Las estadísticas revelan que septiembre es el mes en el que hay más divorcios, porque en vacaciones, los conflictos de pareja salen a la luz.
Aunque parezca mentira, hay gente que está deseando terminar las vacaciones y regresar a la rutina. Hace un par de semanas Marçal Sintes escribió en las páginas de opinión de este periódico un magnífico artículo sobre la rutina. Decía Sintes que es un concepto con mala fama: «La idea de rutina no casa con una sociedad obsesionada, como mínimo hasta ahora, por la novedad, la velocidad, el cambio, el fragmento y la diversión». El artículo se refería elogiosamente a la utilidad y las virtudes ligadas a la rutina, «una rareza contigua a la provocación», según Sintes, para quien la rutina doméstica civiliza nuestro tiempo, y nos protege de la improvisación y el desconcierto.
Hay gente que desea terminar las vacaciones abrumada por el tiempo desprovisto de rutinas. Según el filósofo Pascal, «nada es tan insoportable para el hombre como estar en reposo, sin ocupaciones, sin aplicación. Siente entonces su miseria, su vacío. Sin poderse contener, sacará del fondo de su alma el aburrimiento, la negrura, la tristeza, el despecho, la desesperación».
Un veterinario del zoológico de Barcelona me contó hace tiempo quehabían descubierto una fórmula para que los gorilas tuviesen menos depresiones: en vez de darles de comer dos o tres veces al día, lo hacían siete u ocho veces. Así, entretenidos comiendo, se deprimían menos. (Ignoro si aún siguen la misma rutina; así como ignoro las tasas de obesidad de los primates).
Un argumento más a favor de la rutina. Según escribe Sintes que cuenta el tópico, «embota los matrimonios». Pues bien, las estadísticas revelan que septiembre es el mes en que hay más divorcios. Durante las vacaciones, con tanto tiempo sin rutinas y sin espacios y tiempos propios, los conflictos de pareja salen a la luz.
EL SECRETO DE PHELPS
Y lo último que he leído sobre la rutina y que quisiera compartir con los lectores proviene de uno de los periodistas más reputados de TheNew York Times, Charles Duhigg. En su libro El poder de los hábitos (Urano), escribe que el secreto del éxito del nadador Michael Phelps son sus rutinas. Los hábitos básicos del atleta se denominan, en literatura académica, «pequeños triunfos». Según Duhigg, los pequeños triunfos son lo que parecen, y forman parte del proceso en que las nuevas rutinas crean cambios generalizados. «Los pequeños triunfos son la aplicación constante de las pequeñas ventajas», escribió un catedrático de la Universidad de Cornell: «Guando se ha logradó un pequeño triunfo, se ponen en marcha las fuerzas para lograr otro pequeño triunfo».
Si le preguntásemos a Phelps en qué piensa antes de una competición, respondería que, en realidad, no piensa en nada. Pero eso no es cierto, según el entrenador Bob Bowman. Más bien, lo que sucede es que sus rutinas se han puesto al frente. Cuando llega el momento de la carrera «está a más de la mitad del camino de su plan en el que cada paso que ha dado ha sido un triunfo», según Bowman. Todos los estiramientos han ido como los tenía planeados. Los ejercicios de calentamiento han salido tal como los había visualizado. Por los auriculares suena la música que le gusta. La carrera es un paso más de un patrón -o sea, de un conjunto de rutinas que ha empezado a primera hora del día, y que ha sido una sucesión de pequeñas victorias. Sostiene Bowman: «Ganar es la consecuencia lógica». O sea, la victoria se obtiene creando las rutinas correctas.
Nos habla Gaspar Hernàndez del artículo de Marçal Sintes, Elogio de la rutina, publicado en el Periódico de Catalunya. Lo reproduzco a continuación porque lo he encontrado muy interesante y complementario al artículo de Gaspar.
Mantener ciertos hábitos resulta provechoso porque domestica, civiliza y ordena nuestro tiempo.
Hay palabras que tienen mala reputación y otras palabras que se ponen de moda o que caen en desuso. Pasa un poco como con los nombres de las personas. Unos nombres se ponen de moda para dar paso unos años después a otros diferentes. A veces rebrotan las Marías o los Marcos, a veces parece que solo se bauticen Pols o Vanessas.
Nos habla Gaspar Hernàndez del artículo de Marçal Sintes, Elogio de la rutina, publicado en el Periódico de Catalunya. Lo reproduzco a continuación porque lo he encontrado muy interesante y complementario al artículo de Gaspar.
Mantener ciertos hábitos resulta provechoso porque domestica, civiliza y ordena nuestro tiempo.
Hay palabras que tienen mala reputación y otras palabras que se ponen de moda o que caen en desuso. Pasa un poco como con los nombres de las personas. Unos nombres se ponen de moda para dar paso unos años después a otros diferentes. A veces rebrotan las Marías o los Marcos, a veces parece que solo se bauticen Pols o Vanessas.
Hay palabras, decía, que tienen mala reputación. Un ejemplo claro es la palabra honor. Cuesta mucho oír a alguien hablar de honor. O leer textos contemporáneos que se refieran a él. El honor tiene que ver con cómo alguien es percibido por su entorno social, pero también, y quizá más importante, por cómo uno es percibido por uno mismo. Podríamos llamarlo autohonor u honor propio. Honor no suele usarse hoy en día. Se prefiere mencionar la dignidad, que viene a ser como el honor pero laico, más civil. La palabra honor suena antigua e incluso carca. Designar algo con esta palabra contaminaría, poco o mucho, lo que se designa. Es por eso que suele evitarse en favor de otras opciones léxicas.
También tiene mala fama la rutina, aunque, a diferencia de honor, esta palabra se utiliza profusamente. Se emplea, empero, casi siempre en términos negativos. La rutina es mala, no se debe caer en ella. Mata la ilusión de vivir y embota los matrimonios. Se identifica a la rutina con el aburrimiento y el tedio, con el conformismo y el poco espíritu. Con el vacío. Si hacemos el experimento de buscar citas y frases célebres que contengan la palabra, no encontraremos ni una que no sea sombría. «Esfuerzo sin visión es una rutina, una visión sin esfuerzo es una fantasía»; «si piensas que la aventura es peligrosa, prueba la rutina. Es mortal». U otra entre muchas: «El progreso consiste en navegar siempre en contra de la corriente, que es la rutina».
Que haya palabras recurrentes en una determinada época indica sin duda cuál es el tono general de aquel tiempo y aquella sociedad. Si un programa de ordenador pudiera dibujarnos mapas de los cambios, en los que se apreciase qué palabras suben y cuáles bajan, por decirlo así, dispondríamos de una radiografía precisa de la transformación de los hombres y las mujeres, de la ondulación de sus razones y sus sentimientos. Porque las palabras no son neutras, todo lo contrario. Las palabras, cada una de ellas, remiten a un universo de significados, todas tienen olor y color, envoltura, al margen de si se refieren a una cosa u otra. Por tanto, cuando elegimos palabras, ejercicio que llevamos a cabo mediante mecanismos conscientes e inconscientes, nos estamos retratando. Estamos hablando, sabiéndolo o no, de nosotros. Confesando qué somos y desde dónde hablamos. Nuestras palabras dicen mucho de nuestra identidad. O, como decía un poco más arriba, de cómo razonamos y cómo sentimos. Son un espejo.
Esta constatación me lleva a concluir que debe haber motivos que hagan que la palabra honor no esté de moda o el significado de rutina sea tan poco apreciado. Como el primer caso más o menos ya lo hemos visto, quizá merece la pena que nos concentremos por unos instantes en el segundo, en la rutina. Como hemos visto, la palabra rutina se emplea fundamentalmente para advertir contra los supuestos efectos paralizantes y alertar del peligro de caer prisionero de ella.
La rutina, al menos en la acepción que aquí nos interesa, significa repetir una serie de acciones sin razonar o pensarlo mucho, de forma, como se suele decir, automática. La rutina remite en nuestros días a lo sabido, a lo que no cambia y es aburrido, la rutina hay que romperla. Y quizá ahí se ubica la maldición que pesa sobre el concepto, dado que la idea de rutina no casa con una sociedad obsesionada, como mínimo hasta ahora, por la novedad, la velocidad, el cambio, el fragmento y la diversión. La palabra rutina está empapada de todo lo contrario.
Hablar elogiosamente de la utilidad y las virtudes ligadas a la rutina es prácticamente, en nuestro contexto, una excentricidad. Una rareza contigua a la provocación. Pero hay pocas cosas tan provechosas como la rutina. La rutina deseada e inteligentemente utilizada, no la rutina obligatoria o impuesta. La rutina domestica nuestro tiempo, lo civiliza. Lo ordena. Nos protege de la interferencia, la extrañeza, la improvisación y el desconcierto. La rutina nos permite situarnos un poco más allá de la realidad, suavizar la superficie áspera y poco amable. Nos libera, en la medida que nos regala un cierto espacio para poder pensar en otras cosas, para pensar durante la cotidianidad. Incluso para ayudarnos a construir espacios para la reflexión. La rutina es el lubricante que nos permite hacer más y mejor. Con menos abrasión, con menos tiempo y energía.
Se cuenta que es por eso que Einstein tenía el armario lleno de trajes todos iguales, para no tener que decidir cada mañana qué se ponía. Para ahorrar el tiempo y la energía que comporta tener que resolver cada día un mismo problema. Dicen que Steve Jobs apreciaba esta misma bondad en su uniforme de suéter negro, vaqueros y bambas New Balance.
Marçal Sintes, El Periódico de Catalunya.
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