“Dime de qué presumes y te diré de qué careces”, Thomas C. Wolfe
La
vanidad es una religión con muchos fieles. Los hay de distintas edades, razas y
condiciones sociales, pero tienen una característica común: todos llevan
máscara. Sacrifican sus verdaderos rostros en el altar de la
apariencia para conseguir la admiración, valoración y respeto de su entorno.
Apuestan por el culto a la imagen como camino hacia el éxito y la felicidad. De
ahí que necesiten alardear de sus cualidades y presumir de sus triunfos. Sin
embargo, quienes
viven demasiado pendientes de dejar claro el propio mérito en todo lo que hacen
suelen pagar un precio muy alto. Se convierten en esclavos de su propio
disfraz.
Adicta
a la mentira y manipuladora por naturaleza, la vanidad nos aísla de la realidad. Su
embrujo nos convierte en rehenes de la imagen que queremos dar a los demás. Nos
lleva a ocultar nuestras carencias, lo que nos condena a vivir una vida falsa,
coreografiada, de cara a la galería. Pero encerrar bajo llave nuestras
inseguridades y nuestra vulnerabilidad no las hace desaparecer. El hecho de no
aceptar nuestros defectos y debilidades nos lleva a negar una parte de nosotros
mismos, y eso termina pasando factura. El culto a la apariencia crea
personajes, no construye seres humanos. Y los personajes tienden a vivir pendientes de lo
accesorio y olvidar lo verdaderamente esencial.
De
ahí que la vanidad crezca orgullosa al son de los halagos, que generan una satisfacción
tan inmediata como efímera. Busca su alimento en los aplausos ajenos, sin
atreverse a cuestionar si ésa es la fuente de la verdadera felicidad. Se
contenta con el respeto de los demás, olvidando el respeto que nos debemos a
nosotros mismos. Nos convierte en seres dependientes de una máscara ficticia,
lo que nos impide ser aceptados y valorados por lo que realmente somos. Esta
dolorosa realidad nos sumerge en una perenne sensación de malestar, que
tratamos de obviar centrándonos aún más en la perfección de nuestro disfraz.
Como pavos reales, seguimos atusando nuestras plumas y desplegándolas a la
menor ocasión. Pero lo cierto es que no lograremos un bienestar genuino y sostenible hasta que
nos atrevamos a conectar con nuestra autenticidad, aceptando nuestra luz y
también nuestra sombra, más allá de máscaras y maquillajes de cualquier tipo.
EL TEATRO DE LA
SOCIEDAD
“Vigila la máscara que te pones, porque con el tiempo puedes
terminar por olvidarte de quién eres realmente”, Alan Moore
Vivimos
en una sociedad que ensalza un determinado ideal de belleza. Que promulga unas
maneras de actuar y comportarse muy concretas. Y que propone una todavía más
ajustada definición de éxito. No hay más que encender esa caja de
entretenimiento que llamamos televisión y dedicarnos a observar. Como si de una
visita al circo se tratase, podemos deducir que un logro no es tal a no ser que
el público lo avale. Así, el éxito o el fracaso no se miden por los resultados
internos que obtenemos, sino por los que nos dictan los demás. Parece
que la fórmula de la felicidad se esconde siempre en algo que está fuera de
nosotros mismos. En la pareja, en una casa más grande, en un trabajo mejor, en
un coche nuevo…es más, parece que la satisfacción de comprar un coche último
modelo sea proporcional a la envidia de todos aquellos que lo miran con deseo.
Así,
poco a poco, vamos construyendo la creencia de que ‘tener’ ciertas cosas y
‘actuar’ de una determinada manera nos hace mejores que los demás. Y la promesa
subyacente: que el ser mejores implica que nos sentiremos mejor, más completos,
más felices. Parece que éstas son las reglas del juego. Tierra fértil para la
vanidad y la soberbia. Alardear nos hace sentir poderosos. Pero la triste
realidad es que este
poder tiene un lado oscuro: nos intoxica. Y lo cierto es que nunca
ha estado en nuestras manos, pues desde el primer momento lo estamos delegando
en aquellos que nos rodean. Es la tiranía de los aplausos. De vivir a través de un personaje, actuando
en el teatro en el que a menudo terminamos por convertir nuestra vida.
Son
muchos quienes viven en la jaula de las apariencias. Obligados a posar como
maniquíes en un escaparate. Marionetas en manos del juicio ajeno. Y sin apenas
tiempo para plantearnos qué importa más: ¿lo que piensa la gente o lo que
pensamos nosotros? Sacando punta al asunto, la opinión de otras personas tan sólo tiene
importancia si nosotros se la concedemos. Así, muchas veces
terminamos por asumir como propios los criterios mayoritarios, pese a que en
muchas ocasiones no estén en consonancia con nuestros verdaderos valores y
necesidades. Tal como afirmó el periodista Emile Henri Gauvreay: “Hemos construido un sistema que nos persuade para gastar
dinero que no tenemos en cosas que no necesitamos para impresionar a personas
que no nos importan”.
Lo
cierto es que superar el condicionamiento sociocultural recibido no es un
trabajo fácil. Incluso se considera que la salud mental consiste en adaptarse a
los parámetros convencionales de una sociedad, sin importar si dicha sociedad
está sana o enferma. Y cuando alguien opta por vivir renunciando a diluirse en
la conducta mayoritaria, se le suele tachar, como poco, de “raro”. Es el precio de
la autenticidad.
EL PARADIGMA DE LA
AUTENTICIDAD
“Hay que dejar la vanidad a los que no tienen otra cosa que
exhibir”, Honoré de Balzac
La
vanidad es traicionera. Nos limita en todos y cada uno de los ámbitos de
nuestra vida, porque nos lleva a considerarnos superiores y a gritar a los
cuatro vientos lo seguros que estamos de nosotros mismos y de nuestros logros.
Sin embargo, esta tendencia delata nuestras carencias emocionales. Anhelamos que
nos quieran tal como somos, pero no mostramos nuestro verdadero rostro por
miedo al rechazo. Así, demasiado a menudo vivimos en la cárcel de lo
que piensan (y dicen) las personas de nuestro entorno, acechados por el
fantasma de la eterna comparación.
Solemos
esperar que los demás llenen nuestro vacío y cumplan nuestras expectativas,
pero la realidad es que tan sólo nosotros podemos llenarlas. Liberarnos de
la tiranía de la vanidad pasa por conquistar nuestra propia confianza y
conectar con la humildad, que pasa por comprender que cada persona tiene algo
de lo que podemos aprender. De ahí la importancia de conocernos a
nosotros mismos y aceptar lo que vamos descubriendo acerca de quiénes y cómo
somos. De este modo, entraremos en contacto con una visión más objetiva de
nosotros mismos, que nos permitirá cuestionarnos y evolucionar,
comprometiéndonos con nuestro desarrollo como personas. Si creemos en nosotros mismos
y en nuestras posibilidades, dejaremos de vernos arrastrados por las opiniones
ajenas. Y así seremos capaces de tomar las riendas de nuestra vida, abandonando
nuestro disfraz y conectando con nuestra autenticidad.
No
en vano, ser
auténticos significa ser íntegros, respetando nuestros valores y principios,
siendo fieles a nuestro camino más allá del ‘qué dirán’. Trascender
nuestra vanidad pasa por empezar a valorarnos por la persona que somos, no por
la que creemos que deberíamos ser. Y aplicar esta misma premisa a la
manera en la que vemos a los demás. Eso supone romper con muchas creencias y
convenciones instaladas en lo más hondo de nuestro inconsciente. Aprender a
pedir perdón forma parte del proceso. También atrevernos a descubrir lo que es
verdaderamente importante para nosotros. No en vano, desprenderse de la máscara
de la vanidad requiere un compromiso a largo plazo. Significa renunciar a las
plumas con las que adornamos cada una de nuestras apariciones, apostando por la
sencillez que existe más allá de la distracción superflua del despliegue de
colores. Supone renunciar a ser el centro de la atención ajena y comenzar a ser
el centro de nuestra propia atención. Implica dejar de mirar los deslumbrantes fuegos
artificiales para poder admirar el brillo de las estrellas.
En
última instancia, la vanidad no es más que un espejismo en el desierto. Parece
hermoso, despierta admiración, invita a la persecución. Pero no por ello deja
de ser un triste montón de arena en un espacio vacío. Podemos decidir seguir
viviendo bajo el síndrome del pavo real, encerrados en el zoológico del
entretenimiento ajeno. O despertar del sueño y mirarnos en el espejo de la
honestidad. Sólo así podremos iniciar el cambio hacia la persona libre y
auténtica que podemos llegar a ser. Y cada vez que nos asalte el pensamiento de que “si no
brillamos, no nos amarán”…recordar que si no nos amamos a nosotros mismos,
jamás brillaremos de verdad.
EN CLAVE DE COACHING
- ¿Cómo quieres que te vean los demás?
- ¿Qué te aporta el reconocimiento superfluo de la sociedad?
- ¿Qué podrías hacer hoy para sentirte más auténtico?
Libro recomendado
‘El retrato de Dorian Gray’, de Oscar Wilde (Alianza)
©
Extracto del artículo publicado en el suplemento de La Vanguardia ‘Estilos de
Vida’ (ES)
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