canto corresponde a la
pluma, tú tienes que ser el Ave Fénix”.
Al oír esto el cuervo, se
sintió muy halagado y lleno de gozo, y para hacer alarde de su magnífica voz
abrió el pico para cantar, y así dejo caer el queso. El zorro rápidamente lo
tomó en el aire y le dijo:
“Aprenda,
señor Cuervo, que el adulador vive siempre a costa del que lo escucha y presta
atención a sus dichos; la lección es provechosa, bien vale un queso”.
Eres grande Joan. De corazón y de espíritu. Estás hecho de acero inolvidable: fuerza, ternura y sensibilidad fluyen por los poros de tu piel.
ResponEliminaGràcies estimada "anònima"!
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