Lo urgente se nos
come. Su avidez no tiene límites. Tiende
a invadirnos como un cáncer voraz. La urgencia entra por la puerta, por el
teléfono, por el correo electrónico, por todos lados: llamadas que exigen una
respuesta inmediata, trabajos que deben ser realizados con premura, reuniones
que se adelantan por cuestiones perentorias, correos electrónicos que solicitan
acuse de recibo y respuesta inaplazable, interrupciones de toda índole que,
chulescas, entran sin llamar y tienden a invadirnos bajo el amparo de una
etiqueta que parece justificar el acoso:! “¡Es urgente”, y que nos requieren sin cesar
que corramos la maratón a ritmo de sprint.
Urgencia ineficiente.
Diversos estudios
sostienen que se puede perder hasta el 80% de la jornada laboral en
interrupciones
generadas por lo aparentemente urgente. Y digo aparentemente porque en muchos
casos se demuestra que, en realidad, no se trata de nada crítico. No neguemos el
hecho de que hay realmente cuestiones urgentes e importantes, pero son menos de
las que creemos.
Las
causas de este sarao cotidiano son múltiples, pero sin duda una de las más
importantes es que hay quien vive de provocar el caos y la angustia desde la
urgencia para asegurar su control, su poder, su puesto. Perfiles
que ostentan cargos de autoridad pero que carecen de las habilidades que les
permitirían ser realmente competentes. La profesionalidad y la eficiencia tienden a ser
discretas, humildes y elegantes. Pero etimológicamente, urgir y
apretar son una misma cosa, y quien no sabe gestionar de manera eficiente y
humana, tiende a apretar a los que le rodean, innecesariamente, para sentirse
el rey del gallinero o el alfa dominante de la manada, cuando en realidad se
trata del tábano impertinente o mejor, de la mosca cojonera. La urgencia es
en muchos casos un elocuente disfraz de la incompetencia, del cretinismo y del
propio vacío interior.
Enfermedades de la urgencia.
Según
la OMS hay cada vez más personas deprimidas en los entornos laborales debido a
la presión y a la angustia, claros síntomas de la urgencia. Hasta tal punto es
así que en medios profesionales abundan frases de este estilo:
“En todo el día
no he tenido un momento para ir al lavabo” (¿se lo imaginan?).
“La semana que
viene no puedo ni ponerme enfermo ni tener una crisis: tengo ya la agenda a
tope.”
“Llego tarde a la
sesión de yoga: ¡qué estrés!”
Expresiones que
ponen de manifiesto la insensatez de la especie y un estilo de vida cuanto
menos insano.
Comentarios a veces dichos con ironía, otras veces con resignación y otras con
ingenuidad, en una descripción de la esclavitud de la agenda, de la prisa, del
reloj. Son voces de profesionales anónimos estresados y cabreados, presos o
víctimas de “lo urgente” impuesto por un tercero y muchas veces, también, por
uno mismo.
En
el delicioso libro “Martes con mi viejo profesor”,
su protagonista, Morrie Schwartz, el
viejo profesor sabio y moribundo que imparte sus últimas lecciones de vida a su
amado y antiguo alumno, dice: “Una parte del problema (…) es la prisa que tiene todo el
mundo. Las personas no han encontrado sentido en sus vidas, por eso corren
constantemente buscándolo. Piensan en el próximo coche, en la próxima casa, en
el próximo trabajo. Y después descubren que esas cosas también están vacías, y
siguen corriendo”. ¡Qué crudo se sirve el sentido común del profesor
Schwartz!
En
lugar de buscar las causas profundas e íntimas de la urgencia en nuestro
interior es más fácil echar mano al analgésico o al apósito de fácil aplicación
que enmascara el dolor agudo. O incluso tirar del producto lácteo o el
multivitaminas que promete reforzar nuestras defensas para que no paremos,
hasta que reventemos, y eso es válido también para los pequeños de la casa que
deben ir todo el día a tope.
Además,
acostumbrados a vivir en una sociedad enamorada de las técnicas que
proporcionan atajos (aparentes) nos cuesta aceptar que a la calidad de vida no
se llega desde el camino del atajo.
Pero el aparente alivio temporal que nos aportan los atajos nos da fuerzas que
empleamos para estar cada vez más ocupados en otras cosas, sin ni siquiera
detenernos a meditar si lo que hacemos es en verdad lo que más importa, lo que
realmente añade valor al proyecto, a la tarea, a la relación, al medio, a
nosotros mismos. Difícilmente la calidad de vida se fundamenta en la rapidez y
menos en la urgencia. Tiene más importancia lo que se hace y cómo se hace que
la velocidad en realizarlo.
Cuando lo esencial detiene a lo
urgente.
Todos
sabemos que algún día moriremos, pero nos cuesta creerlo. Probablemente sólo
cuando la vida nos hace una fuerte llamada de atención a través de la
enfermedad inesperada, el grave accidente o la muerte del ser amado, sólo
entonces nos enfrentamos a lo esencial, a los temas cruciales de la vida que
normalmente tienen que ver con el sentido (¿para qué vivimos?) o con el amor. Entonces la
urgencia se va a tomar viento de repente y lo importante, lo esencial, aflora
con una nitidez que hace sonrojar al más listo.
Y es que lo
urgente devora a lo esencial.
La gestión de la crisis cotidiana se carga, literalmente, la capacidad de
pensar con sosiego, de cultivar la red de talento y de afecto, de dialogar con
el otro y con uno mismo, de tomar distancia, perspectiva, de vivir con un
cierto silencio creativo y reparador.
Dijo
William James que “ser sabio es el
arte de saber qué pasar por alto”. Quizás vivimos y provocamos la urgencia
para llenar el vacío que provoca nuestra avidez. El sentimiento de
urgencia permanente desaparece cuando nos damos cuenta que con lo esencial, con
lo que no se ve, con nuestros afectos, incluso sólo con nosotros mismos, nos
basta.
P.D.
Los griegos, en su sabiduría, utilizaban dos conceptos para referirse a la idea
del tiempo:
‘Kronos’ era el concepto que medía el
tiempo cronológico, el paso de los segundos, el movimiento de las agujas o de
las cifras en el reloj.
Por
otro lado, ‘Kairós’
hacía referencia a la calidad del tiempo vivido. La urgencia hace correr a toda prisa a
Kronos y de paso mata, literalmente, a Kairós.
Álex Rovira
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