Palabras, imágenes, canciones, emociones que nos acompañan en nuestro camino.


dimecres, 4 de febrer del 2015

La piel del erizo. Irene Orce. La Vanguardia.

“Después de todo, tú eres la única muralla. Si no te saltas nunca darás un solo paso”, Luis Alberto Spinetta
La vida es una artista caprichosa. Como si fuéramos esculturas, nos va moldeando a golpe de obstáculos y experiencias. Nos reta y nos aprieta, poniéndonos a prueba para ver de qué material estamos hechos. Nos arrastra, nos eleva y nos enseña que somos capaces de sobrellevar, aceptar y sobrevivir situaciones límite. Pero a menudo ese aprendizaje deja cicatrices en nuestra psique y en nuestro corazón. Hay quien convierte esos recordatorios del dolor experimentado en su seña de identidad, como si fueran galones ganados tras una ardua batalla. Y cada vez hay más personas que los utilizan para construir una coraza, inspirada en la piel del erizo, que les proteja de los vaivenes y embistes del mundo exterior. El objetivo: impedir que les hagan daño, ser más fuertes, más duros y menos vulnerables. Así, ladrillo a ladrillo, espoleados por la promesa de la protección, van construyendo un auténtico muro de contención emocional.
Tal vez para comprender mejor cómo funciona este mecanismo tengamos que ahondar en su funcionamiento. Por lo general, se desencadena tras la identificación de una amenaza. El instinto de protección se dispara, y busca todas las maneras posibles de evitar el potencial dolor. No en vano, está profundamente implantado en nuestra psique. Y va de la mano de nuestro instinto más poderoso: el de supervivencia. Esta respuesta biológica es tan natural como necesaria. Nos ayuda a salir airosos de situaciones como esquivar un coche que va a demasiada velocidad al acercarse a un paso de peatones. Pero cuando asalta el mundo de las emociones, los resultados no siempre son tan positivos. Este mecanismo se dispara cada vez que alguien nos habla mal, nos insulta, nos traiciona, cada vez que entregamos nuestro corazón y termina hecho trizas, cada vez que nos sentimos rechazados, poco valorados, juzgados o atacados. Así como aprendemos a mantenernos alejados del fuego tras quemarnos al tocarlo la primera vez, tratamos de prevenir el dolor construyendo murallas, barreras y hasta auténticas fortalezas que bajen el volumen de lo que sentimos. Creemos que así seremos más impermeables a las emociones. Pero como sucede cuando encerramos algo en un tarro pequeño, la presión termina por hacer mella.
Cuando nos ocultamos tras una coraza, suceden dos cosas. En primer lugar, nos desensibilizamos. Aparentemente, las medidas que hemos tomado para evitar el dolor funcionan. Los estímulos que recibimos cada día nos llegan con sordina, y muchos de ellos nos resbalan. Pero pasado un tiempo, paradójicamente nuestra sensibilidad se intensifica. Como efecto secundario del aislamiento cada vez somos más desconfiados. Llevamos sin mostrarnos tanto tiempo que tememos profundamente la reacción de los demás si lo hacemos. Tenemos miedo a que cuando alguien descubra lo que hay tras la coraza, no les guste o no lo consideren suficientemente bueno. Así que optamos por no dejar entrar a nadie para evitar mostrarnos verdaderamente auténticos y vulnerables. Cuanto mayor nuestro escudo, más grande nuestra inseguridad. Y a medida que crece nuestra incertidumbre también lo hace nuestra necesidad de protegernos, que nos puede llevar a vivir a la defensiva.

El ‘síndrome del cactus’
“Sin duda, tu coraza te protege de la persona que quiere destruirte. Pero si no la dejas caer, te aislará también de la que quiere amarte”, Richard Bach
Cada vez más personas padecen del ‘síndrome del cactus’. Es decir, optan por aislarse en su propia fortaleza interior, desarrollando rasgos un tanto huraños y taciturnos. Al igual que los cactus, tienden a pinchar cuando te acercas demasiado a ellos. Viven en una especie de desierto emocional, o mejor dicho, sobreviven en ese desierto. Gestionan con eficacia los escasos recursos de los que disponen. Pero pese a su aspecto duro y resistente, tienen un interior cuajado de sorpresas. Sin duda, resultan mucho más sensibles y tiernos de lo que aparentan. Lamentablemente, hacen que resulte casi imposible descubrir esa faceta suya. A veces, ni ellos mismos se la creen. Quienes padecen este síndrome parten de la base que quien más invierte en una relación más tiene que perder. Consideran que cuanto más conozca el otro sobre su intimidad más poder de influencia le está dando sobre sí mismo, lo que resta el control que tienen sobre su propia existencia. De ahí que opten por la defensa como estilo de vida.
Vivir a la defensiva nos lleva a tomarnos cualquier comentario inocuo como una ofensa personal. Para mantener nuestra postura cualquier excusa es buena. ‘Los demás no son merecedores de mi confianza’, nos decimos. Así, terminamos creyendo que vivimos en un entorno hostil. Reaccionamos y saltamos ante cualquier cosa que se salga de nuestros esquemas, arruinamos amistades y relaciones de pareja por no atrevernos a salir de nuestra zona de confort. Percibimos al otro como un enemigo al que tenemos que vencer, y procesamos aquello que nos dice como si fuera en nuestra contra, para molestarnos o hacernos sentir mal. Pongamos por ejemplo a una pareja. Ella llega de un viaje de trabajo y se encuentra con la sorpresa de que él le ha cocinado la cena. Tras terminar, le dice: “¡Qué bien te ha quedado!” y él contesta: “¿Qué estás queriendo decir? ¿Que normalmente no cocino bien?”. Posiblemente ella no reaccionará positivamente ante el ataque, y la escena puede terminar mal. Lo cierto es que si ante una frase corriente atacamos como si fuera una amenaza o provocamos un conflicto, es porque algo no anda bien en nuestro interior.
Al igual que aprendemos a levantarnos cuando nos caemos, a abrir un paraguas para resguardarnos de la lluvia o a ponernos el casco cuando subimos a una moto, desde pequeños aprendemos que mostrarnos como somos entraña ciertos riesgos. No todo el mundo valora nuestras ideas, admira nuestra manera de hacer las cosas y respeta cada una de nuestras decisiones. Si así fuera, posiblemente nos convertiríamos en unos narcisistas de aúpa. A menudo nos encontramos con escollos en nuestras relaciones con los demás. Esos choques nos reposicionan y nos cuestionan, ayudándonos a construir nuestra propia identidad y a redefinir nuestros valores y prioridades. De ahí la importancia de aprender a mostrarnos. Eso implica dar entrada a los demás, dejar espacio para la intensidad, la crudeza y el enfrentamiento. Y también al tan temido dolor. No en vano, ese dolor, pregonero del cambio, es el que tiene la capacidad de transformarnos.
Entonces, ¿Qué sucedería si nos relacionáramos con los demás sin ningún filtro, en carne viva? Posiblemente se multiplicarían los malentendidos. Habría más roces, más conflicto. Nos veríamos abrumados por lo que sentimos. Pero aprenderíamos más. Viviríamos en las trincheras de la vida, en vez de contentarnos con jugar al ‘Risk’. El objetivo no sería construir una muralla y contener toda nuestra sensibilidad en esa especie de olla a presión, sino permitirnos vivir la intensidad en el día a día, dejando que nuestras emociones hagan mella pero sin destruirnos.

Vulnerabilidad al desnudo
“La vulnerabilidad no es debilidad, es nuestra medida más precisa de valor”, Brené Brown
Para lograrlo, tenemos que comenzar por redefinir el concepto ‘vulnerabilidad’. A veces, decirle a alguien ‘eres vulnerable’ puede interpretarse como algo peyorativo. Hay quien lo considera el antónimo de la fortaleza, pero nada más lejos de la realidad. Ser vulnerable no significa pasarse el día llorando por todo, sino que nos afecten más profundamente las experiencias que vivimos, las cosas que vemos, las personas que conocemos. Nacemos sin más protección que nuestra propia piel, una fina capa que apenas nos separa de todo lo que nos rodea. Crece con nosotros y el tiempo y los elementos la van curtiendo. Pero siempre nos ofrece un mundo de sensaciones. Si viviéramos encerrados, ocultos, temiendo que un rayo de sol nos dejase una peca de recuerdo, nos perderíamos muchas experiencias. De algún modo, es lo que hacemos cuando nos ocultamos tras nuestra coraza emocional. No permitimos que nuestras relaciones nos transformen, y en el camino nos perdemos a nosotros mismos. Todos los seres humanos anhelan el contacto con sus semejantes. Somos seres sociales, que nos construimos en el compartir. Y renunciar a nuestra naturaleza siempre acarrea consecuencias negativas.
Desarrollamos el ‘síndrome del cactus’ para protegernos del dolor. Estamos menos expuestos, pero no por ello padecemos en menor medida. Nos termina convirtiendo en prisioneros. Nos ocultamos y reprimimos, y aunque ganemos alguna batalla, siempre perderemos la guerra. Vivir a la defensiva nos impide relajarnos, conectar con nosotros mismos y con los demás de forma espontánea y auténtica. Nos impide conocer la paz, y limita nuestro disfrute. Paradójicamente, protegernos nos hace más susceptibles. Es uno de los efectos secundarios de vivir a la defensiva. Tratamos de protegernos, como una muñeca de sal flotando en una barca en medio del océano. Si nos dejáramos ir, nos daríamos cuenta de que no nos disolveremos y desapareceremos entre las aguas, sino que regresamos a nuestro estado original, conectados con todo. Tal vez entonces comprenderíamos que la mejor defensa no es un buen ataque… es no sentirse atacado.

En clave de coaching
¿Qué ganamos cuando nos escondemos tras nuestra coraza?
¿Qué nos aporta vivir a la defensiva?
¿Cómo cambiarían nuestras relaciones si nos mostrásemos más vulnerables?

Libro recomendado

‘El caballero de la armadura oxidada’, de Robert Fisher (Obelisco)


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