Folco Quilici, cineasta, periodista y escritor
Tengo 80 años. Nací en Ferrara y vivo en Roma. Me he casado dos veces, tengo un hijo de mi primera mujer y los tres hijos de la segunda que han crecido conmigo. Y 8 nietos. Mi idea política más importante es la libertad. Creo en el diseño inteligente, algo hay, y en la evolución
... Y sigue navegando
En Viento rebelde (Plaza y Janés) narra la historia de su bisabuelo, que se fue siendo casi un niño con dos amigos en busca del oro de las Américas y volvió anciano. “Yo tenía ocho años cuando lo conocí, bajo su cama había un maletín, todos decían que estaba lleno de oro. Apenas hablaba, pero a mí me contaba sus aventuras. Desde entonces he querido escribir este libro. ¿Sabe qué había en el maletín?... Las cenizas de sus dos amigos”. Quilici sigue navegando en el mismo barco con el que investigó nuestra historia hundida. Medaglia d'Oro al mérito cultural, la revista Forbes lo incluyó (2006), por sus libros sobre medio ambiente y cultura, en la lista de escritores más influyentes del mundo.
Qué tiene usted con el mar?
Un amor que sólo puede sentir el que ha nacido tierra adentro. Tuve la suerte de que un hermano de mi padre era médico en un pequeño pueblo de Liguria y que yo de niño tenía mala salud.
¿El mar fue su medicina?
Sí. Ferrara tiene un clima terrible, inviernos fríos y húmedos. Iba al colegio siguiendo con el dedo el muro que me llevaba de puerta a puerta, vivíamos envueltos en niebla. Así que pasaba los inviernos con mi tío.
¿Entonces tuvo una infancia feliz?
Durante la guerra nuestra casa fue destrozada y mi padre, que era periodista, murió a los 15 días de llegar a África, en 1940, en la guerra contra los ingleses. Acabo de estrenar una película sobre él en Italia.
¿Qué recuerda de él?
Su amor por la libertad. No me quedé solo, sus amigos, periodistas y escritores, me siguieron de cerca. Han sido fundamentales en mi vida. Yo quería ser periodista y uno de ellos me convenció de que no lo fuera.
¿Con qué argumento?
“Siempre te compararán con tu padre. Mejor escoge otro lenguaje”.
Buen consejo.
Durante los casi tres años de guerra no pude ir a Liguria, pero en cuanto terminó cogí una bicicleta en aquella Italia del norte caótica y destrozada y me fui al mar. El destino quiso que apareciera un oficial americano con unas gafas de bucear que por turnos nos prestaba a los niños.
Y descubrió los fondos marinos.
Sí, e hice una elección para el resto de mi vida. A los 18 años, en 1948, hice una película submarina horrorosa, pero como nadie lo había hecho antes tuvo mucho éxito.
Se convirtió en el gran cineasta de los océanos.
Cuando quisieron hacer la primera película submarina italiana de verdad, en 1950, me llamaron a mí, y la película, milagrosamente, acabó en el festival de Venecia. En los años 70 empecé a hacer documentales para televisión, siempre enfocados a la parte histórica y etnográfica del mar.
Y nacieron películas que volvieron a triunfar en festivales internacionales.
De todas la que más me gusta es Océano (1972), la única en la que he hecho lo que me ha dado la gana.
Ya era un cineasta reputado.
… La auténtica razón es que el productor estaba entretenido con otras películas muy importantes y taquilleras y se olvidó de mí, eso me dio libertad, algo que en cine no existe.
¿Qué explicaba en Océano?
Lo que explico siempre: la gran riqueza humana y moral del hombre de mar.
Cuénteme.
Los pescadores y los navegantes, incluso en la guerra, ayudan a los otros hombres sin preocuparse de quiénes son. El mar es tan peligroso que los hombres sienten la necesidad de ayudarse mutuamente. Océano también me permitió encontrarme con el historiador Fernand Braudel, con el que hice diez documentales sobre el Mediterráneo.
De eso hace treinta años.
Ahora esas películas son un documento histórico. Sólo en Sicilia se hacían treinta tipos de barcos de pesca diferentes.
Hoy todas las barcas son iguales.
Sí, de plástico. Me conmueve haber sido testigo de cómo en muy poco tiempo una tradición de vida que había sobrevivido 3.000 años ha desaparecido ante mis propios ojos.
Impactante.
En mi segundo viaje a la Polinesia sufrí un gran desengaño: había casas de cemento, aeropuerto y barcas de plástico. Un viejo conocido leyó en mis ojos y dijo: “¿No te gusta?”.
...
“Vivíamos en cabañas –me dijo–, cuando llovía se nos hundía el techo, no teníamos médicos y con nuestros barcos tradicionales dependíamos del viento para comer. Ahora a dos horas de avión tenemos un hospital, y barcos de motor feos pero efectivos”. Ese romanticismo que yo padezco es un poco estúpido. El progreso, cuando lo ves en la piel de los otros, es el mejor de los bienes.
¿Qué lección le ha dado la vida?
La de no desesperar nunca. Mi padre murió, las bombas nos destruyeron la casa y otra serie de desgracias se sucedieron, pero lo superamos. Y la vida siguió presentando situaciones difíciles, pero quedaron atrás.
El tiempo todo lo relativiza.
Creo que lo más importante es no perder nunca la confianza de que lo lograrás. Se necesita mucha paciencia, pero yo nunca he aceptado un trabajo fijo, he confiado en mí.
¿El precio?
No tengo jubilación, pero todavía soy libre y tengo proyectos. Mis amigos jubilados tienen la sensación de que la vida ya ha terminado para ellos.
¿Dónde ha encontrado la magia?
En lo inesperado. En África casi me muero de malaria, me salvó el hecho de que un cura oyó que había unos italianos en un poblado que cocinaban muy bien. Recorrió kilómetros para probar nuestra pasta y de paso me curó con unas hierbas. También tuve un accidente bajo el mar y me caí con un helicóptero: siempre me salvó un milagro.
¿Lo más importante que ha aprendido?
Si escoges a la mujer adecuada, puedes ser feliz toda la vida, pese a las discusiones. Debes agarrarte con uñas y dientes a tus sueños, y ser flexible. Y algo que le he repetido a mis hijos: el tiempo es precioso ¡y vuela!
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