Había una vez, en la antigua
China, tres monjes budistas que viajaban de pueblo en pueblo dentro de su
territorio ayudando a la gente a encontrar su iluminación. Tenían su propio
método: Todo lo que hacían era llegar a cada ciudad, a cada villa, y dirigirse
a la plaza central donde seguramente funcionaba el mercado.
Simplemente se paraban entre la
gente y empezaban a reír a carcajadas.
La gente que pasaba los miraba
extrañada, pero ellos igualmente reían y reían. Muchas veces alguien
preguntaba:
-
“¿De qué se ríen?”.
Los monjes se quedaban un
pequeño rato en silencio... se miraban entre ellos y luego, señalando al que
preguntaba y apuntándolo, retomaban su carcajada. Y sucedía siempre el mismo
fenómeno: la gente del pueblo, que se empezaba a reunir alrededor de los tres
para verlos reír, terminaba contagiándose de sus carcajadas y tornaban a reír
tímidamente al principio y desaforadamente al final.
Cuentan que al rato de reír,
todo el pueblo olvidaba que estaba en el mercado, olvidaba que había venido a
comprar y el pueblo entero reía y reía y nada tenía la envergadura suficiente
para poder entristecer esa tarde.
Cuando el sol se escondía, la
gente riendo volvía a sus casas; pero ya no eran los mismos, se habían
iluminado. Entonces, los tres monjes tomaban su atado de ropa y partían hacia
el próximo pueblo.
La fama de los monjes corría
por toda China. Algunas poblaciones, cuando se enteraban de la visita de los
monjes, se reunían desde la noche anterior en el mercado para esperarlos.
Y sucedió un día que, entrando
en una ciudad, repentinamente uno de los monjes murió.
-
“Ahora vamos a ver a los dos que quedan — decían algunos—, vamos a ver si todavía les quedan ganas de
reír”...
Ese día más y más gente se
juntó en la plaza para disfrutar la tristeza de los monjes que reían, o para
acompañarlos en el dolor que seguramente iban a sentir.
¡Qué sorpresa fue llegar a la
plaza y encontrar a los dos monjes, al lado del cuerpo muerto de su
compañero... riendo a carcajadas! Señalaban al muerto, se miraban entre sí y
seguían riendo.
“El
dolor los ha enloquecido —dijeron los pobladores—. Reír por reír está bien, pero esto es demasiado, hay aquí un hombre
muerto, no hay razón para reír”.
Los monjes, que reían, dijeron
entre carcajadas:
-
“Ustedes no entienden... él ganó... él ganó...”, y siguieron
riendo.
La gente del pueblo se miraba,
nadie entendía. Los monjes continuaron diciendo con risa contenida:
“Viniendo
hacia aquí hicimos una apuesta... sobre quién moriría primero... Mi compañero y
yo decíamos que era mi turno... porque soy mucho mayor que ellos dos, pero
él... él decía que él... iba a ser el elegido... y ganó ¿entienden?... él
ganó...”
Y una nueva andanada de
carcajadas los invadió.
“Definitivamente
han enloquecido
—dijeron todos—. Debemos ocuparnos
nosotros del funeral, estos dos están perdidos”.
Así, algunos se acercaron a
levantar el cuerpo para lavarlo y perfumarlo antes de quemarlo en la pira
funeraria como era la costumbre en esos tiempos y en ese lugar.
“¡No
lo toquen!
—gritaron los monjes sin parar de reír—. No
lo toquen... tenemos una carta de él... él quería que en cuanto muriera
hicieran la pira y lo quemaran así... tal como está... tenemos todo escrito...
y él ganó... él ganó”.
Los monjes reían solos entre la
consternación general. El alcalde del pueblo tomó la nota, confirmó el último
deseo del muerto e hizo los arreglos para cumplirlo. Todos los habitantes
trajeron ramas y troncos para levantar la pira mientras los monjes los veían ir
y venir y se reían de ellos.
Cuando la hoguera estuvo lista,
entre todos levantaron del suelo el cuerpo sin vida del monje y lo alzaron
hasta el tope de la montaña de ramas reunidas en la plaza. El alcalde dijo una
o dos palabras que nadie escuchó y encendió el fuego. Algunos pocos lagrimeaban
en silencio, los monjes se desternillaban de la risa.
Y de pronto, algo extraño
sucedió. Del cuerpo que se quemaba salió una estela de luz amarilla en
dirección al cielo y explotó en el aire con un ruido ensordecedor. Después,
otros cometas luminosos llenaron de luz el cuerpo que se quemaba, bombas de
estruendo hacían subir los destellos hasta el cielo y la pira se transformó en
un increíble espectáculo de luces que subían y giraban y cambiaban de colores y
de sonidos espectaculares que acompañaban cada destello. Y los dos monjes
aplaudían y reían y gritaban:
“¡Bravo...Bravo...!”
Y entonces sucedió. Primero los
niños, luego los jóvenes y después los ancianos, empezaron a reír y a aplaudir.
El resto del pueblo quiso resistir y chistar a los que reían, pero al poco
tiempo todos reían a carcajadas.
El pueblo, una vez más, se
había iluminado.
Por alguna razón desconocida,
el monje que reía sabía que su fin se acercaba y, antes de morir, escondió entre
sus ropas montones de fuegos artificiales para que explotaran en la pira, su
última jugada, una burla a la muerte y al dolor, la última enseñanza del
maestro budista:
La vida no finaliza, la vida sólo nace una y otra vez.
Y el pueblo iluminado... reía y reía.
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