La luz tiene una
relación directa con nuestro estado de ánimo. Por eso, en primavera y verano
tendemos a estar más animados, y al contrario en los meses de otoño e invierno.
Sin embargo, la vida en la gran ciudad pervierte la relación con ese aspecto de
nuestro entorno
El intrépido explorador del
Ártico Frederick Cook participaba en
1898 en una expedición. El 16 de Mayo anotó en su diario: "El invierno y la oscuridad han ido
lenta y progresivamente apoderándose de nosotros (…) No es difícil leer en las
caras de mis compañeros su estado de ánimo... La cortina de tinieblas que ha
caído sobre el mundo exterior de desolación helada ha descendido también sobre
el mundo interior de nuestra alma... Alrededor de la mesa los hombres se sientan
tristes y abatidos, perdidos en sueños de melancolía, de los que una y otra vez
se despiertan con un rictus de entusiasmo. Por breves momentos alguien intenta
rebajar la tensión con algún chiste archisabido. Otros se esfuerzan por
transpirar optimismo; pero todos los empeños encaminados a infundir alguna
esperanza fracasan".
Cook era un hombre lúcido
–quizás demasiado: hoy se cree que sus dos grandes hazañas aventureras fueron
fraudes–. Y en este párrafo hace una de las escasas referencias vivenciales escritas
que se recuerdan al poder que tiene la luz ambiente para moldear nuestros sentimientos.
El sentido común conoce ese influjo y por eso muchas personas creen que las
depresiones aumentan en los lugares con menos días de sol y que la gente está
más alegre en los momentos en los que el cielo se despeja. Pero cuando
analizamos este tema, solemos referirnos a los demás. Somos vanidosos y nos
gusta creer que nuestros sentimientos tienen causas profundas, que no están
determinados por el medio ambiente. Por eso nos cuesta admitir el ascendiente que tiene
en nuestro estado de ánimo amanecer en un día cubierto o en un día soleado.
La evidencia científica, sin
embargo, nos demuestra que la luz influye en el estado de ánimo de todas las
personas. Cuando se trabajan con grupos de voluntarios y con estadísticas, el
influjo de este factor aumenta y disminuye la media global en muchas cuestiones
psicológicas. Sabemos, por ejemplo, que el descenso de horas de luz aumenta las sensaciones de
relajación: el sosiego y la calma, pero también la melancolía y la tristeza.
Y también hay evidencias de que el aumento de claridad contribuye a la activación, tanto
en su sentido positivo (alegría) como negativo (ansiedad). De hecho,
la evidencia clínica apoya esta relación entre la luz y la depresión. En los
pacientes que sufren esta enfermedad, es característica la tendencia a la
fotofobia: encerrarse en cuartos oscuros, cerrar persianas, llevar gafas de
sol… La
tristeza se esconde en la oscuridad y por eso los humanos hemos creado tanta
tecnología para alejar las tinieblas.
Otro tipo de investigaciones
que avalan la influencia de este factor son las que estudian el influjo de los
cambios de estación en nuestra vida psíquica. Un ejemplo: el psiquiatra Michael Terman, uno de los pioneros de
la cronoterapia, realizó un estudio hace unos años que mostraba que las
variaciones lumínicas y de temperatura son decisivas incluso en el medio
urbano. En la ciudad de Nueva York, la mitad de las personas analizadas perdía
parte de sus energías en otoño y en invierno, el 47% ganaba peso en ese
periodo, un 31% dormía más y otro 31% perdía interés en las actividades
sociales. Entre los encuestados que declararon cierta disminución de sus
energías en determinada época del año, aproximadamente el 50% la refirieron al
otoño y al invierno, sólo el 12% se sentía así en verano.
El extremo de vulnerabilidad
psicológica a este fenómeno es lo que se ha llamado trastorno afectivo estacional (TAE). Este síndrome, que suele
aparecer entre finales de otoño y principios de invierno y que acostumbra a
durar hasta la primavera siguiente, se caracteriza por un estado de depresión y
letargo. El TAE, que es más habitual en las latitudes altas de los dos
hemisferios, parece tener relación con la necesidad de hidratos de carbono en
el organismo: los afectados sufren ataques episódicos de depresión combinados
con un ansia de consumir hidratos de carbono. A pesar de que duerman mucho
sienten que su sueño no ha sido completamente reparador. Se sienten
somnolientos a lo largo del día y por eso notan dificultades para concentrarse.
Pero en cuanto llega la primavera, vuelven a recuperar las energías y la
creatividad –al mismo tiempo que disminuye su ansia por los hidratos de
carbono–. La correlación con los ritmos de luz (y no con las temperaturas ni el
calendario laboral) es clara porque en el hemisferio sur los meses más
depresivos son los de junio y julio, aunque las personas estén de vacaciones.
Y aunque parezca que a los
habitantes de las ciudades les deberían afectar menos los cambios en la
naturaleza, la mayor o menor claridad es igualmente decisiva. La razón es
precisamente que en el medio urbano no somos conscientes de las necesidades de nuestro
cuerpo. Y nuestro estilo de vida aumenta la vulnerabilidad hacia la
depresión estacional al recortarse el tiempo que nos hallamos expuestos a la
luz.
El psiquiatra Daniel Kripke midió hace unos años la
cantidad de tiempo que ancianos sanos de San Diego (una región de clima
particularmente favorable) se exponían a la luz solar. El sorprendente
resultado es que los hombres no estaban al sol más de setenta y cinco minutos
por día y las mujeres, veinte. Evidentemente, el ser humano necesita más
exposición lumínica, porque eso fue lo natural para nuestros antepasados. Pero
los habitantes de los medios urbanos no son conscientes de tener un déficit en
este sentido.
Todas estas investigaciones
demuestran que la cantidad de luz influye en nuestras vidas, pero lo hace de
una forma inconsciente. Si nos sentimos tristes en un determinado momento vital
pensaremos en muchas causas para ese estado de ánimo (problemas de pareja,
soledad, asuntos laborales, duelos amorosos, hijos,…) antes de atribuirlo a la
época del año, aunque nos encontremos en el momento más oscuro de un invierno
especialmente nuboso. La luz va variando de forma muy sutil y es difícil que
nos demos cuenta de ese cambio. Quizás las únicas personas que se hacen
conscientes de ese influjo son aquellas que experimentan un cambio radical en
la luminosidad porque pasan de vivir en un lugar con un nivel de luz
determinado a otro completamente diferente.
Es el caso de Teresa Rodríguez, una vallisoletana que
ha vivido durante muchos años en Madrid y trabaja actualmente en la Universidad
de Rostock, en el norte de Alemania. Ella confiesa haber descubierto que "definitivamente
la falta de luz afecta mi vida. Lo he comprobado física y mentalmente desde mi
traslado a Rostock. Ha sido, por otra parte, una confirmación de lo que ya
había sentido, y olvidado, durante mi estancia en Dublín hace ya 15 años para
mi beca Erasmus. Durante el largo, frío y oscuro invierno en Rostock me
encontré a mí misma en varias ocasiones diciendo que 'estaba hibernando', como
los osos. Al principio era una expresión graciosa pero en uno de esos largos y
oscuros días de invierno me di cuenta de que realmente lo estaba haciendo:
durante semanas me fui a la cama agotada entre las 21.30 h y las 22 h, aunque
el día no hubiera sido especialmente estresante; en el momento en el que la luz
desaparecía (sobre las 15.30-16.30 h) decaían mis ganas de hacer cualquier
cosa, sobre todo las de socializar. A ello se le une que, normalmente, en las
latitudes donde apenas hay luz también suele hacer frío".
Como suele ocurrir, este efecto
es mucho más palpable en las personas que nos rodean: "No sólo a mí me afecta la luz
–añade Teresa–. Es obvio que la mentalidad de la gente alrededor también se ve
afectada: se socializa en casas privadas, los movimientos son controlados y
determinados (de un sitio a otro, sin parar en medio). En el momento en que hay más luz, también hay más ruido, más actividad,
más sonrisas…".
Carlos
Rodríguez,
un ingeniero que ha experimentado también ese cambio del sur al norte de
Europa, ratifica la importancia de esa influencia –"el tema del tiempo aparece aquí con
mucha frecuencia"– y pone algunos ejemplos de la mayor
diferencia que se da en esas latitudes entre los momentos más oscuros –"el mismo
camino en bici se hace más pesado en invierno, como si tuviera menos energía, y
en general te sientes menos dispuesto a realizar tareas al aire libre"–
y los de mayor luminosidad –"en Rostock se nota claramente la llegada de la
primavera en que la gente aprovecha para salir: hacen barbacoas, cogen la bici,
van a la playa o simplemente disfrutan del sol sentados en la terraza"–.
En los dos casos, la adaptación
se va realizando poco a poco. Teresa comenta: "Mis horas de comida se adaptaron
rápidamente al ritmo de la luz: ¡olvídate de cenar a las 22 horas! A las 19
horas ya estoy cenada. Ahora ocurre lo mismo pero la posibilidad de una
sobrecena a las 21 horas es mucho mayor. El cuerpo y la mente se acostumbran
aunque yo tengo accesos de tristeza que
atribuyo al tiempo y a la falta de luz. Creo que el carácter de una persona está muy influido por el idioma que
habla y por el clima (temperatura y luz) en el que vive. El primer año
estaba enferma todo el rato: asuntos variados. Sin embargo, este año he
conseguido pasar la primavera sin grandes problemas de salud. Creo que mi
cuerpo se está acostumbrando a la humedad y a los cambios bruscos de
temperatura, que aquí son tan comunes". En el caso de Carlos,
de hecho, otros factores (como la menor cantidad de tiempo que tarda en
desplazarse al lugar de trabajo o a los sitios donde practica ocio) son citados
como variables más influyentes para el resultado de su adaptación a la nueva
vida. Y seguramente, en poco tiempo, el nivel lumínico se convertirá en una más
entre las muchas diferencias transculturales que han vivido. Aún así, su
influjo estará constantemente presente en su vida cotidiana.
La posibilidad de aislar
factores bioquímicos y físicos que antes resultaban más difíciles de estudiar
nos está dejando estudios que muestran que el ascendiente que tiene este factor
es mucho más poderoso de lo que creíamos y afecta a muchos más aspectos de
nuestra psique de los que sospechábamos.
Uno
de ellos es el miedo.
Se sabe que la ansiedad está muy relacionada con la cantidad de luz y que por
eso, en primavera, es más habitual su aumento. Pues bien: el miedo en estado
puro también tiene que ver con ese factor. Es lo que muestran las
investigaciones del psicólogo británico Richard
Wiseman. Investigando los lugares en los que las personas creen ver
fantasmas, ha encontrado que suelen ser zonas con fuertes contrastes de luz.
Los lugares que producen claroscuros (un pasillo al lado de una ventana, por
ejemplo) y los momentos en que hay fuertes contrastes lumínicos (las tormentas)
desasosiegan nuestro cerebro, que acaba inventando formas inexistentes. Un
estudio con ratones realizado por el psicólogo de la Universidad de Virginia Brian Wiltgen ratificaba esta asociación
entre contrastes lumínicos y temores. Sus datos mostraban que en los nocturnos
ratones la luz aumenta el pánico, al igual que ocurre con la oscuridad en los
diurnos humanos. Lo que pone a nuestro cerebro en estado de alerta es el cambio
repentino de luminosidad.
Otro ejemplo de influencia de
este factor en cuestiones que no son tan evidentes es la vida sexual. En una reciente entrevista, la doctora Anna Puigvert, del Instituto de
Andrología y Medicina Sexual, hablaba de la gran cantidad de pacientes que
acuden a la consulta en otoño con problemas sexuales ocasionales como la
disfunción eréctil y ven como a medida que se acerca el verano su problema va
remitiendo. Para explicar esta curiosa correlación, la doctora Puigvert aduce
factores hormonales: la mayor cantidad de luz y el sexo están asociados porque
con el aumento de las horas diurnas los picos hormonales –que tienen sus
propios ciclos respecto a la luz solar– se hacen mayores, estimulando glándulas
que liberan hormonas relacionadas con la sexualidad.
Estamos en pleno verano. La
sexualidad se activa en esta época por razones bioquímicas, no sólo por la ropa
escasa y los cuerpos húmedos. Ocurre con muchos otras variables: la motivación,
la ansiedad, las ganas de relacionarnos, la dispersión mental y la
creatividad... La
luz, aunque no lo sepamos, es uno de los factores más importantes a la hora de
poner en marcha esta activación vital.
El
interruptor de la felicidad
A medida que se iba haciendo
consciente de la influencia psicológica de la luz, el ser humano ha intentado
inventar métodos artificiales para controlarla. La luz eléctrica, por ejemplo,
ha servido para alejarnos del miedo a las tinieblas nocturnas. Pero también
tiene inconvenientes: una reciente investigación de la facultad de Medicina de
Harvard recordaba, por ejemplo, que dormir con la luz encendida puede ser un hábito insano.
Según estos científicos, exponerse a la luz eléctrica antes de ir a dormir
tiene un importante efecto supresor sobre los niveles de melatonina –la hormona
que nos induce el sueño–, lo que disminuye la calidad del sueño y la habilidad
para regular la temperatura. A pesar de estos problemas, los intentos de
aprender a controlar los efectos psicológicos de este elemento prosiguen: un
informe emitido en el 2005 por la Asociación
Americana de Psiquiatría, publicado en el American Journal of Psychiatry,
mostraba resultados esperanzadores sobre la eficacia de la luminoterapia a la
hora de aliviar la depresión. De hecho, en los países nórdicos y en EE.UU.
empieza a ser un tratamiento complementario muy extendido. Y una investigación
conjunta de las universidades de Illinois (EE.UU.) y Sungkyunkwan (Corea del
sur) afirmaba este año haber dado con la "luz de la felicidad": un estímulo
luminoso que activa un led introducido previamente consigue que el cerebro de
los ratones libere dopamina.
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