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dilluns, 12 de novembre del 2012

LO URGENTE Y LO ESENCIAL. Àlex Rovira.

Lo urgente se nos come. Su avidez no tiene límites. Tiende a invadirnos como un cáncer voraz. La urgencia entra por la puerta, por el teléfono, por el correo electrónico, por todos lados: llamadas que exigen una respuesta inmediata, trabajos que deben ser realizados con premura, reuniones que se adelantan por cuestiones perentorias, correos electrónicos que solicitan acuse de recibo y respuesta inaplazable, interrupciones de toda índole que, chulescas, entran sin llamar y tienden a invadirnos bajo el amparo de una etiqueta que parece justificar el acoso:! “¡Es urgente”, y que nos requieren sin cesar que corramos la maratón a ritmo de sprint.

Urgencia ineficiente.
Diversos estudios sostienen que se puede perder hasta el 80% de la jornada laboral en interrupciones generadas por lo aparentemente urgente. Y digo aparentemente porque en muchos casos se demuestra que, en realidad, no se trata de nada crítico. No neguemos el hecho de que hay realmente cuestiones urgentes e importantes, pero son menos de las que creemos.
Las causas de este sarao cotidiano son múltiples, pero sin duda una de las más importantes es que hay quien vive de provocar el caos y la angustia desde la urgencia para asegurar su control, su poder, su puesto. Perfiles que ostentan cargos de autoridad pero que carecen de las habilidades que les permitirían ser realmente competentes. La profesionalidad y la eficiencia tienden a ser discretas, humildes y elegantes. Pero etimológicamente, urgir y apretar son una misma cosa, y quien no sabe gestionar de manera eficiente y humana, tiende a apretar a los que le rodean, innecesariamente, para sentirse el rey del gallinero o el alfa dominante de la manada, cuando en realidad se trata del tábano impertinente o mejor, de la mosca cojonera. La urgencia es en muchos casos un elocuente disfraz de la incompetencia, del cretinismo y del propio vacío interior.

Enfermedades de la urgencia.
Según la OMS hay cada vez más personas deprimidas en los entornos laborales debido a la presión y a la angustia, claros síntomas de la urgencia. Hasta tal punto es así que en medios profesionales abundan frases de este estilo:
“En todo el día no he tenido un momento para ir al lavabo” (¿se lo imaginan?).
“La semana que viene no puedo ni ponerme enfermo ni tener una crisis: tengo ya la agenda a tope.”
“Llego tarde a la sesión de yoga: ¡qué estrés!”
Expresiones que ponen de manifiesto la insensatez de la especie y un estilo de vida cuanto menos insano. Comentarios a veces dichos con ironía, otras veces con resignación y otras con ingenuidad, en una descripción de la esclavitud de la agenda, de la prisa, del reloj. Son voces de profesionales anónimos estresados y cabreados, presos o víctimas de “lo urgente” impuesto por un tercero y muchas veces, también, por uno mismo.
En el delicioso libro “Martes con mi viejo profesor”, su protagonista, Morrie Schwartz, el viejo profesor sabio y moribundo que imparte sus últimas lecciones de vida a su amado y antiguo alumno, dice: “Una parte del problema (…) es la prisa que tiene todo el mundo. Las personas no han encontrado sentido en sus vidas, por eso corren constantemente buscándolo. Piensan en el próximo coche, en la próxima casa, en el próximo trabajo. Y después descubren que esas cosas también están vacías, y siguen corriendo”. ¡Qué crudo se sirve el sentido común del profesor Schwartz!
En lugar de buscar las causas profundas e íntimas de la urgencia en nuestro interior es más fácil echar mano al analgésico o al apósito de fácil aplicación que enmascara el dolor agudo. O incluso tirar del producto lácteo o el multivitaminas que promete reforzar nuestras defensas para que no paremos, hasta que reventemos, y eso es válido también para los pequeños de la casa que deben ir todo el día a tope.
Además, acostumbrados a vivir en una sociedad enamorada de las técnicas que proporcionan atajos (aparentes) nos cuesta aceptar que a la calidad de vida no se llega desde el camino del atajo. Pero el aparente alivio temporal que nos aportan los atajos nos da fuerzas que empleamos para estar cada vez más ocupados en otras cosas, sin ni siquiera detenernos a meditar si lo que hacemos es en verdad lo que más importa, lo que realmente añade valor al proyecto, a la tarea, a la relación, al medio, a nosotros mismos. Difícilmente la calidad de vida se fundamenta en la rapidez y menos en la urgencia. Tiene más importancia lo que se hace y cómo se hace que la velocidad en realizarlo.

Cuando lo esencial detiene a lo urgente.
Todos sabemos que algún día moriremos, pero nos cuesta creerlo. Probablemente sólo cuando la vida nos hace una fuerte llamada de atención a través de la enfermedad inesperada, el grave accidente o la muerte del ser amado, sólo entonces nos enfrentamos a lo esencial, a los temas cruciales de la vida que normalmente tienen que ver con el sentido (¿para qué vivimos?) o con el amor. Entonces la urgencia se va a tomar viento de repente y lo importante, lo esencial, aflora con una nitidez que hace sonrojar al más listo.
Y es que lo urgente devora a lo esencial. La gestión de la crisis cotidiana se carga, literalmente, la capacidad de pensar con sosiego, de cultivar la red de talento y de afecto, de dialogar con el otro y con uno mismo, de tomar distancia, perspectiva, de vivir con un cierto silencio creativo y reparador.
Dijo William James que “ser sabio es el arte de saber qué pasar por alto”. Quizás vivimos y provocamos la urgencia para llenar el vacío que provoca nuestra avidez. El sentimiento de urgencia permanente desaparece cuando nos damos cuenta que con lo esencial, con lo que no se ve, con nuestros afectos, incluso sólo con nosotros mismos, nos basta.
P.D. Los griegos, en su sabiduría, utilizaban dos conceptos para referirse a la idea del tiempo:
‘Kronos’ era el concepto que medía el tiempo cronológico, el paso de los segundos, el movimiento de las agujas o de las cifras en el reloj.
Por otro lado, ‘Kairós’ hacía referencia a la calidad del tiempo vivido. La urgencia hace correr a toda prisa a Kronos y de paso mata, literalmente, a Kairós.

Álex Rovira

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