Ana
se presentó en casa de Max antes de ir al trabajo y sin previo aviso. Max la
recibió con una sonrisa. Conocía a Ana y estaba acostumbrado a sus sorpresivas
apariciones. Dirigiéndose a la cocina le preguntó:
- ¿Quieres un café?
Ana,
sin prestar atención a su ofrecimiento, se instaló en la sala, y sentada en el
sofá, le dijo:
- Max, perdona por abordarte de esta
manera, pero es que tengo un problema con mi pareja puedo dejar de contártelo.
Desde hace ya un tiempo nuestra comunicación es un desastre, noto que no me
escucha para nada, y que se atrinchera en sus opiniones sin aceptar nada de lo
que yo le digo. En resumen, que hablar con él es cada día más como hablar con
la pared.
Max,
que se servía su habitual taza de café, le dijo:
- Él no te escucha, pero ¿qué tal le
escuchas tu a él?
Ana
se puso a la defensiva, y con evidente nerviosismo le respondió:
- Max, venía a que me ayudaras, no a que
me hicieras sentir peor. El problema no soy yo, es él, y su incapacidad para
ponerse en mi lugar. Parece como si lo que yo le contara le entrara por un oído
y le saliera por el otro, porque no es capaz de escuchar y mucho menos entender
nada de lo que le pueda decir. No me siento aceptada, vivo un rechazo continuo
a todo lo que yo le digo... Hay cosas que son evidentes, y él se empeña en
negarlas. Esto es lo que quiero que me ayudes a resolver.
- ¿Y si buscas puntos de encuentro entre
lo que tu le dices y lo que él piensa?.
- ¡Imposible!. De entrada, nada de lo que
yo le digo le interesa lo más mínimo, ¿sabes lo que es sentirse ninguneada, y
ver como al otro no le interesan lo más mínimo tus problemas?
- Quizás no es que no le interesen, sino
que no es capaz de dejar de pensar en los suyos...
- No, no es esto, porque él no tiene
problemas, te lo aseguro. Simplemente es incapaz de ver los míos...
Max,
viendo que Ana se encontraba bloqueada, y que no sacaría nada en claro en
aquellas circunstancias le propuso un pequeño juego.
- Ana, vamos a dar una vuelta. Caminaremos
hasta el muro de la entrada de la finca del vecino...
Caminaron
unos minutos, y llegaron al alto muro de la finca del vecino de Max. A
sugerencia de éste se situaron cada uno a un lado del muro: Max entró por la
verja y se situó dentro, quedándose Ana fuera. Una vez dentro, le preguntó:
- Ana, ¿de qué color es el muro?
- De piedra natural, de un marrón
oscuro...
- Pues yo estoy seguro de que es blanco.
De un blanco radiante.
- ¿Pero qué dices? ¿Lo dices para
provocarme?
- No, lo digo porque es así. El muro es
blanco.
- Max, ¿cuál es el juego? Estás actuando
como mi pareja...
- ¿Te importaría venir mi lado?
Ana
entró en la finca, y se situó al lado de Max. Éste le preguntó:
- Ahora, ¿de qué color es el muro?
Para
su sorpresa, Ana tuvo que reconocerlo: el muro, por dentro, y aunque ella no lo
podía ver desde fuera, era blanco.
Max
aprovechó que Ana se había quedado desarmada para decirle:
- Ana, las cosas no siempre son como las
vemos, porque a menudo sólo miramos “nuestro lado” de la realidad. En las
conversaciones con tu pareja, cada uno estáis viendo vuestra parte del muro, y
renunciáis a ver el muro en su conjunto. Si tu consigues por tu parte ponerte
en su piel y ver su lado, él empezará también a ver el tuyo y saldréis de este
bloqueo fruto de la visión parcial que tenéis los dos de las cosas.
Ana
seguía impactada por el juego del muro, y no respondió a Max de inmediato. Éste
aprovechó para añadir:
- Antes de hacer este pequeño paseo, hemos
estado hablando un rato. ¿Te has dado cuenta de que rechazabas sistemáticamente
todas mis ideas?
Ana,
tras reflexionarlo unos instantes, le dijo:
- Quizás si, aunque no me daba cuenta,
porque lo que necesitaba es que me escuchases tu a mi.
- Pues a lo mejores también es lo que necesita tu pareja. Ana,
cambia tu en relación a él, y serás el estímulo para que él también cambie en
relación a ti.
Volvieron
en un meditativo silencio a la casa. Max sabía que sus palabras habían calado
en Ana, y únicamente quería que se las llevara consigo para pensar al respecto.
Al
llegar a la sala, Max le dijo:
- Por cierto, Ana, repito la pregunta que
te hice a tu llegada: ¿quieres un café?
Ana,
atenta ahora sí a su ofrecimiento, no dudó en contestarle:
- Si, gracias. Lo tomaré solo.
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