Había una vez un monje que en todo momento buscaba la perfección. No soportaba la menor imperfección en los cánticos religiosos; una arruga en la ropa; un plato mal lavado; una palabra mal dicha; un error o equivocación por insignificante que fuera. Le resultaba intolerable si algún compañero bostezaba en los oficios religiosos o si veía una mota de polvo en los bancos de la iglesia.
Sufría mucho con sus compañeros en el monasterio y, convencido de que allí no le iba a ser posible encontrar la perfección, pidió permiso al abad para irse a vivir completamente solo. Se llevó lo imprescindible: algunas ropas, sus libros de rezos y un cántaro para llenarlo con agua del río.
Eligió como morada un lugar muy bello y pasó la noche en oración. Cuando amaneció, se despertaron los pájaros y flores y pensó, agradecido, que allí sí, por fin, encontraría la perfección deseada.
A media mañana tuvo sed, fue al río a buscar agua y, al cargar el cántaro, se le derramó un poco de su contenido. No aceptó esa mínima imperfección, arrojó el agua con despecho y se le mojaron y enfangaron los pies con el polvo del camino. Volvió a tomar agua y de nuevo se le derramó. Repitió la operación con cierta inquietud, y a la tercera vez, lleno de cólera, quebró el cántaro.
- La causa de mi cólera no está en los demás -pensó al calmarse-. El enemigo está aquí adentro.
Regresó al monasterio, pidió perdón y desde aquel día, empezó a ver con ojos nuevos y cariñosos a sus compañeros.
Aplícate el cuento, Relatos de Ecologia Emocional.
Jaume Soler y Mª Mercè Conangla. Amat Ediciones.
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