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dijous, 9 de juny del 2011

INTIMIDADES MASCULINAS 3 - El miedo a miedo. Walter Riso

Un hombre miedoso no es bien visto en ninguna parte. Es posible que algunas mujeres de fuerte instinto maternal se sientan momentáneamente enternecidas, o que algunos varones voluntarios de la Cruz Roja Internacional se apiaden, pero a la larga o a la corta un desprecio ancestral y muy visceral hace su aparición. Como sí no hiciera honor a su especie o pusiera en peligro la subsistencia de la misma, el varón cobarde es segregado y seriamente cuestionado, no sólo por las mujeres, sino también y principalmente por los hombres.
Hace unos años, después de haberme separado, fui a vivir a un nuevo apartamento. Recuerdo que el portero encargado, un hombre de unos sesenta años, tal vez por mi condición de "solo", se mostraba especialmente amable y colaborador. Siempre interpreté su actitud servicial como una forma de solidaridad y complicidad de género. Cuando yo llegaba con una amiga me abría la puerta del garaje con un guiño, o si recibía alguna visita femenina, su anuncio llevaba implícito un tono de anuencia con licencia para delinquir. Como si dijera: "Picarón... Picarón... Otra más... Bendito seas entre los varones de este mundo. ..Ya que yo no puedo, hazlo por mí...". Al otro día, si yo salía a trotar por la mañana, me saludaba con una sonrisa, una palmadita en la espalda y un comentario agradable sobre el clima y la salud: "¿Muy cansado el doctor?". Aunque mis reuniones con el sexo opuesto no superaban la media estadística de cualquier "soltero normal", mi amigo el portero comenzó a verme como una especie de ejemplo masculino: "El maestro". Me subía el periódico de primero, vivía pendiente de mi correspondencia y de mi carro, en fin, una especie de mayordomo inglés, con toque latino y comunitario.
Todo iba bien hasta que un día, a eso de las once de la noche, me despertó el roce de un objeto tibio, áspero y algo gelatinoso sobre mi rostro. Al tratar de moverme, el tal objeto comenzó a revolotear sobre mi cabeza con un estruendo de alas y en círculos, como si se tratara de una flotilla de helicópteros.
Cuando encendí la luz, descubrí que mi pesadilla se había hecho realidad: ¡en mi cuarto había un murciélago!, que por su tamaño debió haber sido pariente directo de Batman. El miedo a las mariposas negras, a las asquerosas cucarachas y a los atrevidos murciélagos, es uno de los legados genéticos de la familia de mi madre, que he tenido que aceptar e intentar vencer sin demasiado éxito; pero un murciélago en mi dormitorio, era demasiado. Luego de una especie de guerra campal durante media hora, en la cual yo intentaba infructuosamente que el animal saliera por el balcón (pienso que él intentaba que yo también hiciera lo mismo), decidí recurrir a mi amigo el conserje. En realidad, en esos angustiosos momentos de taquicardia, pilo erección y sudor frío, más que conserje era un ángel de la guarda. Cuando lo desperté y le conté atropelladamente mi drama, su preocupación inicial se fue convirtiendo en desconcierto y luego en curiosidad: no sabía si era en serio o en broma. Subió al apartamento y con la agilidad de un cazador, escoba en mano, mató al animal, lo tomó del ala y lo escudriñó como tratando de entender el origen de mi miedo. Por último me lo mostró, mientras decía lacónicamente:" ¿Qué quiere que haga con él?". Sólo atiné a contestarle que lo tirara lo más lejos posible, lo abracé y le di efusivamente las gracias. Sin embargo, al despedirlo pude percibir en su rostro un gesto apocado y una mirada de profunda decepción mal disimulada. Al cabo de unos días, el desencanto inicial de aquella noche se había transformado en indiferencia.
Había enterrado toda admiración: después de todo, nadie perdona a un ídolo derrumbado. Detrás de esa aparente fachada de varón "tumbador de locas", que él mismo había fabricado de mí, se escondía un cobarde incapaz de matar a un mísero murciélago. Me había convertido en un fraude, en un deshonor para la raza masculina. Aunque no me dejó de saludar, se acabaron los detalles especiales, las ayudas, los guiños y las palmaditas mañaneras. Ya no importaba cuántas amigas siguieran desfilando por mi vida: sólo quedó un seco "Buen día" o "Buenas noches", limpio de toda gracia y ajeno a cualquier simpatía.
Esta depreciación del macho miedoso no es exclusiva de los humanos. En un estudio reciente realizado con unos bellos y pequeños peces llamados Trinidadianl, publicado por Scientific Anucricril, los investigadores indagaron qué impacto tenían en las hembras las maniobras (le dos tipos de pececitos machos (osados y prudentes) frente a un grupo de depredadores de mayor tamaño. Los datos sorprendieron a los científicos. Los peces que más fanfarroneaban y arriesgaban su vida inútilmente, eran mucho más apetecidos por la hembras que los que se mantenían alejados del depredador y no hacían alarde de su valentía. Las hembras preferían pasar más tiempo y entregar sus encantos a los machos que vivían peligrosamente, en lugar de estar con los cuidadosos y juiciosos. La lógica marcaba que los pececitos más sensatos y precavidos deberían haber sido los más buscados para el acople, ya que eran los que ofrecían más probabilidad de sobrevivir, y por lo tanto, de asegurar la supervivencia de la especie. Pero las hembras preferían, de todas todas, a los machos audaces y temerarios. Como si dijeran: "Si pese a todo éstos sobreviven, deben ser mejor exponente para la especie". El Príncipe Valiente versión acuática.
Es evidente que existe un supervalor, en sus orígenes biológico y ahora cultural, que presiona despiadadamente al varón hacia la valentía. Ser cobarde es el peor de los insultos, motivo de reprimenda y hasta de fusilamiento en épocas de guerra. Tampoco creo que el tema esté muy superado por el sexo opuesto: ellas vigilen nuestros niveles de adrenalina. Si un hombre saltara sobre una mesa, pálido, tembloroso y gritando ante la presencia de un diminuto ratón que corre a su alrededor, creo que además de la novia, perdería hasta el apellido. Conozco un caso donde el matrimonio se suspendió por un incidente similar a éste: "¿Qué puedo esperar de un hombre incapaz de controlar sus miedos?", manifestaba indignada la candidata a esposarse. Si el de la mesa fuera una mujer, la irracionalidad de su comportamiento se juzgaría mucho más benévolamente, y se le darían algunos consejos sanos sobre cómo afrontar al diminuto e insignificante roedor, pero no se atacaría su autoestima.
Recuerdo el suceso tragicómico de un amigo psicólogo, excelente profesional y con una marcada fobia a los pájaros, quien cuando estaba en plena cita profesional con una remilgada dama, vio entrar por la ventana un enorme pájaro negro que se le posó en el hombro. Al encontrarse cara a cara con el animal salió corriendo, gritando y manoteando para alejar a la inoportuna ave. Más tarde, cuando otra psicóloga compañera de trabajo logró retirar el pájaro y él se animó a entrar de nuevo en el consultorio, la paciente se había retirado haciendo mutis por el foro. Como era obvio, nunca volvió. Cuando la secretaria la llamó para organizar otra cita, ella manifestó su incomodidad: "Puede ser que el doctor sea muy bueno, pero yo soy algo conservadora en las diferencias hombre-mujer... Me cuesta mucho confiar en un hombre cobarde... Mejor no renovemos las citas".
¿Quién dijo que el hombre no puede tener miedo?. De hecho, hagamos lo que hagamos, ya sea que recurramos al antiguo chamanismo o a la moderna ingeniería genética, el miedo es la respuesta natural e inevitable ante situaciones de peligro. Es la manera como la evolución nos equipó para defendernos de los depredadores, y aunque a los machistas no les guste, parece que va seguir acompañándonos por algunos siglos más. No estoy promulgando el miedo como una virtud a exaltar, sino como una característica irremediable con la cual hay que aprender a vivir. Puede que sea exagerado, irracional y patológico en algunos casos, pero definitivamente es imposible de eliminar de cuajo y para siempre (a excepción, claro está, de algunos tipos de psicopatía, como Boogie "el Aceitoso" y Harry "el Sucio").


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