“Tanta prisa tenemos por hacer y dejar oír nuestra voz en el silencio de la eternidad que olvidamos lo único realmente importante…vivir”, Robert Louis Stevenson
La prisa marca el ritmo diario de millones de personas. Bajo sus efectos, las horas del día parecen no ser suficientes para cumplir con nuestras obligaciones laborales y nuestras responsabilidades familiares. En sus manos nos convertimos en marionetas que bailan al son de una actividad frenética. Su único objetivo es transformar nuestra existencia en una carrera de máxima velocidad sin tregua ni fin. Al igual que un virus, resulta extremadamente contagiosa y de lo más dañina. Y viaja acompañada de un número considerable de efectos secundarios. Entre ellos destaca el estrés, condición que padece una importante parte la población y que supone una de las mayores causas de baja laboral en este país.
No en vano, el estrés nos lleva a la reactividad y a la precipitación, convirtiéndonos en esclavos de la insatisfacción y la ansiedad. Pongamos por ejemplo una mañana cualquiera en la oficina. Hemos llegado con la lengua fuera y entramos tarde a una importante reunión. A los cinco minutos, nuestro jefe nos encarga un informe urgente, y como de costumbre, nos indica que lo necesita “para ayer”. Nos ponemos inmediatamente a ello, pero eso no hace precisamente que disminuya la cantidad de trabajo pendiente que se acumula en nuestro escritorio. Entre una cosa y otra, terminamos comiendo un triste bocadillo para no perder más tiempo. Ya se sabe, en estos momentos de crisis, no está el horno para bollos. Sumamos a la ecuación unas cuantas llamadas telefónicas y una ristra de e-mails ineludibles, además de los comentarios de nuestro jefe acerca de cómo llevamos el dichoso informe.
La presión aumenta por segundos, al igual que nuestra sensación de agobio. Tomamos decisiones con el piloto automático, sin tiempo para planificar o prever. Al final de nuestra jornada laboral, estamos agotados y sin una pizca de energía. Un día más apagando fuegos con la prisa en los talones. Como consecuencia de esta cultura de la hipervelocidad, tan tóxica como nociva, se estima que más del 32% de los trabajadores –unos 6,5 millones de españoles aproximadamente– vive en un permanente estado de estrés, según se desprende de un estudio de la Universidad de Alcalá de Henares. Y lo cierto es que ya nadie pone en duda de que esta actividad laboral frenética merma nuestra salud física y emocional. Tal vez sea el momento de cuestionar la premisa generalizada de que la prisa ayuda de algún modo a obtener mejores resultados en menos tiempo.
MÁS ALLÁ DEL ESTRÉS
“Vísteme despacio que tengo mucha prisa”, Refrán popular
Salvo muy raras excepciones, todos los seres humanos hemos conocido los efectos del ‘estrés’ en un momento u otro de nuestra vida. En términos biológicos, surge como respuesta física a un estímulo que percibimos como una amenaza o un peligro. Se trata de una reacción muy útil y necesaria para la supervivencia en un entorno natural, donde habitan todo tipo de depredadores. Sin embargo, esta respuesta carece de utilidad en un entorno donde no se ve amenazada nuestra integridad física. Es más, resulta exagerada, incómoda e ineficaz. Incluso puede convertirse en un grave impedimento.
No hay más que imaginar que nos encontramos en el coche, de camino al trabajo. Llevamos más de media hora parados a causa de un tremendo atasco de tráfico. Poco a poco, nos va invadiendo la desesperación. Hoy nos interesaba especialmente llegar puntuales para preparar una importante presentación. Tras los estériles insultos de rigor y el abuso del cláxon, no nos queda más que atormentarnos con la perspectiva de recibir una bronca monumental. Nuestra mente interpreta la realidad que estamos viviendo como una potencial amenaza, y la lógica y la razón quedan relegadas a un segundo plano. El estrés entra en escena, liberando una serie de hormonas que activan la hipertensión. Y si no canalizamos correctamente la angustia que genera esta respuesta fisiológica, puede desembocar, entre otras cosas, en un ataque de ansiedad, taquicardia o insomnio. Así, en la medida que interpretemos la realidad como una amenaza, el estrés tomará el control, generando estados emocionales de agresividad y de depresión.
Si aspiramos a dejar de ser esclavos de esta reacción impulsiva y sus nocivos efectos, tenemos que empezar por aprender a ser más conscientes de que nuestra percepción de la realidad es siempre subjetiva. Cabe apuntar que en última instancia, el estrés es la señal que nos envía nuestro propio cuerpo para hacernos conscientes de que no podemos cumplir con las exigencias que impone nuestra mente. De ahí que en muchas ocasiones aparezca cuando, abrumados por la cantidad de responsabilidades y expectativas que recaen sobre nuestros cansados hombros, nos orientamos en exceso hacia el futuro. Al preocuparnos por lo que todavía no ha pasado o por lo mucho que todavía nos queda por hacer, nuestros pensamientos nos alejan del momento presente, que es el único que existe en realidad.
De ahí que sea tan importante saber distinguir la realidad –lo que sucede en cada momento y el espacio real en el que podemos actuar– de nuestros pensamientos, que nos arrastran a escenarios inexistentes, postales apocalípticas que a menudo nos generan experiencias de profundo malestar. Un buen comienzo para lograrlo consiste en centrarnos más en la dimensión del ‘ser’ que en el permanente ‘hacer’, que nos conduce a una inercia de actividad febril. En la vorágine del día a día apenas dedicamos tiempo para estar con nosotros mismos. Vivimos demasiado instalados en la prisa. Paradójicamente, uno de los mayores retos contemporáneos consiste en permitirnos descansar, darnos espacio para recuperarnos.
SER Y ESTAR
“De nada sirve correr, lo que conviene es partir a tiempo”, Jean de La Fontaine
En este escenario resulta interesante explorar el método ‘mindfulness’ o ‘conciencia plena’, desarrollado en el año 1979 por el Dr. Jon Kabat-Zin en la Universidad de Massachussets. Fundamentalmente, este método se basa en crear un espacio entre el estímulo que percibimos como una amenaza y la respuesta que damos. Se trata de aprender a ‘parar y ver’ antes de actuar, y responder de forma eficiente en vez de actuar de manera reactiva e impulsiva. No en vano, cuando estamos conectados con el momento presente somos capaces de observar la realidad de forma más objetiva, tomando perspectiva. De ahí la tremenda importancia de prestar atención a la atención.
Cuando vivimos bajo el yugo del estrés nos convertimos en seres que se definen por su precipitación, urgencia y rapidez. Estamos permanente irascibles y resultamos fácilmente irritables, y por lo general provocamos una respuesta negativa en los demás. Así empieza un círculo vicioso que se retroalimenta, ya que el estrés aumenta en un entorno que percibe como hostil. Para lograr romper esta inercia tenemos que sacar la prisa de la ecuación, dedicar tiempo a aquello que es importante. Y eso implica mejorar nuestra gestión del tiempo.
Uno de los elementos claves para gestionar nuestro tiempo de manera más eficaz es aprender a distinguir entre lo urgente y lo importante. Así, lo urgente son aquellas tareas que tenemos que realizar en un corto espacio de tiempo, y lo importante son las tareas relacionadas con nuestras necesidades reales. Para lograrlo, podemos dedicar tiempo y espacio a reflexionar y planificar nuestra agenda de manera que atendamos nuestras responsabilidades profesionales sin perder de vista hacia dónde queremos ir. En última instancia, la mejor manera de gestionar nuestro tiempo es saber realmente qué queremos hacer con él. De ahí la importancia de plantearnos la posibilidad de que tal vez renunciar a la prisa y apostar por ir despacio no sólo nos permitirá llegar antes, sino también más lejos.
EN CLAVE DE COACHING
- ¿De qué manera puedo gestionar mejor mi tiempo?
- ¿Qué cambiaría en mi vida si renunciase a la prisa?
- ¿Qué me ayuda a practicar el ‘ser y estar’?
Libro recomendado
‘El Sinsentido común’, de Borja Vilaseca (Temas de Hoy)
© Extracto del artículo publicado en el suplemento de La Vanguardia ‘Estilos de Vida’ (ES)
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