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dilluns, 29 d’abril del 2013

La química del amor eterno. La Vanguardia.



Un niño nace diseñado para enamorar a su madre por una cuestión de supervivencia. Llega al mundo indefenso y durante un tiempo dependerá de quien asuma la función de alimentarle, consolarle, estimularle… Suele ser la madre quien se encarga de esos cuidados durante el aterrizaje del niño en la vida. Ella no puede dejar de mirarlo, de pensar en él, de querer cuidarlo. Cuando el bebé empieza a sonreír, se activan en el cerebro de la madre regiones relacionadas con la recompensa. Así que ella se engancha a las sonrisas y las monerías de su retoño. Gracias a los avances neurocientíficos se empieza a saber mejor cómo influye el amor de madre en el cerebro del niño.
Ese vínculo entre una madre y su bebé es un complejo entramado de factores hormonales, neuronales, psicológicos y sociales. Muchas investigaciones avalan que el amor maternal no sólo es fundamental para un buen desarrollo cerebral del niño, sino que también es una excelente inversión para la salud mental del futuro adulto.
“Al nacer sólo tenemos desarrollado el 25% del tamaño del cerebro”, señala Adolfo Gómez Papí, neonatólogo del hospital Joan XXIII de Tarragona y profesor de la Universitat Rovira i Virgili. “El 75% restante –continúa– se desarrolla durante los dos o tres primeros años de vida. Aunque luego el cerebro puede cambiar, las estructuras básicas están formadas a los tres años. Y cómo se vayan desarrollando dependerá mucho del tipo de alimentación y de la relación que el hijo establezca con su madre”.
También influyen los genes y que, poco a poco, el niño se abrirá a otras figuras importantes para su evolución, como su padre. Pero, al principio, casi todo el horizonte del niño será el amor de su mamá –o de su cuidador principal, en el caso de que sea el padre, por ejemplo–. Como explica Enrique García Bernardo, psiquiatra del hospital Gregorio Marañón de Madrid, “el bebé recibe importante información emocional de su madre; ella le habla, lo acaricia, le canta, lo acuna, le sonríe…”. Empatiza con él, ríe con él, sufre con él. Lo ama. Y ese amor de madre va tejiendo el vínculo entre ellos, desarrollando el cerebro del niño, programando las conexiones entre las neuronas.
Un intercambio afectivo entre el hemisferio derecho de la madre y el de su hijo, como ha escrito en un artículo Allan Schore, profesor del Departamento de Psiquiatría de la Universidad de California-Los Ángeles (Estados Unidos) y uno de los principales investigadores del vínculo entre madre e hijo. Porque, como apunta Gómez Papí, “en el niño predomina sobre todo el hemisferio derecho, que tiene que ver con las emociones”.
Así que entre madre e hijo se da una intensa comunicación emocional. El idioma del bebé son sus llantos cuando tiene hambre o sueño, sus sonrisas, sus balbuceos… Y, el de ella, los besos y las palabras de amor que le dedica, los abrazos que lo consuelan, el alimento que le da, estar cerca de él… Un diálogo muy especial, cuyo código a veces parecen conocer únicamente la madre y el niño, y que moldea el cerebro del pequeño.

El recién nacido tiene unos 100.000 millones de neuronas. Y en los primeros años de vida se van a formar billones de conexiones entre ellas. Más o menos al final del primer año, señala Gómez Papí, se produce una poda neuronal. Ya hay billones de conexiones y, como el cerebro quiere economizar recursos, “poda las conexiones menos empleadas; si el apego con la madre ha sido seguro, se habrán formado muchas conexiones que tienen que ver con la seguridad, y esas conexiones se mantendrán”.
El cerebro se habrá preparado para vivir en un entorno seguro, así que el niño empezará a percibir la vida como un lugar seguro: me consuelan cuando estoy mal, quizás no tengo que temer al mundo. Una buena forma de encarar su futuro. “Tendrá más ganas de explorar. Los niños que no han tenido un buen vínculo son más inhibidos”, explica Ibone Olza, psiquiatra infantil del hospital Puerta de Hierro de Majadahonda (Madrid) y profesora de la Universidad Autónoma de Madrid. Una de las funciones más importantes de la madre –afirma– es regular las emociones de su pequeño. Es básico que le dé el consuelo que necesita. No es tan importante que acierte siempre si el niño tiene hambre o sueño cuando llora. Lo importante es que responda a su llamada para que este tenga más ratos de bienestar y menos de malestar”. Así, el niño siente que la persona más importante para él está disponible cuando la necesita. Y empieza a gatear por la vida con confianza.
Una buena base para la salud mental del futuro adulto. Como comenta García Bernardo, “una adecuada relación con la madre en los primeros años es un factor que ayuda mucho a la salud mental del adulto, aunque no lo es todo, porque la vida es muy larga”. Visto desde el lado amargo, numerosos estudios señalan que los niños que han vivido un apego inseguro porque han sufrido negligencias o abusos por parte de sus cuidadores principales tienen mayor riesgo de sufrir depresión, ansiedad o trastornos de personalidad durante su adultez. Y ¿cuántos niños viven un apego seguro? Según algunas investigaciones, aproximadamente el 75% establece un apego seguro, un vínculo cercano afectivamente y estable, con sus madres. “Las madres ejercen de madres desde hace ya años, y, en general, lo hacen bien”, recuerda García Bernardo. Unos primeros años de vida complicados no tienen por qué ser una condena de por vida. “El niño puede encontrar más adelante otras figuras de referencia. Y el cerebro es plástico, puede adaptarse. Se ve en los niños adoptados”, añade Adolfo Gómez Papí.
Algunas investigaciones sobre los cuidados maternos se centran en cómo afectan las primeras experiencias en la forma de afrontar el estrés a lo largo de la vida. Michael Meaney, profesor de Psiquiatría en la Universidad McGill, en Montreal (Canadá), es uno de los principales investigadores en este campo. En uno de sus experimentos participaron un grupo de personas de entre 18 y 30 años que dieron una puntuación elevada en un cuestionario sobre los cuidados maternos recibidos y un grupo de personas que dieron una puntuación baja. Les pidió que realizaran una tarea aritmética mental delante de una pantalla que les informaba sobre los errores que cometían y el tiempo que tardaban en resolver los problemas. Una inyección de estrés para ver cómo respondían. Y las personas que habían tenido buenos cuidados maternos segregaban menos cortisol, la principal hormona que se activa en el estrés.
“Cuanto menos cortisol se segrega, menos reactividad al estrés”, señala Roser Nadal, profesora del Instituto de Neurociencias de la Universitat Autònoma de Barcelona. Es decir, se afrontan con mayor tranquilidad los retos de la vida. Y la relación entre cuidados maternos y estrés en el futuro adulto se ha comprobado una y otra vez al estudiar los estilos de crianza de las ratas, que tienen un sistema nervioso parecido en algunos aspectos al de los humanos. Hay ratas que ejercen de madres con más entrega que otras. “Depende de si les dan a sus crías las suficientes caricias y lametones que estas necesitan y de cómo las amamanten. Algunas arquean su cuerpo para proteger bajo él a sus crías mientras maman y otras se ponen de lado y pasan de todo. Hemos visto que estas conductas activan o desactivan genes relacionados con el estrés. Y queda afectada la respuesta de las crías al estrés”, añade Nadal. Los cuidados de las madres dejan una marca en el cerebro y también en los genes. Algo que, según Meaney, parece confirmarse en estudios realizados con seres humanos. “Es lo que se conoce como epigenética: el ambiente modula la expresión de los genes”, dice Nadal.
Que madre e hijo formen un buen equipo afectivo puede favorecer además el desarrollo cognitivo del niño y ayudarle a sacar mejores notas. En buena medida, porque probablemente crecerá con más seguridad y estará más motivado. Aunque otro de los factores que explicarían este mejor rendimiento escolar es que los niños que han recibido buenos cuidados maternos podrían tener el hipocampo (estructura cerebral fundamental para el aprendizaje y la memoria) más grande.
En el 2012, investigadores de la Universidad de Washington en San Luis (EE.UU.) publicaron un estudio sobre la influencia de un buen vínculo maternal en el hipocampo de los niños. Primero, analizaron el tipo de relación que tenía con sus cuidadores principales –el 96,7% eran las madres biológicas– un grupo de niños de entre cuatro y siete años. Para ello emplearon una ingeniosa “tarea de espera”: dijeron a cada cuidadora que el niño debía aguantar ocho minutos para abrir un regalo que tenía al alcance y que estaba envuelto de forma muy llamativa. Una tortura para la capacidad de resistencia al deseo de un niño. Mientras, la cuidadora tenía que rellenar unos cuestionarios, tarea cuyo único objetivo era que no pudiera estar totalmente concentrada en el niño. Se buscaba reproducir el estrés que supone criar a los hijos, pues en la vida cotidiana, muchas veces hay que estar pendiente de ellos a la vez que se hacen otras tareas… Los investigadores observaban cómo se manejaba la madre en ese conflicto de intereses, si era capaz de ayudar correctamente al niño para que no abriera el regalo. En este caso, consideraban que el estilo de crianza que seguía ese cuidador era bueno para el niño.
Luego, mediante resonancia magnética, comprobaron que los niños que habían recibido una ayuda adecuada para no abrir el regalo tenían un hipocampo un 9,2% mayor que los que no habían recibido una buena ayuda. Aunque la mayoría de los cuidadores eran las madres biológicas, los autores del estudio opinaron que los efectos positivos de una buena crianza en el cerebro del niño serían parecidos aunque el cuidador principal fuera otra persona, como la madre adoptiva.
“Hay estudios con animales que confirman también que los que recibieron una buena crianza de sus madres tienen menos déficits cognitivos cuando son ancianos”, explica también Roser Nadal. 
Los descubrimientos sobre el vínculo madre-hijo son diversos. “Hay células del feto que se instalan en el cerebro de la madre durante el embarazo. Todavía no sabemos por qué”, comenta Ibone Olza. Los científicos continúan rastreando las claves neurocientíficas de la relación entre las madres y sus hijos. Mientras, ellas hacen mil y un malabarismos para combinar la maternidad con los demás aspectos de su vida. Los padres cada día intervienen más en la responsabilidad de criar a los hijos, pero todos los expertos consultados para este reportaje reclaman que la sociedad debería ayudar más a las madres. Por mucho que avance la ciencia, “todavía ser madre es difícil”, indica Olza. “Pero el vínculo –añade– entre una madre y su hijo es vital para la especie. La madre tiene que estar rodeada de personas que la cuiden. Como dice un proverbio africano, a un niño lo cría toda una tribu”.
Muchas madres se sienten culpables por no llegar a todo, por creer que, tal vez, no están dando a sus hijos el tiempo y el amor que estos necesitan. “Aunque es importante que estén tiempo con sus hijos –considera Enrique García Bernardo–, lo fundamental para un buen apego es la calidad del tiempo. Que, cuando una madre esté con su hijo, esté tranquila, disponible afectivamente y disfrute con él. Estoy seguro de que si las madres pudieran dedicar a sus hijos más cantidad y calidad de tiempo, la sociedad sería un lugar mejor”.


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