Nos dicen siempre lo que hacemos mal, pero no nos dicen casi
nunca lo que hacemos bien.
¿Cuáles son las consecuencias de no elogiar a los demás?
Después
de diecinueve años de trabajo en una multinacional de publicidad, Félix decidió
cambiar de aires y fichó por una pequeña agencia local. En sus primeros días de
trabajo en la nueva oficina, uno de los directores lo llamó y le pidió si podía
preparar una presentación para un cliente. Tenía solo dos días.
Félix
trabajó con intensidad y a las cuarenta y ocho horas le dejó al director el
dosier de la presentación en la mesa. Al poco rato, el director fue a verlo y
con la presentación en la mano le dijo:
– ¡Brillante!
Jorge
no sabía cómo interpretar aquellas palabras y se apresuró a decirle:
– Lo siento, he tenido
solo dos días, he trabajado muy rápido, quizá demasiado, y no todo está como me
gustaría, pero no he podido hacer más…
El
director lo miró con extrañeza y le cortó el discurso para decirle:
– Félix, parece que no
me estás entendiendo, te estoy diciendo que me parece brillante, te estoy dando
las gracias.
Jorge
se disculpó:
– Perdona, es que
pensaba que lo decías con ironía porque esperabas un trabajo mejor.
El
director, con expresión contrariada, le dijo:
– Amigo, estás fatal.
No sé cómo te trataban en tu antiguo trabajo…
En el hombre hay más cosas dignas de
admiración que de desprecio (Albert Camus)
Somos
implacables transmitiendo a los demás nuestras críticas y sin darnos cuenta
omitimos los halagos. Cuando algo no nos gusta de otro, cuando ha hecho algo
mal, sentimos la necesidad de decírselo. Y si ocupamos una posición de poder,
esta necesidad se convierte en una responsabilidad más de nuestro trabajo. Sin
embargo, cuando las cosas salen bien, cuando estamos contentos del trabajo de
alguien o nos gusta especialmente algo de su manera de hacer las cosas, nos
cuesta muchísimo decírselo. Nos parece innecesario y hasta contraproducente.
Como le oí decir a un alto ejecutivo a propósito del excelente trabajo de un
subordinado, “mejor no decírselo, que se lo cree y se relaja”.
Lo cierto
es que con mayor o menor consciencia de ello, nos sobrecargamos los unos a los
otros de críticas y reproches, y prescindimos de los halagos y los
reconocimientos.
Recibimos proporcionalmente muchos menos halagos que críticas, a pesar de que,
como ha demostrado la investigación científica, necesitaríamos para un correcto equilibrio
emocional al menos cinco halagos por cada crítica, ya que para la
mente humana lo malo es más fuerte que lo bueno.
Es un signo de generosidad halagar de manera
generosa. (André
Maurois)
Nadie
es inmune a la sobrecarga de juicios negativos. Al mismo tiempo, todos
necesitamos una dosis razonable de reconocimiento. La ausencia de halagos deja
huella en nuestro estado emocional: la persona que solo recibe crítica en lo que hace acaba
creyendo que hace las cosas mal, y que no es bueno en su trabajo. Acaba
perdiendo la autoestima.
En
el caso que he descrito, Félix dudaba de la intención de las palabras de su
nuevo director, porque tras años y años de ausencia de reconocimientos y de
críticas innecesarias había dejado de creer en sí mismo y no concebía que aquel
comentario pudiera ser un halago.
La falta
de reconocimiento mina la autoestima. No a todos por igual y de la misma manera, pero
lo hace. Y si se combina con una sobredosis de crítica, el efecto se multiplica.
Sería
bueno revisar nuestro comportamiento comunicativo con los demás:
¿cuándo
fue la última vez que le reconocí a determinada persona algo bueno?,
¿me cuesta decirle lo que me gusta de él o
ella?,
¿me
ahorro sistemáticamente los halagos?
Y
corregir el balance entre críticas y halagos.
Es bueno
halagar generosamente a los demás cuando lo merecen, como es bueno saber
recibir y disfrutar de un halago merecido. Ambos comportamientos son
signo de seguridad interna. Lo que no es bueno en absoluto es llegar a depender
de los halagos de los demás, ya que ello nos hace terriblemente vulnerables. Cuando
dependemos del reconocimiento ajeno para sentirnos bien, acabamos haciendo lo
que sea necesario para obtenerlo, prescindiendo, en el límite, de nuestros
propios valores.
Rechazar
una alabanza es desearla doble. (François
de La Rochefoucauld)
Contaba
el desaparecido maestro Oriol Pujol
Borotau que nuestra autoestima es como un gran saco que llenamos cada día
con todo lo bueno que nos ocurre. Pero este saco tiene un agujero, de manera
que por la noche va perdiendo su contenido, y cada mañana necesitamos llenarlo
de nuevo. Podemos
llenarlo desde fuera –con el reconocimiento y la estima de los
demás– o
podemos llenarlo desde dentro –con nuestra propia estima y
reconocimiento–. Si lo hacemos desde fuera, cada mañana viviremos la angustia
de tener que lograr el reconocimiento de los otros, de tener que hacer cosas
para que estén contentos y nos lo den. De tener que ganarnos su estima. Y si el
reconocimiento no llega, el saco no se llena y nos sentiremos mal. Si, en
cambio, nos acostumbramos a llenarlo desde dentro, desde nuestra propia estima,
seremos seres independientes y podremos vivir el reconocimiento de los otros
–si llega– como un gran regalo, pero no como una necesidad para nuestra
subsistencia.
Hace uno bien en alabarse a sí mismo cuando no encuentra otro
apologista. (Erasmo de
Rotterdam)
Quizá
nos toque vivir en un entorno parco en halagos y lleguemos a dudar de nuestras
capacidades y aptitudes. No será una situación agradable, sin duda, pero
incluso en estos casos hay un trabajo que siempre podemos hacer para no perder
la autoestima: tomar
consciencia de nuestras virtudes.
Para
ello ayuda mucho un sencillo ejercicio: escribirlas. Hacer una lista de veinticinco
virtudes que consideramos nuestras y, una vez completada, pegarla en el espejo
del baño para leerla cada mañana. Si la lista es demasiado corta, pidamos ayuda
a los amigos. Que nos ayuden a confeccionarla con todo aquello que ellos
experimentan de nosotros en positivo y que quizá nosotros no somos capaces de
ver. Si es demasiado larga (ocurre pocas veces), una pequeña dosis de humildad
nos ayudará a recortarla saludablemente.
En los
libros
Este
verano nos ha dejado Stephen Covey. En su clásico ‘Los 7 hábitos de la gente
altamente efectiva’ (Paidós, 1997) describe el funcionamiento de lo que él
llama la “cuenta bancaria emocional”, metáfora que
explica la relación entre críticas y reconocimientos.
es grato encontrar este tipo de publicaciones que ayudan al ser humano a entender la problemática que algunos veces tenemos, en mi caso siempre he estado así esperando el reconocimiento y nunca llega pero tampoco me lo doy yo mismo y debo empezar a reconocerme a mi mismo gracias y seguiré tu blog y por supuesto compartiéndolo con los demás saludos desde taxco gro mexico gracias
ResponElimina