PRÓLOGO
Cuanto más lo pienso más me reafirmo en la convicción de que la pregunta más obvia, la que nos deberíamos haber hecho hace decenas de miles de años para sobrevivir, es la de saber qué les pasa a los demás por dentro. Me paran en la calle, escucho su discurso disonante relativo a por qué son como son sin serlo y me quedo fascinado de que me regalen otra ocasión de profundizar por qué sus neuronas no les hacen caso.
Creyeron primero que los dogmas, aunque exigieran sacrificios humanos, podían explicarlo todo. Después descubrieron que el alma estaba en el cerebro pero que guardaba celosamente todos sus secretos. Por último, ahora están, con razón, a la espera de que las resonancias magnéticas, clarificadoras de las huellas dejadas en el cerebro por la expresión de sus genes y la experiencia individual, les cuenten la verdad: ¿cómo se toma una decisión, realmente?, ¿qué canales utilizamos para almacenar los recuerdos en la memoria a largo plazo?, ¿de qué manera gestionamos nuestras emociones básicas y universales?, ¿planificamos los treinta años de vida redundante que nos regala el alargamiento de la esperanza de vida?, y, sobre todo, ¿por qué van a disminuir contra toda evidencia los índices de violencia en el planeta y aumentar los de altruismo?
Cuando haya concluido la lectura de este libro, al lector se le habrán sugerido nuevos caminos que, muy probablemente, le induzcan a cambiar de opinión y de vida. Sabrá explorar mejor las grandes incertidumbres que supuestamente le acosan. ¿Cuáles son esos caminos?
Primero, que estamos programados, es cierto, genética y cerebralmente, pero programados para ser únicos, porque nos habíamos olvidado del impacto neuronal de la experiencia individual. Podemos transformar nuestro cerebro.
Segundo, que la felicidad está en la sala de espera de la felicidad y que no debiéramos, por lo tanto, menospreciar el bienestar escondido en los a menudo largos itinerarios que conducen a ella.
Tercero, que si la felicidad es también la ausencia del miedo, tan verdad es que la belleza es la ausencia del dolor; lo que delata un rostro o un acontecimiento bello es que el metabolismo de aquel organismo o estructura funciona adecuadamente, de acuerdo con las leyes físicas de la simetría.
La gente de la calle queda sorprendida y agradablemente reconocida cuando juntos intuimos algo que no debiéramos haber olvidado nunca: hay vida antes de la muerte, y parecería lógico que este pensamiento fuera el que presidiera sus acciones, en lugar de seguir escrutando sólo si hay vida, únicamente, después de la muerte.
Quinto, que el cerebro, lejos de buscar la verdad, lo que quiere es sobrevivir; de ahí que cualquier disonancia con lo establecido genere su repulsa inicial. Enfrentado a una opinión distinta no sólo la repudia sino que se inhibe para ni siquiera considerarla. Lo contrario le obligaría a reconsiderar todo su planteamiento defensivo.
Sexto, que no es correcto intentar definir la inteligencia como se ha venido haciendo hasta ahora: los homínidos eran inteligentes y el resto de los animales no. Ahora resulta que pueden existir organismos inteligentes en el resto de los animales, y humanos que no lo son. Todo depende si se dan en ellos, simultáneamente, tres condiciones: flexibilidad de criterio que les permita cambiar de opinión, capacidad para diseñar representaciones mentales que les permiten predecir lo que va a ocurrir y, finalmente, si son o no innovadores.
Séptimo, que lo importante para innovar no es tanto la disponibilidad de recursos como el conocimiento necesario para progresar. Hemos estado acostumbrados en los años del milagro económico a que bastaba con aportar más recursos para superar dificultades, olvidando que el futuro no dependerá tanto de la cantidad de recursos como de la tecnología y del conocimiento.
Octavo, que el sistema educativo que dio trabajo a las generaciones anteriores ahora es incapaz de facilitarlo a los jóvenes si no están dotados de las nuevas competencias para abrirse camino: la capacidad de concentración, la vocación de solventar problemas, la voluntad de trabajar en equipo, desarrollar la inteligencia social y aprender, por fin, a gestionar sus emociones.
Noveno, que el cerebro tiene sexo y que los varones —al contrario de las hembras— irrumpen en la pubertad más tarde y se comportan toda la vida como si tuvieran doce años; en ellas, el comportamiento infantil desaparece con la edad mientras que en ellos perdura toda la vida. Lo de menos es la diferencia de su sistema límbico.
Décimo, que ahora sabemos tras numerosas megaencuestas y experimentos científicos las dimensiones de la felicidad sin las cuales es muy difícil que, en promedio, se dé en los humanos: relaciones personales, control de la propia vida, saber sumergirse y disfrutar del flujo de la vida. Las otras dimensiones sólo muestran cierta correlación con la felicidad en determinadas condiciones, como los niveles de renta, la educación o la capacidad de resolver problemas.
Undécimo, que nadie puede pretender sustentar la armonía en la pareja, reformar el sistema educativo y gestionar el mundo de las empresas sin conciliar entretenimiento y conocimiento. Sin fusionar en el mundo moderno los dos conceptos tradicionalmente antagónicos no funcionará ni la pareja, ni la educación, ni la vida corporativa.
Por último, que el colapso de las prestaciones sanitarias, educativas y de seguridad ciudadana, a raíz de la necesaria universalización de dichas prestaciones, en un mundo cada vez más globalizado, sólo podrá abordarse con éxito desde supuestos radicalmente nuevos de las políticas de prevención. En lugar de aportar más recursos para hacer frente a las crecientes demandas de prestaciones, la solución pasa por la puesta en pie de políticas preventivas que mermen las demandas ulteriores.
Barcelona, marzo de 2011
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