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dijous, 28 de juny del 2012

LA PASION (y 2). José Antonio Marina.

Terminaba el artículo anterior con dos preguntas: ¿Se puede vivir sin pasión? ¿Se puede vivir apasionadamente? Freud pensaba que los humanos actuábamos para librarnos de la tensión, pero se equivocaba. Tememos la tensión y la deseamos, con lo que vivimos en la cuerda floja. A un lado la ansiedad; al otro, el aburrimiento o la anestesia afectiva. Antonio Machado lo explicó muy bien:
“En el corazón tenía
la espina de una pasión.
Logré arrancármela un día.
Ya no siento el corazón”.

Contaba Simone de Beauvoir que un día se encontró al escultor Giacometti con un brazo escayolado, y gritando muy contento. “¡Por fin me ha pasado algo! ¡Me he roto un brazo!”.
En muchas culturas se ha temido la pasión. A la amorosa se la consideraba peligrosa porque su fuerza podía transgredir normas. Al escribir el Pequeño tratado de los grandes vicios me encontré con la sorpresa de que en el origen de los pecados capitales estaba siempre una pasión. George Bataille escribió: “El Mal es la forma más violenta de expresar la pasión”. Con esta condena, el alma europea quedó atribulada y confundida. Ya no sabía que sentir. El fuego pasional era malo, pero, por otra parte, el Dios cristiano, Yahvé, era un dios apasionado, colérico, efervescente. Enfrentado al frío motor inmóvil de la filosofía griega, ese dios arrebatado planteó problemas a los teólogos, que no sabían cómo hacer compatibles las emociones divinas con su inmutabilidad, omnipotencia, y autosuficiencia. Las cosas tuvieron que volver a su cauce. Tomas de Aquino resumió en una frase ese cambio: “Las pasiones están también integradas en las virtudes, por eso, a veces, hay que estimularlas”.
Les dije que el apasionamiento podía ser un hecho coyuntural o un rasgo de carácter. La pasión es la intensidad en la percepción de lo valioso. Tiene por ello algo de poético. Los antiguos griegos –eran muy listos y se les escapaban pocas cosas– hablaban de la poesía como de una theia mania, como un arrebato divino. En el mundo desapasionado, los valores suenan con sordina, amortiguados. Ninguno de ellos hace vibrar las cuerdas profundas de nuestro corazón. Y como los valores son los que mueven nuestra acción, en esa grisura afectiva podemos encontrarnos desanimados e inválidos. Estamos sometidos a fuerzas ascendentes y descendentes. Podemos superarnos o encanallarnos. Por eso, hay pasiones altas y bajas, nobles y plebeyas. La calificación depende de los objetivos a que aspiren. En todas las culturas se ha considerado que la avaricia, el resentimiento, la envidia, el odio, la lujuria como sexualidad animalizada, era malas pasiones. El amor era una pasión ambivalente, porque podía ser creadora o destructiva, dependiendo del objeto amado. La ira también podía ser buena o mala. “A veces –decía Tomás de Aquino– es pecado no encolerizarse”. La indignación ante lo injusto es una ira necesaria. Otras pasiones eran siempre buenas: la justicia, la admiración, la búsqueda de la verdad, de la bondad y de la belleza.
Este análisis, que resume una parte de la historia de nuestra cultura afectiva, nos permite añorar una deseable pedagogía de las pasiones ascendentes, que tiene que basarse es una poesía de los valores altos. Necesitamos su impulso, su capacidad de movilizar energías, de soportar las dificultades, su creatividad, su fuerza para emprender lo arduo. En resumen, necesitamos las pasiones para volar. 
Recuerden el antiguo lema de la flecha: “ Si no subo, caigo”. En vilo estamos.

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