Buscada intensamente por unos, ahuyentada a cualquier precio por otros, la soledad, como todos los sentimientos, tiene geografía e historia y no es lo mismo en el Japón de hoy que en la España medieval.
Se está generalizando un recelo ante la convivencia, un miedo al compromiso, una escuela de desconfianza que busca la soledad como refugio
Los sentimientos nos informan acerca de cómo nos van las cosas. Son el resultado del choque entre nuestras expectativas y la realidad. La decepción, por ejemplo, me indica que mis esperanzas no se han cumplido. El miedo, que mis deseos están amenazados por la presencia de un peligro. El sujeto interpreta siempre lo que le sucede desde su cultura, sus proyectos y sus necesidades; por eso una misma situación desencadena sentimientos diferentes en diferentes personas. Esto es especialmente claro en el caso que hoy nos ocupa: la soledad.
Los puristas señalan que la soledad no es un sentimiento, sino una situación real -el hecho de estar solo– que para unas personas es fuente de satisfacción y para otras causa de horror. Como sentimiento, la soledad se ha convertido en un tipo de tristeza. Es la percepción de una ausencia, de algo que debería estar pero no está. El Diccionario de autoridades ya decía: “Se toma particularmente por orfandad o falta de aquella persona de cariño o que puede tener influjo en el alivio y consuelo”. En circunstancias normales, los humanos necesitamos compañía, comunicación y ayuda. Por eso, la soledad se vive como carencia, abandono, incomunicación o desamparo. Es, pues, la experiencia de echar en falta. Los neurólogos conocen muy bien lo que llaman miembro fantasma. Personas a las que se les ha amputado un brazo o una pierna experimentan dolor en el miembro que ya no tienen. Al parecer, tenemos una imagen de nuestro propio cuerpo íntegro, y cuando falta una parte, el cerebro detecta esa falta mediante el dolor. Algo parecido sucede en la soledad. El mapa de sociabilidad que tiene una persona grita al estar incompleto. El sentimiento de duelo es un caso bien conocido. La desaparición de una persona produce en alguien la ruptura de un apego, de un vínculo cuya profundidad tal vez no sospechaba. No es raro que la quiebra de una relación que se consideraba aburrida o molesta provoque un vivo sentimiento de soledad. Marcel Proust lo cuenta muy bien en el último tomo de En busca del tiempo perdido. Al llegar a casa, el protagonista se entera de que Albertine, su amante, ha huido. Durante cientos de páginas nos ha dicho que no puede aguantarla, pero al comprobar que se ha marchado siente una tristeza insoportable, que le desconcierta. Se siente solo cuando esperaba sentirse liberado.
La esencia de la soledad es echar en falta una relación deseada. No es una cuestión física, pues uno se puede sentir solo en medio de la multitud, y no hay nada más doloroso que la soledad de dos en compañía. Hace unas décadas tuvo gran éxito el libro de David Riesman La muchedumbre solitaria, en el que criticaba la incomunicación de las grandes ciudades. Poco después, Robert Putnam, otro sociólogo, publicó un trabajo que tuvo gran repercusión titulado Bowling Alone, algo así como “jugando a los bolos solo”. Se está generalizando un recelo ante la convivencia, un miedo al compromiso, una escuela de desconfianza, que busca la soledad como un refugio.
Los sentimientos tienen geografía e historia. Se manifiestan de distinta manera en culturas y en momentos históricos diferentes. El alma humana siente de muchas maneras. Hay sociedades comunitarias y sociedades individualistas, y en cada una de ellas la presencia o ausencia del otro se vivirá de maneras diferentes. Amae es el sentimiento más importante de la cultura japonesa. Es un sentimiento de interdependencia, que implica “depender y contar con la benevolencia de otro, sentir desamparo y deseo de ser amado”. En Europa, la soledad ha sufrido pleamares y bajamares. La búsqueda de la soledad tuvo un origen religioso. Los eremitas se retiraban al desierto para vivir “a solas con el Solo”. Consideraban que el trato con los demás era una fuente de distracción o de tentaciones. San Simeón estilita, viviendo en lo alto de una columna, puede servir de símbolo de este afán de soledad. Sin embargo, durante la edad media, que fue una época transida de miedos, la soledad aparece como amenazadora. El Renacimiento trajo una afirmación de la individualidad y un nuevo deseo de volver hacia uno mismo, Petrarca escribe un tratado de la vida solicitaria (De vita solitaria). Hay tres soledades, dice: la del lugar, que es la del desierto; la del tiempo, como la que trae la noche; la del alma, como la experimentan aquellos a los que la profunda meditación separa de los demás y les permite estar solos donde y cuando quieren.
También Montaigne escribe sobre la soledad. La necesita para escribir, pero reconoce que los estudiosos son presa fácil de la melancolía. Esta palabra tiene enlaces sutiles. Significa una tristeza sin motivo y sin sufrimiento. Victor Hugo la definió como “la dicha de ser desdichado”. Aparece dotada de un aura poética, y los románticos la buscaron afanosamente y, a través de ella, la soledad. Eso produjo un enfrentamiento entre ilustrados y románticos. Los enciclopedistas detestaban la soledad, porque consideraban que el hombre es esencialmente sociable. El romanticismo, vuelto hacia la escucha de los sentimientos, sólo puede coordinar su pasión amorosa con su afán de soledad y melancolía, degustando amores desgraciados. Rilke, que es un posromántico, da una definición del amor que mantiene el mínimo de comunicación: “Dos soledades que se protegen, se completan, se limitan, se reverencian”. Su ideal es “amar de lejos y conservar para sí la soledad”.
Mucha gente teme la compañía, y también mucha gente teme la soledad. Este horror puede ser tan intenso que incite a mantener cualquier tipo de relación con tal de librarse de él. Albert Ellis, un gran terapeuta, en su estudio de las creencias falsas que amargan la vida, incluía la de quienes creen que nunca podrían vivir solos. Para evitar fracasos recomendaba una “escuela para la soledad” paralela a una “escuela para la convivencia”
Sentimientos exóticos
Catherine Lutz es una de mis antropólogas preferidas. Vivió durante dos años en un atolón perdido en el Pacífico, con el pueblo de los ilongots, y despues nos contó el mundo afectivo de esa comunidad en un famoso libro titulado Unnatural Emotions. Los ilongots viven en grandes cabañas comunitarias, lo que resultaba muy incómodo a Lutz, acostumbrada a la privacidad de nuestras sociedades. Por ello pidió que le cedieran una pequeña cabaña para ocuparla ella sola. Con ello se granjeó una reputación de demente, porque nadie en su sano juicio, pensaban, podía preferir vivir solo a disfrutar de la cercanía y el contacto con otras personas.
La necesidad de vinculación troquela las costumbres. Cuando los ingleses introdujeron el fútbol, los tangu de Nueva Guinea se negaron a jugar si no se cambiaban antes las reglas del juego. A los tangu no les gusta que haya ganadores y perdedores, por lo que hubo que cambiar la finalidad del partido. Lo importante era empatar, y jugaban hasta que lo conseguían. A veces, hasta varios días.
Una opción personal
Leo en L’Express: “En Francia hay diez millones de célibataires”, de personas que deciden vivir solas, en una soltería buscada. Parece que ha calado la pesimista frase de Sartre: “El infierno son los otros”. Sin embargo, las encuestas dicen que los solistas disfrutan más de la amistad. Tienen 3,1 amigos de media, mientras que las parejas sólo 1,8. La única condición que ponen es que la amistad no exija compromiso ni altere la independencia o la libertad. Muchos sociólogos se alarman ante la expansión de un individualismo feroz, que no acaba de reconocer la necesidad de vinculación. La soledad se ha convertido en la fortaleza. “Mi soledad es mi castillo”, piensa mucha gente, y desde ella hace excursiones al exterior, para volver siempre al refugio. La reconstrucción del vínculo social, la invención de nuevos sistemas afectivos para la convivencia, aparece así como una de nuestras prioridades culturales.
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