El miedo es una emoción básica del ser humano. Jugar con las amenazas, los peligros y el desasosiego es una eficaz arma de control y una excusa perfecta para introducir cambios estructurales que de otra forma rechazaríamos
En el año 1662, el reverendo Joseph Glavill nos ofreció una descripción del tipo de hechos que estaban aterrorizando a todo el norte de Europa. En este caso concreto, los espeluznantes fenómenos tenían lugar en la aldea inglesa de Tedworth. Allí, una misteriosa presencia,
...“habiendo hecho algunas jugarretas a los pies de la cama del dueño, fue a otra cama, en la que dormía una de sus hijas. Allí pasó de un extremo a otro, levantando a la muchacha en cada movimiento. En esa ocasión se oyeron tres clases de ruidos en la cama. Intentaron alcanzarlo con una espada, pero siguió agitándose y evitó las estocadas, levantando de nuevo a la niña. A la noche siguiente, parecía un perro jadeante. Ante lo cual, la niña cogió una pata de la cama, que le arrancaron de la mano; y al subir la gente, la habitación se llenó de un penetrante olor a flores y empezó a hacer mucho calor, a pesar de que no había fuego encendido y de que era un invierno muy crudo...”.
Han pasado 350 años de estos sucesos que alarmaron a media Europa. Y cuando leemos descripciones como esta es difícil ponernos en el lugar de los atemorizados ciudadanos de entonces. Hoy en día, nadie sentiría pánico ante una narración de este tipo que se asemeja más a un cuento infantil de duendes que a una historia de terror. Por eso, los que han hecho del miedo su oficio renovaron la forma de esta historia para asustar al público actual. El fondo se conserva, prueba de ello es que seguimos denominando poltergeist (derivado de las palabras alemanas espíritu –geist– que produce ruidos o estruendos –polter–) a ciertos fenómenos que nos aterrorizan. Pero ahora, los que buscan atemorizar, en vez de narrar las travesuras de un duende juguetón, cuentan las historias de difuminadas presencias sin forma concreta que encarnan una inconcreta maldad sobrehumana. Los rasgos que nos infunden temor hoy en día son mucho más abstractos. Generar desasosiego y alarma ha sido siempre una buena táctica para controlar a las masas. El historiador Jean Delumeau, en su libro El miedo en Occidente, cita multitud de ejemplos del uso maquiavélico de esta emoción básica del ser humano. El temor al demonio en la época de la caza de brujas, la permanente desconfianza milenarista ante la supuesta inminencia de una plaga mortal o de una catástrofe natural y la mentalidad de asedio y la desconfianza ante los desconocidos en la edad media son prototipos de esta estrategia.
Pero desde la revolución industrial, ha habido un cambio significativo en los instrumentos de esa técnica. Los horrores claros y concretos que turbaban al ser humano dejaron de funcionar a la hora de asustar a colectividades enteras. Ya no era fácil amedrentar y controlar a todo el mundo mediante espantos con forma, porque siempre había un grupo de personas dentro del colectivo que no tenían miedo a los vampiros, a las tormentas o a los extranjeros. Por eso, los traficantes de miedo empezaron a usar tácticas más sutiles, sobresaltos más difusos con señales de alarma más difíciles de detectar. El miedo, en expresión de Zygmunt Bauman, se hizo líquido.
A lo largo del siglo XX, ha habido muchos ejemplos del uso de esa táctica de introducción del “temor-a-no-se-sabe-qué”. El movimiento nazi fue pionero: difundió unos falsos “protocolos de los sabios de Sión”, según los cuales los judíos se iban a hacer con el control del planeta. Y la conspiratoria hipótesis causó la suficiente alarma como para convencer a miles de personas de iniciar un exterminio sistemático de la supuestamente atemorizante etnia.
Miedos difusos
A partir de esas primeras décadas, los que intentan manipularnos a través de nuestros temores han preferido las amenazas difusas como estrategia de persuasión. Desde el miedo borroso a las ideas contrarrevolucionarias en las dictaduras comunistas hasta el temor a los arsenales de destrucción masiva que nunca están en ningún sitio, las alarmas que se difuminan y cambian de forma han permitido ir restringiendo libertades con la excusa de proteger al pueblo de problemas que se deshacen mientras intentamos afrontarlos.
La crisis económica es el último ejemplo de este tipo de táctica. Milton Friedman, uno de los economistas neoliberales más influyentes de ese siglo de consagración del miedo difuso, ya había advertido que “solamente una crisis real o percibida produce cambios verdaderos”. Los que manejan el poder parecen haber tomado nota y están utilizando nuestros recelos para tomar medidas que hubieran sido inaceptables sin ese temor generalizado.
En el fondo, la estrategia general es la misma que se ha utilizado a lo largo de la historia. Los agoreros de la crisis amplificaron temores viscerales que todos tenemos (en este caso, la turbadora idea de que no podamos sobrevivir económicamente ni sustentar a nuestras familias).
Para hacernos creer que eso era lo que estaba en juego, citaban “fuentes de autoridad” difíciles de rebatir porque no usaban datos ni argumentos y nos hicieron olvidar el paradójico hecho de que esos expertos que no previeron la crisis ahora parecían comprenderla perfectamente. Introdujeron en el discurso una retórica intimidatoria, basada en términos que no llegamos a entender completamente (“prima de riesgo”, “rentabilidad del bono”, “agencias de calificación”…) pero que parecían dar peso al discurso de alarma. Una vez creado el metalenguaje de la crisis, enlazaron argumentos que parecían sólidos pero que pocos alcanzaban a seguir (¿alguien entiende por qué un problema creado por las hipotecas basura y el desinfle de la burbuja inmobiliaria tenga que resolverse inevitablemente reduciendo el déficit público?).
Para ello, utilizaron sabiamente el papel de los medios de comunicación. El asesor presidencial Gavin de Becker, autor del libro The gift of fear, nos recuerda en esa obra que las televisiones y los periódicos –especialmente los canales locales, más faltos de noticias– tienen tendencia a dar una visión alarmista del mundo poblada de problemas insalvables. El libro está escrito antes de la crisis económica. Pero seguro que el autor hubiera encontrado ejemplos de esta amplificación del temor en el tono continuamente catastrofista (el mundo está al borde de la debacle económica desde hace cuatro años) de los medios de comunicación, en la forma de resaltar las malas noticias (cuando la prima de riesgo cae apenas se habla de ello) y en la sensación de que el mejor experto en el tema es siempre el más pesimista.
El resultado final de todas estas estrategias de manipulación ha sido devastador: el miedo y sus efectos se han colocado en el centro del sistema de valores sociales. La aprensión desdibujada, sin objeto, ha introducido en nuestras mentes la certeza de que no podemos hacer nada contra lo que se nos viene encima. Se ha generado desconfianza en los otros, individualismo, personas aisladas que compiten por recursos que creen escasos.
Y eso nos ha hecho buscar salvadores entre los de arriba: gracias a la sensación de indefensión que han creado, los poderosos se han permitido introducir reformas estructurales que nos van llevando a renunciar a espacios de libertad. Las tendencias sociales, las opiniones y las comunidades se han dividido: nos fijamos más en lo que nos diferencia y dejamos de apoyarnos entre nosotros. El clima de amenaza constante ha resultado ser, otra vez, un instrumento eficaz para aquellos que pretenden construir sociedades basadas en el egoísmo, en las que se potencia un concepto de libertad que no parte de la igualdad.
Un arma al servicio del poder
Una serie de documentales de la BBC, El poder de las pesadillas, señalaba hace pocos años la importancia del miedo como arma de manipulación:
“En el pasado los políticos prometían un mundo mejor. Tenían distintas formas de lograrlo. Pero su poder y autoridad surgía de la visión optimista que ofrecían a su pueblo. Esos sueños fracasaron y, hoy, la gente ha perdido la fe en las ideologías. Cada vez con más frecuencia, los políticos son vistos simplemente como administradores de la vida pública… Pero ahora han descubierto un nuevo papel que restaura su poder y autoridad. En vez de repartir sueños, ahora los políticos prometen protegernos de las pesadillas. Dicen que nos rescatarán de peligros terribles que no podemos ver y que no comprendemos”.
Unos años después de estas palabras, los poderosos parecen haber encontrado el perfecto ejemplo de terror etéreo en la incierta situación económica. A partir de ella, pueden desarrollar reformas económicas y sociales profundas que no serán discutidas porque los ciudadanos se encuentran en estado de shock. Haciendo circular y fomentando el miedo, pueden proponerse como salvadores de los peligros que ellos han creado y adoptar las medidas que, de todas formas, querían introducir.
Cuando nos dejamos llevar Ocurrió tras el 11-S: los ciudadanos estadounidenses asumieron un recorte de sus libertades y derechos civiles en pro de la seguridad nacional (un ejemplo son las medidas inútiles que nos complican la vida, como los controles en los aeropuertos, que no han servido para detener terroristas pero han alimentado la percepción de inseguridad). Sucedió tras las inundaciones de Nueva Orleans, que fueron una oportunidad para privatizar el ya de por si reducido sistema público de educación o sanidad. Volvió a darse tras el tsunami de Indonesia, que las autoridades locales aprovecharon para permitir la edificación masiva de la costa con hoteles de lujo. Y ha vuelto a suceder a finales de la primera década del siglo XXI. Analizar esta estrategia y entender sus armas es el primer caso para recuperar una forma de pensar y actuar basada en el sosiego. El primer paso es descubrir por qué pretenden manipularnos, que beneficios consiguen los traficantes de miedo, desacreditar las fuentes con argumentos, mirar a los ojos al miedo, descubrir su juego malévolo… y, cuando sea posible, reírnos de él.
A partir de ahí, será más fácil cambiar el clima de “sálvese quien pueda”. El ser humano asustado tiende a la división: buscamos lo que nos diferencia e ignoramos lo que nos une. Pero una vez que recuperamos la calma, volvemos a la empatía y a la solidaridad. Sin temor, es más fácil buscar respuestas colectivas en los momentos de dificultad. Si, como quería Galeano, “condenamos a muerte el miedo”, podremos construir una salida alternativa y dejar de esperar a que nos salven.
“La única cosa de la que debemos tener miedo es del miedo”, dijo Franklin D. Roosevelt. El terror saca lo peor del ser humano. Va llegando la hora de salir de él.
Algunos ejemplos impactantes
Brian Tobin, ministro de la Pesca de Canadá, difundió a finales de los años 90 un rumor que caló hondo en las gentes de Terranova. Afirmó que las focas son las culpables de la desaparición del bacalao. A pesar de la falsedad del bulo (en la dieta de estos animales esta especie sólo supone un 2% de la comida), el temor a la disminución de reservas de pescado duplicó el número de focas muertas en la campaña de ese año. La caza de focas, un ejercicio brutal, adquirió a partir de entonces proporciones dantescas.
Por las mismas fechas, la industria cinematográfica encontró un medio más innovador para difundir el terror: internet. Se empieza a pagar a jóvenes para que entren en chats y cuenten como ciertas (aunque no se sabe dónde ocurrió, ni cuando…) las historias que cuentan los guiones de películas. Esa estrategia convierte El proyecto de la bruja de Blair (una película que refleja el miedo líquido en estado puro) en una de las más rentables.
El mundo comercial tampoco es ajeno en esos años a la estrategia de los desasosiegos difusos. Un ejemplo: en Japón, aprovechando un hecho puntual (un niño resultó herido por un navajazo), una compañía de diseño logró hacer un gran negocio vendiendo chalecos antiapuñalamiento para los más pequeños. La marca que adoptaron para la línea de ropa lo dice todo: “Madre”.
Y, por supuesto, el pánico a nada se utiliza en esas mismas épocas como arma de persuasión en política. En el otoño del 2001 fueron enviadas cartas que contenían esporas de ántrax maligno o carbunco a medios de comunicación y a los senadores demócratas Tom Daschley y Patrick Leahy. Como consecuencia, murieron cinco personas. El despliegue informativo acerca de estos asesinatos fue enorme. El terror se fue extendiendo: el alcalde de Nueva York mandó aislar el Rockefeller Center; la población acudió en masa a comprarse máscaras antigás completamente inútiles contra el ántrax y a medicarse con sustancias que perdían su eficacia si eran tomadas a menudo antes de la infección.
Todos estos terrores que acongojaron al mundo hace menos de 15 años. Y ya nadie recuerda nada de ellos.Las reservas de bacalao siguen reduciéndose por culpa de la pesca ilegal y ya nadie culpa a las focas. En internet, los rumores que promocionan películas han dejado de ser creíbles. Después de los últimos acontecimientos en Japón, el mayor miedo de los padres no es precisamente que sus hijos sean apuñalados por una persona desequilibrada. Y del carbunco que iba a acabar con el mundo nadie se acuerda: de hecho, la investigación que ha publicado recientemente el Gobierno estadounidense acerca de lo ocurrido ha pasado desapercibida en los medios de comunicación a pesar de que desvelaba conclusiones novelescas: atribuía los envíos a un científico loco.
Los terrores líquidos, por su misma naturaleza, tienden a diluirse. El problema es que, mientras nos inundan, rompen diques (organizaciones de defensa de derechos sociales, tejido solidario, servicios públicos...) que servían para contener las ambiciones de los poderosos. Pasado el tsunami de terror, debemos reconstruirlos.
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada