La admiración es un sentimiento que habla bien de las dos partes, del que admira y del admirado, y de la sociedad que genera seres admirables y otros seres suficientemente generosos y sensibles como para darse cuenta de lo que sienten. La admiración, en cambio, es incompatible con el cinismo, la envidia y el resentimiento
El modo como una lengua –cualquier lengua– analiza los sentimientos es siempre prodigioso. Ningún tratado de psicología alcanza su precisión ni su sutileza. En los idiomas se condensa la experiencia afectiva de la humanidad, que ha ido descubriendo emociones nuevas o creándolas a partir de unos cuantos afectos elementales, que son como letras de un alfabeto sentimental con las que se pueden formar infinitas palabras. Los psicólogos nos hablan de “tristeza”, pero el diccionario nos habla de muchas tristezas diferentes: melancolía, nostalgia, añoranza, abatimiento, morriña, pesar, depresión, etcétera. Hoy voy a referirme a un sentimiento por el que siento una gran simpatía: la admiración. Se trata de una emoción noble. Los miserables no admiran nunca. Ni los cínicos, ni los escépticos, ni los envidiosos, ni los resentidos. La actual cultura de la sospecha y el integrismo de la igualdad ciegan las fuentes de la admiración. De ahí la importancia de reivindicarla.
Para describirla, tengo ante todo que situarla en su entorno. Forma parte de una de las familias emocionales más nutridas y universales, la del asombro. Es su versión estética y moral. El asombro es el sentimiento provocado por la aparición de algo nuevo o inesperado. En su origen es un sistema fisiológico de alarma, lo que los fisiólogos llaman reflejo de arousal. Hace que la gacela levante y gire la cabeza al percibir un ruido extraño. Esto que parece tan sencillo es, en realidad, un alarde neurológico. Dicen los expertos que para poder reaccionar ante un estímulo nuevo, tengo, en primer lugar, que reconocerlo como nuevo, lo que supone compararlo con un mapa total de la realidad que debemos guardar en algún lugar de nuestro cerebro. Si les pregunto: ¿han estado ustedes en la luna?, me dirán que no, con mucha rapidez. Unos doscientosmilisegundos. ¿Cómo han sabido que no han alunizado? Cuando queremos que un ordenador haga algo parecido, nos percatamos de la extraordinaria complejidad del hecho. Tenemos que dar a la máquina una relación de todos los lugares donde hemos estado, luego hacemos que los compare con luna, y si no se da ese emparejamiento, el ordenador concluye que no hemos estado.
¿Hace algo semejante nuestro cerebro? No lo sabemos, pero algo tiene que hacer. Lo cierto es que la sorpresa detecta algo nuevo, algo que no ha encontrado pareja en la propia memoria.
Descartes, que escribió un tratado de las pasiones muy cartesiano –quiero decir racional y ordenado–, decía que el asombro es la primera de todas las emociones, la que nos prepara para las demás. Por eso, el asombro puede adquirir un tonalidad afectiva agradable –la sorpresa– o una tonalidad afectiva desagradable –el susto o el sobresalto–. De hecho, la etimología de “asombro” lo acerca a lo negativo, porque procede de umbra, sombra, y al parecer hace referencia al espantarse las caballerías por la aparición de una sombra. Por cierto, la palabra “espanto” no tenía en nuestra época clásica el significado negativo que tiene ahora. Era el asombro ante lo enorme. “Vive Dios que me espanta esta grandeza”, dice Cervantes en el comienzo de un famoso soneto laudatorio.
La sorpresa es el sentimiento agradable ante lo imprevisto. Es la esencia de la comicidad, del humor y de las novelas de intriga. Desde el punto de vista sociológico, hay culturas que aman la novedad y la sorpresa –así fue la cultura griega– y otras que a nada temen más que al sobresalto. En Java, por ejemplo, hay todo un ritual de acercamiento para no provocar ninguna sorpresa. Para completar la crónica de esta gran familia sentimental, mencionaré un último tipo de pasmo: la fascinación. “En la fascinación –escribió Sartre– no hay nada más que un objeto gigante en un mundo desierto. El objeto se destaca con relieve absoluto sobre un fondo vacío.” El espectador se queda prendado, hipotecado por el objeto. La riqueza del lenguaje al describir los sentimientos me parece literalmente maravillosa
Pero volvamos a la admiración, que es la emoción producida por la aparición de algo extraordinario que sorprende y agrada por sus cualidades, su belleza o perfección. Uno puede admirarse ante algo o sentir admiración hacia alguien. Podría hacerse un test de calidad humana con sólo preguntar: “¿Y usted a quién admira?”.
No se puede vivir sin admirar, pero no se puede vivir admirando a quien no es admirable. Durante siglos se pensó que su objeto adecuado era el buen comportamiento privado y público, por eso se convirtió en un sentimiento moral. La educación clásica se basaba en la propuesta de modelos que imitar. Es lo que Bergson llamó “la atracción del héroe”. Aurelio Arteta, autor del mejor libro que conozco sobre este sentimiento, considera que nuestra sensibilidad moral se define por dos sentimientos: la compasión, que nos hace sentirnos afectados por el dolor de los demás, y la admiración, que nos hace sentirnos estimulados por su grandeza. Por eso su definición más adecuada es:
“Sentimiento de alegría que brota a la vista de alguna excelencia moral ajena y suscita en su espectador el deseo de emularla”.
Ahora comprendemos por qué es un sentimiento mal visto en el mundo contemporáneo. Hay una confabulación contra la excelencia, que delata uno de esos sistemas de creencias invisibles que como detective me empeño en desvelar.
Un igualitarismo torpe sostiene que “nadie es más que nadie”, que lo importante es que cada cual “trate de ser él mismo”. Usar el mismo rasero es imprescindible en lo que afecta a los derechos, pero puede resultar mezquino y falso cuando se aplica a todos los órdenes de la vida. No es vedad que el comportamiento de las personas sea equivalente. A los europeos, que hemos sido criados en la desconfianza, nos parece ingenuo que a los educadores estadounidenses les parezca muy importante que los alumnos estudien los personajes públicos que han destacado por su comportamiento moral y sus virtudes personales. Sin embargo, esa cultura de la admiración resulta extremadamente conveniente. El respeto, otra actitud en quiebra, es una variante de la admiración: la actitud hacia alguien admirable por su mérito y autoridad.
Los europeos hemos cultivado cuidadosamente el descrédito del héroe y hemos dado al escepticismo, al cinismo, al pesimismo y a la desconfianza un prestigio intelectual que no merecen y que en el campo moral es demoledor. “Piensa mal y acertarás” es, además de un refrán miserable, una profecía que acabará realizándose por el hecho de enunciarla. La ceguera para captar la grandeza empequeñece a las personas y a las sociedades. Hegel ya lo advirtió: “No hay hombre grande para su ayuda de cámara, dice un conocido proverbio. Yo he añadido que si así ocurre no es porque aquel no sea un héroe, sino porque este no es más que un lacayo”.
Uno de los atractivos de la personalidad de Albert Camus fue su capacidad de admirar. “El mundo ha adquirido un espesor de vulgaridad que hace que el desprecio del hombre asuma la violencia de una pasión. Sin embargo, en el ser humano hay más cosas dignas de admiración que de desprecio.”
Sin embargo, la admiración puede equivocarse. La historia nos ha enseñado a ser cautelosos, proporcionándonos la sabiduría del gato escaldado. El siglo XX fue el siglo de admiraciones asesinas. El fervor de las masas por Hitler, Mussolini, Stalin o Mao convierte en temibles las admiraciones desmesuradas.
¿En qué quedamos? ¿Debemos admirar o no? Estas preguntas plantean un aspecto esencial para la educación de los sentimientos. Los sentimientos tienen un componente cognitivo que les hace ser inteligentes o estúpidos, acertados o errados. Cualquier sentimiento, por muy elevado que sea, puede convertirse en peligroso si no está dirigido por la inteligencia. Por ejemplo, la compasión es el sentimiento básico de la humanidad, pero puede dirigirse mal y convertirse en una sensiblería destructiva e injusta. Por eso es tan necesaria la educación de las emociones, que no consiste en erradicarlas, sino en penetrarlas de inteligencia. En el caso que nos ocupa, eso quiere decir educar para admirar apasionadamente lo admirable e intentar imitarlo.
LAS EMOCIONES UNIVERSALES
¿Hay sentimientos universales o todos son culturales? Los expertos están de acuerdo en reconocer unas emociones básicas universales que se manifiestan con expresiones comprensibles en todas las latitudes. El rostro de furia de un esquimal es comprendido por un bosquimano. Las admitidas por todos los investigadores son: sorpresa, alegría, tristeza, furia, miedo, asco. En mi plano del corazón humano distingo el reino de los deseos y el reino de los sentimientos. El amor es un deseo; los celos, un sentimiento. El ansia de propiedad es un deseo; la envidia, un sentimiento. Los sentimientos nos informan de la marcha de nuestros deseos. Si se cumplen, estamos satisfechos o alegres; si no se cumplen, decepcionados. Por eso he tenido que hacer la cartografía de estos dominios en dos libros distintos: Las arquitecturas del deseo y El laberinto sentimental.
EL ADMIRADO
Hace muchos años me impresionó una costumbre navideña de la Provenza. En el belén colocan una personaje que se llama el admirado. Es un pobre hombre, que llega con las manos vacías porque está demasiado ocupado admirando todo lo que ve, cautivado por la belleza de las cosas. Un villancico cuenta la historia:
Y el cautivado alzaba los brazos
diciendo: ¡Dios mío,
qué cosa tan hermosa;
un hombre que era desgraciado
y ya no lo es!
Sus compañeros se burlan de él, le llaman vago, le acusan de no haber hecho nunca nada:
¿Cómo que no hice nada?
Miré a los demás y les animé.
Les dije que eran buenas personas
Y que hacían cosas hermosas.
Los demás siguen burlándose, hasta que interviene la Virgen:
No les hagas caso, cautivado.
Tú viniste a la tierra para admirar:
Cumpliste tu misión y tendrás tu recompensa.
El mundo será maravilloso,
mientras haya gentes capaces de admirar.
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