A menudo establecemos un confín invisible pero preciso para marcar nuestro territorio. Un sombreado imaginario que demarca nuestro lado de la cama, nuestro lugar en la mesa, nuestros estantes del armario. Los espacios propios confieren seguridad, y más cuando son tácitamente respetados, porque procuran un sentimiento parecido al de transitar por la vida con una casilla asignada.
En las primeras viviendas modernas, la casa era el living, un único espacio donde se comía, se dormía y se amaba. En las aldeas, hace cuarenta años, aún existían casas de ese tipo, sin rastro de vida privada. Recuerdo que estuve en una de ellas, no sin cierto terror: un inmenso comedor que parecía un hospital, con cuatro o cinco camas dispuestas una al lado de la otra en las que mayores, enfermos y niños dormían sin secretos porque aún no había anidado la fantasía de una habitación propia. Junto a la progresiva extinción del espacio común, representado sucintamente por el comedor, empezaron a proliferar viviendas de pasillos interminables, angostos y sombríos; la espina dorsal, el sendero doméstico que separaba derecha e izquierda asignando estancias a los diferentes miembros de la familia, apremiados en algún momento del día por una razonable fuga social. Casas con múltiples paredes que fueron aliviando su opacidad a finales del siglo XX, cuando lo doméstico adquirió lo diáfano como ideal y surgieron los primeros lofts. Ahí estaba resumido el paradigma de la posmodernidad: un espacio multifuncional, con tendencia al vacío, sin cortinas en las ventanas y con la bañera en medio del dormitorio, y una sobrevaloración de los metros cúbicos representada por los techos altos. Una respuesta romántica, en definitiva, ante la asfixiante falta de espacio de las metrópolis.
Hoy hemos vuelto a las puertas y a los tabiques. A los compartimentos y a las casillas. También a los muros mentales que levantamos para mantener nuestro recalcitrante individualismo a pesar de hallarnos bajo la mirada panóptica de infinidad de cámaras y pantallas. Leía anteayer en The New York Times que las vallas y los muros están de moda. No sólo los físicos, los que se levantan para endurecer y electrificar las fronteras con México, sino los invisibles, como nuestro instinto territorial. Los que dividen, clasifican y legitiman las diferencias, como el nuevo telón de acero económico que Merkel y Sarkozy planean para la UE. Muros que en tiempos de incertidumbre producen una sensación de seguridad y tranquilidad, de orden y geometría para los que están dentro. El resto, extramuros. Desde la muralla del emperador Adriano, construida para defender la civilización romana de los bárbaros pictos, hasta el muro de los lamentos en Jerusalén, las de Constantinopla o la Gran Muralla china se levantaron bajo el influjo de una poderosa idea: protegerse. Hace apenas veintidós años que se derribó el muro de Berlín, parecía nacer un nuevo mundo. Pero la abolición de viejas fronteras trajo nuevas servidumbres y también nuevas fronteras. El autor del artículo al que me he referido, Costica Bradatan, profesor de Filosofía en la Universidad de Texas, asegura que tras un repaso histórico, las paredes deben ser consideradas como una bendición:
"Un muro es siempre una provocación, y la vida sólo es posible como respuesta a las provocaciones; un mundo sin muros pronto ser convertiría en algo viejo y pasado".
Pero al igual que en la película de Buñuel El ángel exterminador, o en Bartleby, el escribiente apostado contra una pared noche y día, el tabique que retiene a sus protagonistas sólo existe en su cabeza. Los muros reales nos protegen o nos separan. Los mentales nos extravían.
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