Si no estamos centrados en algo externo, sentimos el parloteo
de los pensamientos a toda velocidad.
Si queremos que el tiempo pase más despacio hay que
hacer cosas nuevas huir de la rutina.
Francis Galton, psicólogo inglés del
siglo XIX, llevó a cabo un experimento: escribió las palabras «carruaje»,
«abadía» y «mediodía», y prestó atención a los pensamientos y
recuerdos que le suscitaba su lectura. Conclusión: realizó un total de 505
asociaciones en el intervalo de 11 minutos. Eso arroja una media de 50
pensamientos o recuerdos por minuto. Galton afirmó que se trataba de una
cantidad «miserablemente baja» en
comparación con la velocidad de los pensamientos en circunstancias normales.
Ahora mismo podemos hacer nuestro sencillo
experimento: cerrar los ojos y observar nuestra mente. Transcurridos unos
instantes, seremos conscientes del murmullo de pensamientos que hay en ella.
Pensamientos sobre lo que vamos a hacer este fin de semana, sobre lo que
hicimos ayer, sobre el ruido de la calle, etcétera.
Como dice Steve Taylor en su libro Creando el tiempo (La Llave): «Es como si en
nuestra mente se proyectase en todo momento una película, solo que esa película
está dirigida por un director loco, contiene 10 escenas por segundo, carece de
guion y es totalmente azarosa y caótica». No es de extrañar, según
él, que James Joyce dedique más de 50 páginas en su novela Ulises a describir el diálogo
interno que tiene lugar en la mente de su protagonista, Molly Bloom, mientras yace
acostada en la cama esperando conciliar el sueño.
Siempre
que nuestra atención no se halla centrada en algo externo, experimentamos el
parloteo de los pensamientos. Y la mente corre a mucha velocidad. Demasiada. Sin
embargo, se da la paradoja que el tiempo parece transcurrir más despacio. Y otra
paradoja: al cabo de meses, años incluso, cuando pensamos retrospectivamente
en estas situaciones «desocupadas», nos parecen más breves de lo que han sido
en realidad.
El
psicólogo William James escribió
que un largo mes de convalecencia nos parece interminable en el momento, pero
se reduce prácticamente a nada en nuestra memoria. «Los periodos de aburrimiento e inactividad
dejan muchos menos recuerdos que los periodos de actividad. Dado que no nos
ocurren demasiadas cosas, tampoco almacenamos demasiados recuerdos al
respecto», afirma Steve
Taylor.
Taylor
es antropólogo y profesor de la Universidad de Manchester. Estudia por qué el
tiempo transcurre a diferentes velocidades y cómo controlarlo. Según él, una cosa es cómo
vivimos el tiempo ahora mismo -si estamos en la consulta del dentista,
o esperando unas pruebas médicas importantes, quizá se nos haga eterno- y otra es cómo
lo habremos vivido realmente.
Steve
Taylor sostiene que si queremos dilatar el tiempo, necesitamos vivir
experiencias nuevas. Cuando éramos niños, todas nuestras
impresiones y percepciones eran frescas, nuevas, y parecía como si no existiese
el tiempo. Un día era eterno.
Pero
a medida que nos hacemos mayores, nos desconectamos de la realidad. Nos
repetimos una y otra vez nuestra película mental. Hay una conexión entre la
información que recibimos -la sensorial, no la de los medios de comunicación- y
el transcurrir del tiempo. Si queremos que el tiempo pase más despacio,
Taylor recomienda viajar, ir al trabajo tomando rutas nuevas, comprar nuevas
revistas, conocer nueva gente y hacer cosas que hasta ahora no habíamos hecho, acomodados
a la rutina.
En
definitiva, se trata de vivir. Se trata de cambiar la forma de percibir el mundo. Una
percepción más fresca. La vida es efímera, pero sus días pueden ser inmortales.
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