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dimarts, 25 de desembre del 2012

Nadie es tan pobre que no pueda regalar una sonrisa. Lucía Etxebarría. La Vanguardia.

Los investigadores del departamento de Psicología de la Universidad de British Columbia, en Canadá, y de la Escuela de Negocios de Harvard llevaron a cabo un experimento cuyo resultado se publicó en la revista Science. Preguntaron a 635 individuos por sus ingresos y su valoración del grado de felicidad. Después, calcularon cuánto gastaban al mes en pagar facturas y en regalos para sí mismos (“gasto personal”), o en regalos para otros y en donativos de caridad (“gasto prosocial”). Hicieron otro experimento con 46 participantes, a los que repartieron sobres con dinero para gastarlo ese mismo día. Asignaron al azar cuáles debían gastarlo en regalos para sí mismos y cuáles en regalos para otros o donativos, y midieron el grado de felicidad de cada uno antes y después del gasto. La conclusión taxativa fue que el gasto personal no está relacionado con la felicidad, pero el prosocial sí: si una persona gasta mucho en sí misma, no es más feliz que si gasta poco. Pero cuanto más dinero gasta la gente en otros, más feliz es.

Vivir la Navidad en Año de Crisis tiene dos cosas buenas. La primera, que este año el horroroso engendro de árbol eléctrico gigante que normalmente se alzaba desde el centro de la rotonda cercana a mi calle ha desaparecido, para alegría de mi vista y de los conductores a los que ya no cegará. La segunda, que los ciudadanos no se lanzarán a despilfarrar desaforadamente sus ahorros de todo el año. Aun así, doy por hecho que todo el mundo regalará, pero ya no podrán llegar a última hora al Gran Almacén de turno y apoquinar doscientos euros para quedar bien ante el cuñado o la suegra, sin invertir más de cinco minutos en elegir el pre­sente. Este año, crisis obliga, si no nobleza.
Los regalos no valen por lo que cuestan en euros, sino por el cariño, el esfuerzo, el tiempo invertidos en su búsqueda y en su preparación. Por eso muchas veces nos resulta tan importante el envoltorio o el estuche como el obsequio mismo. Por eso yo siempre envuelvo personalmente mis regalos, en un papel manila especial que compro en una tienda de artículos de bellas artes. Y por eso yo valoro más los dibujos que me hace mi hija –unas fantasías multicolores de tremendo barroquismo y horror vacui, en las que debe de invertir horas– que los carísimos centros de flores que me envían los editores (perdón… enviaban, doy por hecho que este año recibiré un libro como mucho). Porque el símbolo esencial de la Navidad no son las figuritas de los nacimientos, ni Papa Noël, ni el árbol iluminado, ni el besugo, ni el cava ni los turrones de Jijona. El verdadero símbolo de la Navidad son, sobre todo, los regalos, que se supone que conmemoran los regalos de los pastores y de los Magos al Niño. Sea usted o no cristiano, la Navidad le ofrece la oportunidad de comprobar en carne propia que “hay más alegría en dar que en recibir”. Lo dice el Evangelio (Hch 20, 35), y lo reiteró el estudio citado al principio del artículo.

A todos nos gusta recibir regalos, pero sobre todo lo que nos encanta es hacerlos. Por lo menos a mí. Regalar como muestra de afecto, sin esperar nada a cambio. Porque, a fin de cuentas, la gente no se quiere porque se haga regalos, sino que se hacen regalos porque se quieren.

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