Tengo 53 años.
Nací en Kakamega, junto al lago Victoria, y vivo al
pie de las colinas de Ngong, en Kenia. Casada, parí cuatro hijos y ahora
tengo 121. Dirijo el Centro para Niños Mama Tunza
en Nairobi. Creo en todo lo que me dé fuerzas para seguir adelante. Soy animista y cristiana
La mágica bondad
Siempre que me toca escribir la entrevista de la
víspera de Reyes pido en mi carta poder contarles una historia inspiradora que
nos permita seguir creyendo en la magia de la humildad y en todos los ángeles
de carne y hueso (como diría Luis Rojas Marcos) que hay entre nosotros. Y,
puestos a pedir, pido que dicha historia se la puedan leer los padres a los
hijos para que conozcan el poder de la gente buena... Y ahí está: Mama Tunza,
la niña finlandesa que decide ayudarla, empresas de safaris que comienzan a
llevar a sus viajeros sensibles a visitar el milagro y a colaborar con la carta
a los Reyes Magos (Promunditres.org) de 118 huérfanos que han
encontrado una madre.
Soy analfabeta, pero sé de la tierra. Éramos muy muy pobres y siendo una niña me fui a trabajar a Nairobi.
¿De sirvienta?
Sí, a casa de una pareja de italianos en la que
estuve sirviendo veinte años. Un primero de enero, a las once de la noche,
saliendo de trabajar, de camino a casa (cuatro horas a paso ligero), vi en una
montaña de basura una caja de la que asomaba un bracito...
¿Un bebé?
Lo limpié, lo vestí y lo alimenté, y lo llevé a la
policía, que quiso detenerme por tener a ese niño tan maltratado. Me llevó
horas convencerles de que lo había encontrado.
¿Se quedaron al niño?
Sí. Pero a las cuatro de la mañana me llamaron para
que me lo llevara: "Si no puede cuidarlo, déjelo donde lo ha encontrado". Al cabo de dos semanas un abuelo recogió otro
bebé y me lo trajo. Mis cuatro hijos y los vecinos cuidaban de ellos mientras
yo trabajaba. Pero dos días llegué tarde.
Y les explicó lo de los bebés.
Sí, y me dijeron: "O los bebés o el
trabajo". En Kenia las personas que te contratan se encargan de
guardarte el sueldo. En veinte años de trabajo había acumulado 1.000 euros,
pero no me los dieron. Y entonces...
Perdone, ¿cómo se llaman esos italianos?
Rita y John Corri. A partir de ahí
decidí dedicarme a los niños abandonados que me traían: había corrido la voz. Los vecinos me ayudaban, me dejaban en la puerta
sacos de arroz y legumbres. Un día fui a hacer mis necesidades junto al
riachuelo que hay en un pequeño bosque y vi a un babuino con un bebé humano.
Conseguí arrebatárselo engañándolo con comida y corrí.
¿Cómo estaba el niño?
Era una costra de sarna y heridas. Lo lavé y lo
llevé al hospital. Como sabía que no me iban a atender porque en Kenia la
sanidad es de pago, me fui a ver al jefe del hospital. Se lo quedaron, pero al
cabo de tres horas me llamaron: "Si no puede hacerse cargo, déjelo donde lo ha
encontrado".
¡¿Los médicos también?!
Me recetaron los medicamentos que podían curarlo,
nada más, y fui por las casas de los ricos y las farmacias de Nairobi pidiendo
caridad para poder comprarlos. Tenía dos años y ya ha cumplido ocho. Le llaman
Monito y con él ya eran 18 niños recogidos.
¿En su casa?
Sí, un descampado en un barrio donde la esperanza de vida de los niños no
pasa de cinco años y la de las mujeres, de cuarenta. Sin cloacas y con mucha droga y delincuencia. Pero
buena gente del barrio me ayudó: construimos barracones y organizamos una
escuela en la que jóvenes y adultos que sabían leer y escribir enseñaban a los
pequeños. Pero continuamente entraban a robarme.
En el 2007 kikuyus y luhyas se enfrentaron durante
las elecciones.
Murieron 1.200 personas. La gente huyó, también mis
vecinos. Así que me encontré con casi 100 niños, sin comida y sin ningún tipo de
ayuda. Cuando volvieron los
primeros turistas, al cabo de seis meses, un fotógrafo colgó en internet un
reportaje sobre nosotros. Una niña irlandesa con un cáncer terminal lo vio y le
pidió a su padre que ayudara a esa señora.
Una historia increíble.
El padre y unos amigos se fueron a Kenia, compraron
un terreno en Ngong y levantaron los barracones en los que hoy vivimos, una
zona fértil en la que los niños pueden correr cuando vuelven de la escuela. Teníamos aire libre y cama para todos, pero el cambio fue duro.
Sin la ayuda de los vecinos...
Sí, vivíamos aislados. Pero volví a empezar; recorrí las granjas de la zona
y les expliqué mi historia. Conseguí dinero para enviar a los niños a la
escuela. Luego llamé a la
puerta de las agencias turísticas, y empresas como Kobo Safaris o Ecowildlife
empezaron a colaborar conmigo. Les dicto lo necesario, la lista a los Reyes
Magos.
¿Y qué pide en su lista?
El mejor regalo es la matrícula del colegio. Y nos han traído una cama para
cada uno, con colchón y sábanas.
¿No tenían?
Dormíamos cuatro en cada litera y sin colchón. Unos
voluntarios nos han traído contenedores para almacenar agua, otros el camión
cisterna semanal. Otros pagan cada lunes al hotel Serena de Nairobi para que
nos traiga un camión de comida. Yo no toco dinero, recibo regalos de mi lista
de imprescindibles para la vida. ¡Y ya tengo cuatro niños en la universidad!
Felicidades.
Y también necesitamos ordenadores y un profesor de
informática. Gracias al Gobierno de Navarra tenemos autobús escolar. Y una
empresa madrileña nos va a hacer el camino para que llegue a casa. Y con el
premio Navarra Solidaridad abriré un pozo.
¿Alguien ha vuelto a recoger a un niño?
Encontramos un bebé en la estación y al cabo de
cuatro años la madre volvió a por él... ¿Para hacerle
mendigar por las calles de Nairobi? Decidí adoptarlos a todos.
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