Para los budistas tibetanos, como para los budistas
de otras tradiciones, el Buda vivió numerosas existencias. En una de ellas fue
el príncipe jefe de una bandada compuesta por medio millar de gacelas.
Y era ese el tiempo en el que un implacable y
despiadado cazador recurría a toda clase de trampas (utilizando lazos y redes)
para poder atrapar a las gacelas. El príncipe quería mucho a las gacelas y las
gacelas querían a su príncipe gacela. La gacela-príncipe disfrutaba de la vida
apacible y bucólica, paseando plácidamente, en reconfortante libertad. Pero
cierto día cayó en la red del cazador. Al vez que su príncipe era atrapado, todas
las gacelas huyeron, excepto una hembra. Esta animó al príncipe-gacela a que
luchara desesperadamente por escapar de la red, pero sus intentos eran vanos.
- No puedo salir de aquí, no puedo – dijo el príncipe-gacela sin dejar de intentarlo por todos los medios.
En eso llegó el cazador. Llevaba un arco en la mano
y se disponía a colocar la flecha para disparar contra la gacela-príncipe.
La gacela hembra insistió:
- Esfuérzate, oh príncipe, esfuérzate por liberarte. No cejes en tu empeño.
Inténtalo, inténtalo.
- No puedo romper la red por mucho que lo intento –
dijo el príncipe-gacela.
- Cuanto más lo intento más me extenúo, mis pezuñas están heridas y
desfallezco.
Entonces la gacela hembra, en el colmo de la
angustia, se puso frente al cazador y le dijo:
- Coge tu cuchillo y mátame. No dudes en matarme, pero no hagas daño al
príncipe-gacela. Te lo suplico. Mátame a mi y a él libérale.
- Pero ¿quién eres tú? – preguntó el cazador.
- Soy su esposa. Mátame, pero libera a mi marido, por favor.
Pero siempre hay excepciones: algún cazador todavía
tiene el corazón compasivo. Al ver tanto amor en aquella gacela, dejó al
príncipe-gacela en libertad y dijo:
- No daré muerte a ninguno de vosotros.
- Tenéis el don de amar; así que amaros en paz y libertad
Maestro: nada hay tan liberador como el amor
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