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dilluns, 2 d’abril del 2012

¿DE QUE ESTAMOS HABLANDO CUANDO HABLAMOS DE AMOR?. José Antonio Marina. MAGAZINE de La Vanguardia

El filósofo José Antonio Marina analiza qué es el amor, qué significados le otorgamos y cómo se confunde lo que es un deseo con un sentimiento.

El amor es un deseo que va acompañado de sentimientos, a menudo contradictorios, y puede estabilizarse en formas de apego.


El lenguaje nos juega malas pasadas, porque hay palabras que se vuelven tan equívocas que resultan inservibles. Algo así sucede con la palabra "amor" y sus sinónimos. Suelo dar a mis alumnos y alumnas un consejo, a sabiendas de que no lo van a seguir. Les digo que, a pesar de ser un anticlímax, cuando reciban una declaración amorosa del tipo: "Te quiero con toda mi alma", lo sensato es preguntar: "¿Y para qué me quieres?". Desde hace tiempo trabajo en un "Test de enamoramiento" que sirva para responder a una pregunta de trascendental importancia: ¿cómo sabe una persona que está enamorada?. Tal vez usted piense que "eso se sabe", pero no debe de saberse tan bien cuando tanta gente se equivoca por confiar en evidencias aparentemente claras. Reducir esas dramáticas confusiones es asunto de interés social preferente, porque a todos nos interesa que las parejas funcionen bien.
Los sentimientos tienen las propiedades del cristal. Pueden ser transparentes, tornasolados, opacos, hieren cuando se rompen, y, además, pueden engañarnos, porque, como decía el sabio y ripioso Campoamor: "Todo es según el color del cristal con que se mira". Uno de los avatares más sorprendentes de las relaciones humanas es la frecuencia con que aquello que se elogia al comienzo acaba detestándose años después. El cristal ha cambiado. Lo que empezó beneficiándose de un prejuicio positivo acaba siendo víctima de otro prejuicio, ahora negativo. En estos oleajes cambiantes debemos saber navegar. No podemos prescindir de los sentimientos, pero no podemos fiarnos de ellos. Por esta razón, insisto desde hace años en la necesidad de una alfabetización emocional. Contando con la paciencia del lector y del Magazine, comienzo hoy una especie de "manual de sentimientos" en porciones.
La primera lección del breviario afectivo tiene un título que tal vez sorprenda: "Acerca de la necesidad de reconocer los propios sentimientos". ¿Cómo no voy a saber lo que siento?, se preguntará el lector o lectora. ¿Cómo no voy a saber si estoy enamorado, furiosa, aterrado o melancólica? No hay más remedio que distinguir: una cosa es la claridad de la experiencia y otra la claridad del significado de la experiencia.
Analice usted el significado de los celos. El celoso sabe, sin duda, lo que siente. Siente angustia ante la posibilidad, real o ficticia, de que un rival le arrebate el objeto de su amor. Todo se vuelve amargamente significativo para el celoso, porque cada gesto, cada olvido, cada palabra, cada ausencia de palabra, se convierte en prueba, corroboración, demostración de sus sospechas y de su desdicha. Hay en los celos un complejo entramado de sentimientos: el apego profundo y desconfiado hacia la persona querida, el malestar provocado por el supuesto éxito del rival, el temor de perder o tener que compartir una posesión. Analizar los celos resulta fácil, porque parecen transparentes a la conciencia. Pero las apariencias engañan. Los celos no suelen contar una historia de amor, sino una historia de "amor propio", que es algo muy diferente. Como ha estudiado Castilla del Pino, tienen que ver más con la posesión y la inseguridad que con el amor.
Volvamos a nuestro asunto. Para empezar a aclarar las cosas, comenzaré embrollándolas. El amor –arquetipo de los sentimientos– no es un sentimiento. ¿Y, entonces, qué es?. Aún a riesgo de impacientarle, tengo que trazar un apresurado plano del edificio afectivo en que vamos a movernos. Los afectos, es decir, aquellas experiencias que me afectan por entero, que invaden mi conciencia, coloreándola y moviéndome a actuar, habitan en tres niveles distintos: deseos, sentimiento y apegos. La sed es un deseo; la satisfacción de beber, un sentimiento; la afición a la bebida, un apego. Les cuento esto porque me parece imprescindible para saber de qué estamos hablando cuando hablamos de amor. El amor es un deseo que va acompañado de muchos sentimientos, con frecuencia contradictorios, y que puede estabilizarse en profundas y constantes formas de apego.
Parece muy brutal convertir el amor en un deseo, pero no es así, porque hay deseos generosos y espirituales. Por ejemplo, los padres desean que sus hijos sean felices y están dispuestos a sacrificarse por ello. Podemos hablar de amor al dinero, a la fama, a un perro, a una tierra, porque estamos hablando de distintas clases de deseo. Lo importante, al referirnos al amor a una persona, es saber qué tipo de deseo encierra. Por eso la pregunta definitiva no es "¿qué sientes por mí?", sino "¿qué desearías hacer conmigo?". Puedo desear disfrutar sexualmente de una persona, aunque sea una desconocida, y decir que eso es amor. Puedo desear comunicarme con ella, intimar, conversar, compartir actividades y sentimientos. También puede llamarlo amor. Y también puedo, y debo, llamar amor al deseo de que la persona amada sea feliz, a que esa felicidad sea un componente real de mi felicidad, y al deseo de que la otra persona sienta lo mismo. Es, en efecto, un tipo de altruismo egoísta, o de egoísmo generoso, que supone satisfacción y que impone sus propios deberes. Muchos de mis alumnos piensan que el amor es incompatible con los deberes. Si lo hago por deber, no lo hago por amor. Esa es una tontería peligrosa. El amor tiene sus propios deberes, como la navegación a vela. Una vez elegido el rumbo, debo hacer las maniobras necesarias para conservarlo.
Creo que este deseo de felicidad con dos centros –como la elipse– entró en el universo con el amor maternal. De hecho, la etimología de "amor" nos remite al indoeuropeo "amma" (madre). Y creo también que, deslumbrados y confortados por ese afecto, los humanos decidieron transferirlo a otros deseos; por ejemplo, al amor sexual. La ternura es un sentimiento hacia lo pequeño, hacia lo que nos conmueve por su vulnerabilidad y su gracia. Pues bien, hemos intentado extenderlo al amor sexual, que es adulto y bastante bronco en su origen. No me extraña que los enamorados se aniñen un poco e inventen lenguajes infantiles para expresarse su ternura, ni tampoco que entre los wiru de Papúa Nueva Guinea, los enamorados se alimenten boca a boca –como hacen muchas madres con sus bebés–, y me parece maravilloso que tengan una palabra para expresar esta expresión amorosa: "yanku-petu".
Esos diferentes deseos pueden darse juntos, por supuesto. El deseo sexual, de intimidad, el de confianza, el de hacer feliz a la otra persona, se complementan en su nivel más alto, pero a veces no van juntos. Parece increíble tener que advertir a las parejas de que una cosa es quererse mucho y otra querer vivir juntos. La convivencia exige deseos específicos y competencias específicas también.
Al ser un deseo –y no un estado–, el amor es una actividad. En castellano indicamos este paso a la actividad con la palabra "querer", que es mucho más fuerte y ejecutiva. Todos podemos desear muchas cosas indolentemente. Hay una graduación que va desde el "me gustaría" y el "me apetece", al "yo deseo" y, más allá aún, al "yo quiero". El amor perezoso, que se basa más en promesas y ensoñaciones que en hechos, es un simulacro de amor.
Volvamos al plano del territorio afectivo. El amor va acompañado siempre de sentimientos, que normalmente pueden confundirse con él, pero que en realidad sólo van modulándolo, fortaleciéndolo o agostándolo. Los sentimientos pueden ser agradables o desagradables, claro está, y es difícil que el amor sobreviva a sentimientos desagradables voluntariamente causados. Puede sin duda sobrevivir o incluso robustecerse en situaciones inevitables de dolor o tristeza –causadas, por ejemplo, por enfermedades o mala fortuna–, pero es difícil que sobreviva a una situación de tensión, miedo, violencia, aburrimiento o desánimo provocada y mantenida. Una amante de leyenda, Mariana Alcofarado, la monja portuguesa, escribía a su poco solícito enamorado: "Ámame siempre, y haz padecer más a tu pobre Mariana". Me parece un victimismo malsano. La etapa del cortejo o del enamoramiento suele ser tan satisfactoria porque, por regla general, ambos enamorados se esfuerzan por provocar sentimientos agradables en el otro, cosa que después se olvida con frecuencia.
Por último, el amor puede consolidarse como forma de apego. El niño siente apego por sus padres. Es una relación de necesidad, de dependencia, de seguridad, un deseo de no separarse. El amor se consolida en formas estables de cariño, de confianza. Pero este apego no sólo puede prolongar el amor, sino también suplantarlo. Suelo preguntar a mis alumnos: "Si alguien te dice, sinceramente, ‘no puedo vivir sin ti’, ¿debes tomarlo como una señal inequívoca de amor?". Suelen decir que sí, y se equivocan. Más de un asesino ha matado a su pareja porque no podía vivir sin ella, y sería por lo menos equívoco decir que la amaba.
¿De qué estamos hablando entonces cuando hablamos de amor? Sin duda alguna, de muchas cosas diferentes. Pero sería fácil que nos pusiéramos de acuerdo en describir la culminación del amor. Alguien ama a una persona cuando desea su felicidad, quiere ser causa de ella y necesita que la otra persona sienta lo mismo hacia él o ella. Esos deseos se expresan obrando en consecuencia y procurando sentimientos agradables, cálidos y animosos hacia la persona amada. Al final, puede instaurarse un apego profundo, intenso y generoso –como sucede con los buenos vinos y los fértiles campos– e irrompible.
En "El amor en los tiempos del cólera" –a mi juicio, la mejor novela de Gabriel García Márquez–, una pareja de enamorados que ha conseguido casarse después de muchos años de desencuentros y lejanías viaja en su barco aguas arriba y aguas abajo de un río. Y cuando el capitán, algo asombrado de ese tejer y destejer acuático, les pregunta: "¿Y hasta cuándo estaremos así?", el enamorado le contesta plácidamente: "Toda la vida".
La confusión de afectos en la literatura
La gran literatura nos enseña mucho sobre los sentimientos. Marcel Proust describe cómo podemos confundirnos al juzgar afectos. "La fugitiva", uno de los volúmenes de "En busca del tiempo perdido", comienza con la frase que un criado dice al protagonista: "¡Mademoiselle Albertine se ha marchado!". Durante cientos de páginas, el protagonista nos ha contado que ya no amaba a Albertine, que sólo la soportaba por inercia. "Hace un momento, analizándome, creía que esta separación sin habernos visto era precisamente lo que yo deseaba, y, comparando los pobres goces que me ofrecía con los espléndidos deseos que me impedía realizar, había llegado, muy sutil, a la conclusión de que no quería volver a verla, de que ya no la amaba. Pero aquellas palabras –‘mademoiselle Albertine se ha marchado’– acababan de herirme con un dolor tan grande que no podría, pensaba, resistirlo mucho tiempo. Me había equivocado, creyendo ver claro en mi corazón. Pero ese conocimiento, que las más finas percepciones de la inteligencia no habían sabido darme, me lo acababa de traer, duro, deslumbrante, extraño, como una sal cristalizada, la brusca reacción del dolor." Es triste comprobar la frecuencia con que no valoramos lo que tenemos hasta que lo hemos perdido.
Los poetas son muy dados a confundir el amor con los sentimientos que lo acompañan. Este conocido soneto de Lope de Vega no habla del amor, como presume, sino de su cortejo emocional. No dudo de que el infiernillo pasional sea muy entretenido. Lo único que digo es que no puede confundirse con el amor.

Desmayarse, atreverse, estar furioso,
áspero, tierno, liberal, esquivo,
alentado, mortal, difunto, vivo.
leal, traidor, cobarde y animoso;
no hallar fuera del bien centro y reposo,
mostrarse alegre, triste, humilde, altivo,
enojado, valiente, fugitivo,
satisfecho, ofendido, receloso;
huir el rostro al claro desengaño,
beber veneno por licor suave,
olvidar el provecho, amar el daño;
creer que el cielo en un infierno cabe,
dar la vida y el alma a un desengaño:
Esto es amor, quien lo probó lo sabe.

Usted va a ayudarme a dejarlo, ¿no?
Las confidencias de una de sus pacientes, transcritas por Walter Riso, sirven para aclarar con un ejemplo los problemas que causa confundir el amor con cualquier tipo de apego:
"Llevo doce años de novia, pero estoy comenzando a cansarme... El problema no es el tiempo, sino el trato que recibo... No, él no me pega, pero me trata muy mal... Me dice que soy fea, que le produzco asco. Cuando estamos en algún lugar público, me hace caminar adelante, para que no lo vean conmigo, porque le da vergüenza... Cuando le llevo un detalle, si no le gusta, me grita ‘tonta’ o ‘retrasada’, lo rompe o lo tira a la basura muerto de furia. Yo siempre soy la que paga... Pero lo peor es cuando estamos en la cama... A él le fastidia que lo acaricie o lo abrace... Ni qué hablar de los besos... Después de satisfacerse sexualmente, se levanta y se va a bañar... (llanto)... Me dice que no vaya a ser que le contagie alguna enfermedad... Que lo peor que le puede pasar es llevarse pegado algo de mí..."
La queja de la pobre mujer tiene la intensidad de un relato de Borges. Podemos imaginar el horror de su existencia. El terapeuta le pregunta: "¿Por qué no lo deja?", y ella contesta, entre apenada y esperanzada:
"Es que lo amo... Pero sé que usted me va a ayudar a desenamorarme..., ¿no es verdad?".



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