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dimarts, 25 de juny del 2013

¿ES LA SINCERIDAD UNA VIRTUD?. Ferran Ramon-Cortés. El País.

Ir “con la verdad por delante” no es siempre la mejor estrategia en nuestras relaciones. La sinceridad debe ser administrada a la dosis justa, en función de lo que la otra persona pueda asimilar.
Hace unas semanas había quedado para cenar con un amigo y como suele pasarme llegué al restaurante con quince minutos de anticipación. Me acomodaron en una pequeña mesa para dos. En la mesa de al lado, a unos escasos 40 centímetros, tenía a una pareja a los que les acababan de servir el postre. Mientras esperaba a mi amigo, no pude evitar prestar cierta atención a la conversación que mantenían. La mujer, en un tono recriminatorio, le estaba echando en cara al hombre algo que había sucedido la semana anterior, mientras él, con la mirada baja, aguantaba el chaparrón. Al acabar, le dijo:
“lo siento, pero te lo tenía que decir. Ya sabes que soy muy sincera...”
Tras una pausa que a mi se me hizo eterna, él le contestó algo así como:
“No se si me lo tenías que decir, lo que sí se es que ha sido mucho más de lo que yo estaba preparado para escuchar” tras lo cual se levantó, y sin más explicaciones abandonó el local.

LA SINCERIDAD: UN VALOR INTERPERSONAL.
Cuando pensamos en la sinceridad, pensamos invariablemente en términos de virtud. Pero lo cierto es que no siempre lo es. La sinceridad no es una virtud personal. Sólo puede ser virtud entendida y ejercida como valor interpersonal, es decir, teniendo en cuenta lo que la otra persona puede asimilar. Cuando en nombre de la sinceridad decimos todo lo que pensamos, sin reparar en el efecto de nuestras palabras, nuestra sinceridad no sólo deja de ser virtud, sino que puede poner en peligro nuestra relación con los demás. La sinceridad exige tener el valor de decir lo que uno piensa, pero no necesariamente todo lo que uno piensa. Para ser genuinamente sinceros, al valor de decir lo que pensamos, hemos de añadir la percepción de hasta dónde podemos llegar con nuestras palabras para no herir al otro. Siendo despiadadamente sinceros con alguien que no está preparado, no sólo corremos el riesgo de que nuestras palabras caigan en saco roto, sino que podemos abrir una gran brecha entre los dos.
Ser sincero significa además de estar dispuestos a decir lo que pensamos, preguntarnos en cada momento que efecto producirá en el otro lo que vayamos a decirle, y asegurarnos de que está preparado para recibir cada dosis de sinceridad que le administremos. Significa estar razonablemente seguros que puede recibir nuestras palabras como una ayuda para entenderse mejor y una oportunidad para crecer. Sólo así nuestra sinceridad será una virtud y contribuirá positivamente a la relación.

¿SE LO DIGO, O NO SE LO DIGO?
Hay gente que siente la necesidad de decir todo lo que piensa a los demás. Amparados en la sinceridad, nos corrigen y juzgan constantemente. “Te lo digo para ayudarte” nos advierten. Y a esta tarea constante de hacernos notar nuestros errores, se suma generalmente una percepción estática y limitada sobre nosotros, fruto de las “etiquetas” que nos hayan puesto en el pasado. Todo ello disfrazado de virtuosa sinceridad... Asumir la vocación de hacer ver a los demás sistemáticamente sus errores, nos hace unos pésimos compañeros de viaje, una compañía incómoda, y es muy probable que no nos aguanten mucho tiempo. Además, hacer ver a los demás sus errores es una actitud cuan menos arrogante: ¿Qué sabemos nosotros de los demás? ¿Cómo podemos juzgar sus motivos o sus comportamientos? Como seres humanos únicos e irrepetibles, cada uno de nosotros somos expertos sólo en nosotros mismos, y deberíamos actuar en consecuencia, no pretendiendo saberlo todo de los otros. Nuestra única motivación de ser sinceros con los demás, de decirles lo que pensamos debería ser ayudarles en su crecimiento personal. Y echarles en cara constantemente sus errores difícilmente ayuda.

TODO A SU TIEMPO.
Entender la sinceridad como virtud interpersonal significa también no tener prisa por decir las cosas, saber escoger el momento y el entorno oportunos y sobretodo saber parar a tiempo. Ser auténticamente sincero conlleva un gran esfuerzo de empatía, de estar dispuesto a “acompañar” al otro en su crecimiento, de no herirle ni “machacarlo vivo”. Tenemos muchas veces la urgencia de “decirle todo lo que pensamos” al otro, porque nos parece que “no se da cuenta”, o que “le abriremos los ojos”. Todas estas son expresiones comunes a la hora de aplicar nuestra muchas veces mal entendida sinceridad. Lo cierto es que nuestra urgencia es irrelevante frente a la correcta percepción que necesariamente hemos de tener de si el otro puede o no recibir toda nuestra sinceridad. No tengamos prisa. No intentemos decirlo todo hoy. Resolverlo todo hoy. Vayamos paso a paso. A la velocidad que nos marque el otro. Seremos genuinamente sinceros si somos capaces de administrar la sinceridad sin prisas, a pequeños sorbos.

SINCEROS CON NOSOTROS MISMOS
Hablamos mucho de la sinceridad de los otros, o de nuestra sinceridad con los demás, pero si queremos practicar de verdad la sinceridad deberíamos empezar por preguntarnos si somos sinceros con nosotros mismos. Y ello significa, en primer lugar, dejar de encontrar siempre excusas para nuestro comportamiento, y dejar de pasar la responsabilidad de lo que nos sucede a los de fuera o a las circunstancias. Empecemos a aplicar la sinceridad con nosotros mismos. Una vez hayamos probado la medicina, y le conozcamos su poder terapéutico pero también su amargo sabor si nos pasamos, podemos empezar a administrarla sabiamente a los demás.

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Algunas de estas cosas me hubiera gustado decírselas a mi vecina del restaurante. Aquella noche, después de la marcha de su pareja, todavía pasó un buen rato sentada en la mesa apurando su café. La oí llamar con su móvil, y decirle a su interlocutor algo así como “... ya sabes, hay gente que no soporta la verdad, pero es su problema”. Quizás sí. Pero lo único cierto al final de esta historia es que ella, con toda su sinceridad, estaba sola.


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