Nací en Buenos Aires y me crié en sus calles. Al ver como la gente me miraba indiferente,
me decía, “¡Cómo me gustaría ser grande para ayudarme!” Hoy tengo 7
hijos, 5 de ellos adoptados con Beto, mi pareja. Y
tenemos hogares para niños de la calle, mujeres y viejitos. En casa creé
un comedor comunitario que bauricé Los Casasucias, que se convirtió en fundación.
Su capacidad de comprensión de lo que somos los humanos es
superior. “Yo era como un animalito, viví todo
tipo de vejaciones, pero un día conocí el otro lado, conocí el amor. Tengo un
sentimiento de agradecimiento a todas aquellas mujeres que me dieron comida,
ropa y caricias. Soy una agradecida de
la vida, del sol, del aire… ¿Qué nos pasa que no somos capaces de disfrutar? ¿Por
qué permitimos que haya niños en la calle con esos ojos tristes? ¿Hemos
olvidado que nosotros también fuimos frágiles? Yo no, por eso tengo un
hogar para niños, para mamás y viejitos. Los mantengo vendiendo flores de papel,
pan, parrillas, junto carton…”
Conocí a Mónica Carranza en
Buenos Aires; de hecho, viajé para conocerla en noviembre del 2004, consciente
de que personas como ella hay una entre millones. Cinco años después, a los 63
años, el día de los Santos Inocentes, murió a causa de un cáncer de útero.
—Yo era una niña de la calle. Un día vi como una mujer relinda se bajaba de un coche hermoso. Me acerqué: «¡Eh! ¿Me das una moneda?...». Ella caminaba deprisa, pero se paró y me miró: «Bueno, yo te voy a dar una moneda, pero tú me das un beso». Me quedé mirándola y me puse a llorar: «¡Un beso!, ¿usted quiere un beso de mí?».
—No
llore.
—Perdóneme, pero que aquella
señora quisiera algo de mí, todavía me emociona. Los niños en la calle no sólo
pasan hambre de comida. Hay otro tipo de hambre: de mamá, de papá, de una
caricia, de que alguien los mire con cariño. ¿Es posible que nos olvidemos de
lo que sentíamos cuando éramos niños?
—Su
padre y su madre no fueron muy buenos con usted.
—Mi papá era un hombre
alcohólico y cuando bebía lo rompía todo y pegaba a mi mamá. Éramos muy
pequeños, es difícil explicar lo que sentíamos, sólo sabíamos llorar y gritar y
pedirle que no le pegara más.
—Su
madre abandonó a sus nueve hijos.
—Mi papá murió y mi viejita se
enamoró locamente de otro hombre, pero al poco tiempo él también comenzó a
maltratarla. Es posible que se fuera con él por miedo a que nos hiciera algo a
nosotros.
—¿Comenzaron
entonces los reformatorios?
—Sí, un día nos vinieron a
buscar unos hombres y nos repartieron por distintos centros. Eran lugares
horribles, nos pegaban continuamente. Salté la alambrada de púas. Me lastimé.
Corrí y corrí no sé cuántas calles. Eso ocurrió una y otra vez.
—¿Alguien
la ayudó?
—Hay mucha gente buena. No creo que
haya gente mala, sólo gente equivocada. Si uno no ha conocido el amor, no puede
darlo.
—Pero a usted la violaron con
12 años.
—De día estaba todo bien. Las
prostitutas eran buenas conmigo y yo les hacía recados a las vecinas. Una vez
una planchadora me envió a casa de un viejito a llevarle su ropa. Me pegó y me
violó. Nunca voy a olvidar esos ojos de loco, la mirada perdida. Por primera
vez hablé con Dios: «¿Por qué este señor
me hizo esto? —le pregunté—. ¿Por qué alguien no me ayuda?». Me dejó
embarazada, aborté en la calle y pasé muchos meses en un hospital.
—Ahora
usted da de comer a ese señor.
—Si yo hubiera rechazado a ese viejito,
habría sido injusta. La conciencia de lo que hizo le llegó más tarde. Conoció
el amor y la desgracia, lo sé bien porque yo compro los medicamentos para su
hija y su nieta, que tienen sida. Si uno no conoce el amor, no puede darlo. A este viejito
le llegó tarde.
—Su
sentido de la justicia es superior al de la mayoría.
—Yo soy analfabeta, no
ignorante. No puedo girarle la cara a la gente que sufre, hacer ver que no los
veo. Si todos hubieran hecho eso conmigo, yo estaría muerta. La conciencia
viene de tantos golpes y dolores y de una buena memoria: no quiero que otro
niño sufra lo que yo sufrí. No es normal que un niñito duerma abrazado a otro en la
calle, ¡no es normal!, no podemos ser tan insensibles.
—¿También
ha perdonado usted al cura que la violó?
—Fue el hombre el que cometió
el error, no el cura. Yo lo adoraba, era bueno conmigo, me daba ropa y comida.
Aquello me partió el alma, ya no sabía en quién creer. Lo odié hasta que comprendí, y no pude
comprender hasta que conocí el amor.
—¿Alguien
que no la decepcionó?
—Sí, un chico con estudios que
me quiso tal y como yo era, que me ayudó, me enseñó a leer, a comer con
cubiertos y cuando tuve una hija con otro se encargó de ella. Si yo no hubiera
conocido a José, si él no me hubiera enseñado que existe otra cara del mundo,
la del amor, hoy no tendría hogares para niños.
—¿Qué
ocurrió con él?
—Quiso presentarme a sus
padres. Me enseñó cómo debía comportarme: «Ayuda
a mi mamá a recoger la mesa». Era la primera vez que comía en torno de una
mesa con una familia, estaba muy nerviosa, tropecé con el perro y se me cayeron
todos los platos y empecé a soltar todos los insultos y malas palabras que
sabía. Sus padres me echaron de casa y José no me encontró hasta meses después.
—Entre
tanto estuvo usted en la cárcel y en el hospital.
—No fui a parar a la cárcel por
haber hecho nada malo, pero una vez ahí vi cómo unas celadoras obligaban a una
niña que tendría 10 años a recoger un lápiz. Ella lloraba porque no podía,
llevaba zapatos ortopédicos y hierros hasta la rodilla. Conseguí salir de mi
celda y me lancé al cuello de la celadora.
—Debieron
de molerla a palos.
—Casi me matan, huyendo me tiré
por el hueco de la escalera. Estuve muchos meses en el hospital, con una pierna
y todo el cuerpo escayolado. Y así volví a la calle, escayolada, hasta que unos
chicos me recogieron y me cuidaron. José me encontró, le pegaba trompadas a la
pared: «¿Por qué la vida tiene que ser así...?
¿Por qué tenemos que ser diferentes, si somos todos iguales?».
—¿Ya
no se separó de él?
—Vivimos juntos un tiempo,
conseguí trabajo y recogí a mis hermanos y a mi madre. Yo no quería esa carga
para José, le pedí que siguiera sus estudios, que viviera con sus padres. Años
después lo asesinaron.
—Ahora
tiene una familia muy numerosa.
—Hace 15 años llamaron a mi puerta dos niños
de la calle pidiéndome una moneda. Les hice pasar, les puse la mesa como en los
días de fiesta y les hice la comida. Al cabo de algunos meses eran 150 niños.
Beto, mi marido, y mi hijo acabaron entendiéndolo y ayudándome. Hipotecamos
nuestra casa y montamos un gran centro para Los Carasucias.
Gràcies
ResponEliminaSi de verdad tuviéramos un poquito de todo eso , no estaba pasando lo que pasa en la actualidad el mundo esta deshumanizado. Hay que gente fantástica en el mundo ,gracias por compartirlo.
ResponEliminaPersonas excepcionales, con una vida así, cuantas situaciones quedan ridículas y que nos hacen infelices. Hay que reflexionar y plantearse la vida como oportunidad para hacer el bien.
ResponEliminaPienso igual, simplemente intentar hacer el bien en cada una de las acciones diarias. Un abrazo y gracias!
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