Hay situaciones que requieren
de la mente analítica, de funcionamiento lento, y otras en las que se necesita
tomar decisiones rápidas sin pensar tanto. Aquí se recogen las causas por las
que no siempre somos capaces de escoger bien cuándo es mejor ser reflexivos o
veloces
LOS
SIETE PECADOS IRRACIONALES
Arthur
Conan Doyle
fue el creador de Sherlock Holmes,
quizás el detective más racional y analítico de la literatura policiaca. La
admiración por su lucidez permanece muchos años después: el éxito de la actual
serie de la BBC es una prueba. Los métodos de este investigador son una recopilación
de lo que convierte a los seres humanos en personas dotadas de inteligencia
analítica: uso del método hipotético-deductivo, fidelidad a los hechos,
razonamiento neutral... Sin embargo, esa lucidez no libró al escritor de
tragarse la historia de unas niñas que recortaron dibujos de hadas de sus
libros, los pincharon con alfileres alrededor de ellas y se hicieron fotos
rodeadas de esas ilustraciones para hacer creer a sus padres que jugaban
habitualmente con esos diminutos seres. Conan Doyle perpetró sin sonrojo un
cándido libro (The coming of fairies)
en el que arriesgó toda su reputación, dando la broma por cierta, hablando de
la innegable veracidad de las fotos y defendiendo la existencia de las haditas
del bosque.
Algo más que la reputación han
perdido los merecedores de los premios Darwin, que se conceden a la persona que
muere (o elimina su posibilidad de tener hijos) haciendo un favor a la especie
humana. Los afortunados nominados para este trofeo no se inmolan porque tengan
conciencia de ser un estorbo. En realidad, mueren por un acto irracional que
cometieron en un determinado momento. Un sacerdote que decide volar en una
silla propulsada por un montón de globos de helio y se pierde en el mar porque
no sabe utilizar el GPS; individuos que perecen por ingerir una cantidad
excesiva de alcohol por vía rectal; sujetos que reciben una llamada de noche y
en vez de coger su móvil agarran su revólver y se pegan accidentalmente un tiro
e, incluso, seis personas que pasan a mejor vida, una a una, bajando a un pozo
para intentar rescatar a una gallina (la cual, por cierto, sobrevivió).
¿Tragedias debidas a momentos de distracción transitoria en medio de una vida
inteligente? Quizás no, quizás la necedad está más presente en nuestra vida de
lo que creemos. "Sólo hay dos cosas infinitas: el
universo y la estupidez humana. Y del universo no estoy seguro",
dicen que afirmó Albert Einstein…
Todos perpetramos, a lo largo
del día, un montón de bobadas. Asumimos, por ejemplo, que los acontecimientos
negativos (adicción al alcohol, accidentes por exceso de velocidad, desengaños
amorosos...) que les ocurre a todo el mundo no nos van a suceder a nosotros,
pensamos que ciertos objetos o rituales tienen una magia especial y, en
general, cuando
nuestras estrategias fracasan una y otra vez hacemos más de lo mismo. La
torpeza mental no es una excepción: está presente en toda nuestra vida.
Hace una década, el psicólogo Keith Stanovich se tropezó con este
omnipresente fenómeno. Sus experimentos demostraban que la educación académica
no nos libra de cometer bobadas: sus voluntarios, estudiantes universitarios,
cometían errores lógicos dignos de niños de cinco años. Lo paradójico es que
estos sujetos experimentales que tomaban a veces decisiones precipitadas y
deslavazadas podían, en otras ocasiones, pensar de forma compleja dando lo
mejor de sí. Stanovich llegó a la conclusión de que los seres humanos
funcionamos en tres estados mentales. El primero, el "modo listo", es
algorítmico, lento y trabajoso, pero lógico: sería, por ejemplo, la forma de
funcionamiento que intentan medir los test de inteligencia. El segundo, al que
vamos a denominar "modo tonto", usa una gran cantidad
de atajos para solucionar velozmente los problemas. El tercero, el "modo
conmutador", decide cuando un problema merece ser tratado desde
la mente reflexiva ("modo listo") o cuando tiene poca importancia y
puede ser solucionado por la vía rápida ("modo tonto"). El problema se
da cuando ese "modo conmutador" se equivoca y actuamos en "modo
tonto" en momentos en que era necesaria nuestra inteligencia analítica.
Para poder analizarlos, vamos a
agrupar estos errores de nuestra vida cotidiana según la causa mayor del
desliz. Estos son "los siete
pecados irracionales":
SOBERBIA
Usted entra a comprar en una
tienda y le ofrecen un descuento. Tiene que elegir entre la oferta 1, con la
que se va a ahorrar diez euros en cualquier compra que haga sin necesidad de
abono previo, o la oferta 2, por la que tiene que pagar 7 euros para que luego
le descuenten 20 euros en todos los productos que adquiera. ¿Cuál elige? Casi
todas las personas que contestan rápidamente eligen el primer cheque, el
gratuito, a pesar de que con el segundo se ahorrarían más dinero (13 euros). A
este fenómeno se le denomina en marketing "el poder de la palabra gratis".
Nuestra necesidad de parecer
listos hace que acudamos a la llamada de cualquier oferta que nos haga creer
que hemos sido más avispados que los demás. Los estafadores, por ejemplo,
utilizan este anhelo de superioridad intelectual: todos los timos parten de que
la víctima, en un momento dado, cree ser el embaucador. El atontamiento por
soberbia explica también nuestra dificultad para hacer un buen casting sentimental:
en muchas ocasiones, nos pierde nuestro anhelo de demostrar que podemos triunfar
armando una pareja con personas con las que otros han fracasado. También
influye en nuestra vida laboral: nos cuesta aprender de los errores porque tendemos a
atribuirnos nuestros éxitos ("en las decisiones importantes soy siempre yo el
que decido"), culpar a los demás de nuestros fallos ("lo hubiera
hecho mejor si no tuviera que haber seguido las directrices de mi jefe") y
minimizarlos
cuando no podemos echar balones fuera ("en realidad, ese cliente que he
perdido no compensaba económicamente").
LUJURIA
Nos gusta que nuestras decisiones resulten atractivas para
aquellas personas que nos interesan. Para conseguirlo, vestimos de forma
similar, oímos música parecida y tenemos opiniones parecidas a nuestro grupo de
referencia.
Un error producto de esta lujuria
intelectual es, por ejemplo, el falso consenso: solemos creer que nuestros
juicios y decisiones son comunes porque son las más apropiadas. Basta echar un
vistazo a la vida cotidiana para ver a qué errores nos lleva este sesgo. Los
pesimistas piensan que la mayoría de los individuos ven todo muy negro y a los
optimistas les pasa lo contrario. Los que defraudan a Hacienda piensan que su
infracción está mucho más generalizada de lo que realmente está. Y también
ocurre el sesgo contrario: los que nunca han delinquido piensan que hay más
honestos que los que realmente hay. Las consecuencias de este sesgo en nuestra
vida son patentes, por ejemplo, en nuestro comportamiento político. En gran
parte, los errores cognitivos a los que nos lleva el fanatismo son explicables
por esa tendencia a creer que "casi todo el mundo piensa como yo"
sobre muchos temas.
ENVIDIA
Imagine estos tres tipos de
situación... ¿en cuál estaría más contento?:
a) Trabajando en una empresa en
la que ganara 35.000 euros anuales teniendo compañeros que ganaran 50.000 por
el mismo trabajo y en las mismas circunstancias.
b) Trabajando en una empresa en
la que ganara 30.000 euros anuales teniendo compañeros que ganaran lo mismo que
usted.
c) Trabajando en una empresa en
la que ganara 25.000 euros anuales teniendo compañeros que ganaran 20.000 por
el mismo trabajo y en las mismas circunstancias.
La respuesta más racional es la
a). Sin embargo, el economista Paul
Krugman ha hecho numerosos experimentos en los que una gran cantidad de
participantes responden b) e, incluso, c). La paradoja se debe a un sesgo
comparativo: nuestra
satisfacción no depende sólo de la medida en que conseguimos nuestros
objetivos, sino también de que los demás hayan logrado menos. Aunque
eso suponga funcionar en "modo tonto" y tomar una decisión que nos
perjudica.
PEREZA
Julio
César
afirmó: "Por lo general, los hombres creen
fácilmente lo que desean". Para no tener que revisar
continuamente nuestros juicios, insistimos en buscar pruebas que confirmen
nuestras ideas y pocas veces atendemos a los hechos que las refutan. Por eso
los seres humanos mantenemos ídolos aunque los datos los desmitifiquen, creemos
bulos infundados porque confirman nuestros sentimientos viscerales y mantenemos
que nuestro equipo es el mejor aunque lleve muchos partidos sin ganar. Otro
ejemplo, este más trágico: la junta de investigación del accidente del Columbia
mencionó esta "tendencia
a la autoconfirmación" para explicar por qué los responsables
del programa de la lanzadera espacial de la NASA ignoraron las señales de
problemas. El psicólogo Peter Wason
ha realizado muchas investigaciones que demuestran la presencia de este sesgo
en nuestras decisiones en muchos ámbitos. Cuando Wason pedía que pusiesen a
prueba una hipótesis, la inmensa mayoría de los voluntarios elaboraba una y
otra vez complicados experimentos para corroborarla, en vez de pensar en formas
(a veces mucho más sencillas) de refutarla.
GULA
¿Se sometería a una prueba en
la que el porcentaje de muertes es 1 de cada 10.000?...¿Se sometería a una
prueba en la que no hay ningún problema para 9.999 personas de cada 10.000?
Cuando la pregunta exige una respuesta rápida, muchas personas dicen que sí a
la segunda opción y dicen que no a la primera a pesar de ser equivalentes. En
este caso, el "modo
conmutador" se equivoca al no activar el "modo listo". Cuando
tenemos ansia por responder, "gula vital", el resultado de esta tendencia a
ceñirse al marco es desastroso. Un ejemplo son las decisiones
amorosas: si nuestra pareja nos hace chantaje emocional ("o las cosas son así o esto se acaba"), aceptamos el
marco que nos han impuesto sin buscar una tercera opción. Comernos la vida a
nivel sentimental hace que olvidemos una máxima del "modo listo": a veces la
mejor respuesta es replantear la pregunta.
AVARICIA
Nuestra mente es avariciosa, quiere entender todo lo que pasa a
nuestro alrededor por miedo a la incertidumbre. Esa es su
función principal: encontrar relaciones entre hechos aislados, dibujar líneas
que unen los puntos de nuestra experiencia vital.
El problema es que esta
búsqueda de heurísticos es, también, causa de muchos errores racionales. Por
ejemplo, la "correlación
ilusoria", estudiada por científicos como la psicóloga Susan Blackmore: creemos que ciertos
acontecimientos suceden siempre conjuntamente (y uno es la causa del otro)
porque en una ocasión significativa esos eventos han sucedido a la vez. Si
llevamos cierto bolígrafo a un examen difícil y la prueba nos sale muy bien, es
fácil que acabe convirtiéndose en nuestro boli de la suerte y minimicemos los
casos en los que no ha funcionado el sortilegio. De la misma forma, si tomamos
una infusión y al día siguiente nuestro catarro remite, creeremos que la
curación ha sido debida a las hierbas en cuestión y no a la remisión
espontánea. O, cuestiones más graves: cuando los medios de comunicación nos
recuerdan la nacionalidad de un delincuente –algo que no se hace cuando
"es de aquí"– dan pie a que nuestra mente convierta la casualidad
(era extranjero y ha cometido un delito) en causalidad (ha cometido un delito
porque era extranjero). El racismo (al igual que el sexismo, la homofobia y otras
injusticias sociales) tiene su origen en este mecanismo.
IRA
En cuanto un tema se convierte en algo visceral para nosotros,
funcionamos en "modo tonto". Tendemos a dar importancia a aquello
que podemos visualizar fácilmente y no dedicamos ningún interés a lo que no
tiene consistencia subjetiva. El psicólogo Nico
Fridja denomina a este principio "ley de la realidad aparente": una
foto de un niño angustiado por la guerra o demacrado por el hambre influye más
en nuestra toma de decisiones acerca de las donaciones que las noticias de
miles de muertos.
Pero esta forma de pensamiento
visceral es muy proclive al error. En cuanto una imagen negativa acerca de una
determinada persona o colectivo se implanta en nuestro cerebro, usaremos
siempre el "modo
tonto" a la hora de pensar sobre este individuo o grupo. Y lo
peor: lo haremos
creyendo que estamos siendo muy inteligentes.
LA
NECESIDAD DE SER TONTOS EN OCASIONES
Arthur
C. Clarke
decía que "Aún tiene que probarse que la
inteligencia tenga algún valor para la supervivencia". Bernard Shaw nos advertía que "La osadía de los tontos es ilimitada y su capacidad
para arrastrar a las masas, insuperable". Y Noel Clarasó advertía: "Ningún tonto se queja de serlo, así que no les debe
ir tan mal".
En ciertas ocasiones, funcionar
en "modo
tonto" es útil por una cuestión de economía mental. Si cada vez
que andamos, vamos al servicio o nos sentamos en una silla análizaramos las
posibles alternativas, buscáramos datos a favor de una u otra y las sopesáramos
sosegadamente, nuestra vida se colapsaría.
En otros casos, el "modo
conmutador" sabe que es mejor adaptarse a la visión de los
demás y no cuestionar a los que nos rodean. En esas ocasiones, nos ponemos en "modo
tonto", siguiendo el consejo dado hace dos mil años por el
poeta latino Horacio: "A tu prudencia añádele un poco de idiotez: en algunos
momentos es mejor hacerse el idiota".
Pero también, como nos recuerda
el psicólogo Gerd Gigerenzer,
existen ocasiones en que no podemos poner en marcha el "modo listo". Un
ejemplo: las decisiones emocionales. Solemos decidir si dejamos o no a nuestra pareja
por una canción que hemos escuchado o por un recuerdo que nos ha asaltado. No
podemos barajar todas las opciones (¿cómo fabricar un algoritmo que integre las
miles de posibilidades de nuestro futuro tras la decisión?) ni recopilar datos
objetivos (solo disponemos de las sensaciones subjetivas). Y es mejor resolver por intuición en
"modo tonto" que paralizarnos vitalmente.
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