El verde alegaba que era el color de la vida y la esperanza, y el más
repartido por la naturaleza.
El azul reivindicaba ser el color del agua, del mar, del cielo y de la
paz.
El amarillo decía ser el color de la alegría, del sol y de la
vitalidad.
El naranja pretendía ser el color de la salud, de la vitamina y de la
fuerza: solo había que pensar en las naranjas, mangos, papayas, zanahorias y
calabazas.
El rojo subrayaba su fuerza y valor, su pasión y su fuego.
El púrpura indicó que era el color de la nobleza y del poder.
Y el añil hizo notar que era el color del silencio, de la reflexión, de
la oración y de los pensamientos profundos.
La lluvia observó la disputa e
intervino con fuerza desatando su furia: los colores, presos del miedo, se
acurrucaron entre sí y se fundieron en uno... Y así, cuando cesó la lluvia, se
desplegaron dando forma a un majestuoso arcoíris y cada uno de ellos pudo lucir
su belleza sin rivalidades. Y se dieron cuenta de que juntos eran mucho más que separados.
Por eso desde entonces cada vez que
aparece un arcoíris en el horizonte es para recordar a los hombres que cuando soñamos
solos, solo es un sueño. Pero que cuando soñamos juntos, ese sueño se puede
convertir en realidad.
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