Barbara Hendricks, soprano lírica, intérprete de
jazz y activista pro derechos humanos
Tengo 64 años. Nací en Stephens, Arkansas, y vivo en
Estocolmo. Casada, tres hijos y un nieto. Graduada en Matemáticas, Química y Canto. Creo que formo parte
de algo mucho mayor que yo misma, que mi vida es un instante en el tiempo; pese
a ello, debo dejar alguna huella.
Coraje
Nació en un barrio negro y segregado en
lo más pobre de Arkansas, pero a los 20 años ya era matemática y química. La
música vino después, en un curso de verano: "Fue entonces cuando descubrí el mundo de la música
clásica, había conciertos fantásticos, y tuve una magnífica profesora que me
ofreció seguir con ella en la Juilliard School de Nueva York". Ha actuado en los teatros de ópera más importantes del mundo y
ayer lo hizo en el ciclo Palau
100 del Palau de la
Música Catalana junto a la Orquestra de Cadaqués. Hecha a sí misma, es una
mujer muy activa en temas de derechos humanos. "Tengo que aprender a estar callada y
escuchar", dice, pero mejor que no lo haga.
Nació usted en pleno apartheid.
En
una de las zonas rurales más pobres. Mi padre era pastor metodista y mi madre,
maestra.
Y ustedes ¿eran pobres?
Sí,
pero yo no lo sabía porque todos lo éramos. Me tocaba trabajar: planchar,
fregar, cocinar, pero tenía la naturaleza, y ese era mi reino. A mis 8 años, el
4 de septiembre de 1957, se integró por primera vez a los estudiantes negros en
una escuela de blancos.
¿Le tocó estrenar la
nueva ley?
Sí.
Arkansas era uno de los estados del Sur más progresistas y decidieron que la
escuela de Little Rock sería la primera. Fue entonces cuando descubrí que
estaba considerada una ciudadana de segunda categoría.
¿Cómo fue su primer día
de colegio?
Pasé
miedo porque el ejército nos escoltó hasta la escuela. Y lo que le voy a contar
lo descubrí muchos años después: una de las nueve alumnas negras, que entonces
tenía 14 años, me explicó que le escupieron y le pusieron chinchetas en la
silla. A mi
alrededor ocurrían muchas cosas tristes, pero mi vida no era dramática.
Fue una época convulsa.
Había
miedo, pero también mucha energía y esperanza. En 1968 yo tenía 20 años, una
época fantástica para tener esa edad: empezó mi lucha por los derechos
civiles... No había aparecido el sida, el mundo era nuestro.
¿Era usted hippy?
Era
demasiado pobre para ser hippy. Los hippies eran chicos ricos que el fin de
semana iban a casas muy bonitas. Aunque llevaba el pelo afro y me vestía como
una hippy, estaba todo el día estudiando.
A los 20 años ya era
matemática.
Sí,
el canto vino después.
¿Sabía a qué iba a
dedicarse?
Lo
único claro es que no quería tener un jefe, así que me negué a aprender
mecanografía para no ser secretaria.
Debía de tener un padre
severo.
Muy
severo. Mi relación con él fue la escuela para aprender cómo decir la verdad a
la autoridad. Era muy duro, pero perseveré en ser yo misma. Tenía claro que,
siendo mujer y negra, había de trabajar más que los hombres negros y que las
mujeres y los hombres blancos para conseguir lo mismo. Mi madre siempre me
insistía en que debía ser económicamente independiente.
¿Esa discriminación no
es una herida?
No, es mi
fuerza.
Pero usted lo que
quería era cantar...
Por
encima de todo quería una educación. Todavía hoy una niña puede recibir un tiro
en la cabeza por querer educarse (como Malala Yousafzai, de Pakistán): sigue
siendo algo por lo que luchar. Yo cantaba en la iglesia y en el coro de la
universidad. Un señor me escuchó y me ofreció una beca para estudiar en una
escuela de verano en Aspen, Colorado, y así empezó todo.
A los 20 años era usted
una preciosidad, ¿qué hacía con los chicos?
La
verdad es que florecí muy tarde, era dos años más joven que el resto de los
chicos de mi curso y aun así los encontraba increíblemente estúpidos. Tenía
buenos amigos, pero los novios no me interesaban.
¿Y el amor libre y todo
eso?
Nunca
les pedía que se quedaran, ja, ja, ja. Tengo la gran fortuna de estar casada
con mi compañero del alma, así que está bien que todo empezara tarde.
¿Dónde lo encontró?
Es
mi segundo marido, también sueco. Nos conocimos en un concierto, él se ocupaba
de las luces del teatro.
¿Blanquito y rubito?
Sí,
un auténtico vikingo. No sólo iluminó aquel concierto, sino que ilumina mi alma
cada día. La primera vez que nos vimos iniciamos una conversación que todavía
continúa: en la mesa, en el coche... Nunca he conocido a un hombre con tanta
integridad.
¿Qué ha sido lo difícil
en su vida?
Ha
habido muchas dificultades: la salud, por ejemplo. Sin embargo, lo más difícil
es vivir en el presente porque siempre quiero tenerlo todo planeado. Y no puedes
pretender solucionarlo todo: hace 25 años que trabajo con los
refugiados (Acnur) y por fin he aceptado que no voy a cambiar el mundo.
No debe de ser fácil
transitar por ese mundo sin insultar a nadie por el camino.
Intento
ser lo más respetuosa posible, pero tropiezas con mucho burócrata y político
que merece ser insultado.
Acabó creando su propia
fundación.
Sí,
porque es muy sencillo: estoy sólo yo.
Usted ha sido pobre,
rica, ignorada, aclamada...
El
aprendizaje fundamental ha sido ser honesta conmigo misma, y para eso he debido
aprender a escucharme; pero lo más importante es no tener miedo, y eso no es
fácil.
¿Cómo lleva el típico
sentimiento de culpa de las madres?
Es
un sentimiento inútil. Haz que funcione, intenta conseguir calidad de tiempo.
¿Qué desea para su
nieto?
Tiene
tres meses, lo abrazo y le pregunto: "¿Pero tú quién eres?...". Deseo que
llegue a ser quien es, que no sea egoísta, que aporte a su sociedad y que sea
feliz consigo mismo.
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