La hiperpaternidad se ha
convertido en un modelo educativo habitual en las sociedades más acomodadas.
Sin embargo, son muchos los expertos que creen que es necesario estar menos
pendientes de los hijos, por su propio bien
Hubo un tiempo, no demasiado
lejano, en el que a los niños no se les hacía demasiado caso. Sin ir muy lejos,
la abuela de quien escribe, cuando un nieto o nieta se ponían pesaditos,
recomendaba actuar ante ellos: “Como si
fueran muebles”. Una mesa, una silla o un armario. Ignorarlos
hasta que se les pasara la rabieta o dejaran de dar a lata. El “ya encontrarás algo para hacer” era
asimismo otra respuesta habitual al clásico “me
aburro”. Se consideraba que el distraerse era tarea de los
niños, no de los padres, y que uno era capaz de hacerlo solo.
El escritor inglés D.H. Lawrence (1885-1930) también creía
que no hacerles mucho caso a los críos era lo más conveniente para su
bienestar. Sus tres reglas para empezar a educarlos (“dejarlos
en paz, dejarlos en paz y dejarlos en paz”), lo atestiguan. Es
una faceta de la respetada educación inglesa, que ha tenido como una de sus
bases un cierto desapego con los hijos (no en vano son los inventores de las
nannies y de los internados). También lo era el no comentar en público las
virtudes de un retoño, lo que se consideraba totalmente inadecuado. Algo
similar, aunque pasado por el tamiz más cálido del Mediterráneo, sucedía aquí:
si en una reunión social alguien preguntaba por los niños, estos estaban “bien” o “muy bien” y punto. También,
hasta no hace mucho, los niños tenían tardes libres y agendas con espacios en
blanco y con un vago “iros a jugar
por ahí” se resolvían muchos sábados y domingos.
“La frase de ‘hacer como si fueran muebles’ era habitual durante
mi infancia”,
recuerda Antonio, un barcelonés de
66 años, abuelo de seis nietos. “Y cuando mis hermanos y yo tuvimos hijos pequeños, la
utilizábamos de vez en cuando… En vez de mimarlos y consentirlos, como se hace
ahora, se optaba por no hacerles tanto caso a los niños, que se distrajesen
solos. No iba tan mal: considero que ahora se les presta demasiada atención”.
No es el único. Cada vez son
más los expertos en educación que creen que se ha evolucionado del modelo
mueble al modelo altar demasiado
rápido. En pocos años, los hijos han pasado a convertirse en el centro de la
familia y, a menudo, alrededor suyo orbitan los progenitores, dispuestos a
ejercer, con la mejor de las intenciones, de superpadres. Su misión es darles
el máximo posible a su prole: la mejor educación, las mejores extraescolares,
el mayor número de experiencias, viajes, espectáculos, actividades lúdicas y
entretenimientos varios. El objetivo: que estén sobradamente preparados para un futuro que,
dada tanta inversión de tiempo, dinero y esfuerzo, tiene que ser brillante.
Como tantas otras cosas, este
modelo de paternidad a tope o hiperpaternidad, se origina en EE.UU. De este
país procede también la psicóloga Madeline
Levine, en cuyo libro El precio del
privilegio (Miguel Ángel Porrúa editor), empezó a tocar la cuestión de los
niños hiperpaternizados. Su último trabajo, Teach
your children well (Enseñe bien a sus hijos) ya se centra en los excesos
cometidos y llega a la contundente conclusión de que la actual versión
norteamericana de lo que supone el éxito es “un fracaso”.
Levine lleva 30 años tratando a
adolescentes en una de las zonas más ricas de San Francisco. Su experiencia le
dice que el
modelo de crianza basado en una constante atención y grandes expectativas por
lo que los hijos hacen, estudian, llevan, tienen o logran, no funciona.
En una cultura tan competitiva como la estadounidense, la paternidad se
convierte en una especie de carrera sin descanso, cuya meta es lograr que el
hijo o la hija triunfen. Los hiperpadres, destaca Levine, se dan especialmente
en las clases más acomodadas y suelen tener un plan trazado para sus retoños
desde la cuna. La atención podría acabar cuando los hijos ingresan en la
universidad de élite, la soñada por los progenitores, pero incluso en estos
lugares que antes solían estar poblados de jóvenes independientes, han entrado
los hiperpadres. En los campus norteamericanos cada vez son más comunes los
papás y mamás que acompañan a sus hijos a las entrevistas con los profesores o
que se ocupan de su intendencia diaria.
Así, después de muchos años
escuchando en su consulta a chicos y chicas que objetivamente lo tienen todo,
pero que se sienten frustrados e infelices e instan a sus padres “a tener una
vida” fuera de la suya, Levine se ha convertido en una de las
abanderadas del underparenting, que reivindica ejercer de padres de forma menos
intensa, cambiando las prioridades. “En la
paternidad se llega a un punto en el cual debemos decidir si mantener el statu
quo, el modelo vigente, o, con nueva información, elegir otra vía”,
escribe. Para ella, el escoger la otra vía es algo urgente porque
“no hay duda de que nuestros hijos están viviendo un mundo que no sólo no es
consciente de sus necesidades sino que, de hecho, los está dañando”.
La hiperpaternidad tiene
distintas formas y grados, aunque el fondo (los hijos como el eje sobre el que
giran las vidas de los padres), es el mismo. Encontraríamos figuras como la de
los padres-helicóptero (sobrevolando
sin descanso las vidas de sus retoños), los
padres-apisonadora (quienes allanan sus caminos para que no se topen con
ninguna dificultad), los chófer (que
pasan los días llevando a sus hijos de extraescolar en extraescolar), los hiperprotectores (cuyo fin es
evitar cualquier accidente, por lo que algo antes natural para un niño, como
subirse a un árbol, resulta impensable), los muy españoles padres-bocadillo (quienes persiguen a sus hijos o hijas en el
parque con la merienda en la mano) y las más novedosas madres-tigre, representadas por la china-estadounidense Amy Chua,
quien dirige de forma implacable las existencias de sus dos hijas. Su sistema
está descrito con todo detalles en el libro Madre
tigre, hijos leones (Temas de Hoy), que se ha convertido en un
desconcertante superventas.
La hiperpaternidad puede llegar
a ser agotadora para los hijos, porque en general implica agendas frenéticas.
También lo es para los padres y madres, porque son ellos y ellas quienes los
llevan de una actividad a otra, hablan con frecuencia con sus maestros
(llegando al enfrentamiento si fuera necesario), supervisan sus deberes y, a
menudo, los hacen junto a ellos. Recogen sus cuartos, preparan su ropa y
mochilas, meriendas, cenas y desayunos y ponen y quitan mesas (porque los niños
van tan cansados que no tienen tiempo para este tipo de tareas). También son
los que planifican sus agendas e, incluso, sus amistades, interviniendo ante el
menor conflicto con ellas... La hiperpaternidad es un trajín que puede durar
muchos años y que, en opinión de los expertos, coarta en los hijos algo tan vital como es
la independencia. También impide el aprender a partir de los errores
cometidos, algo clave en el desarrollo personal. Con todo esto y si los padres
siempre quieren lo mejor para sus hijos, la pregunta es: ¿cómo se ha llegado hasta aquí?
“Creo que es debido a que los objetivos de los padres han
evolucionado”, explica
la psicóloga barcelonesa Maribel
Martínez. “En
tiempos de nuestros abuelos, el objetivo era que los hijos sobrevivieran a la
guerra y a la posguerra, no pasaran hambre y, cuanto antes, se pusieran a
trabajar para ayudar a la familia, que solía ser numerosa. En los de nuestros
padres, lo que ya se quería era asegurar que sus hijos pudieran estudiar y que
tuvieran mejores posibilidades laborales… En la actual generación de padres con
hijos pequeños –prosigue esta experta en psicología familiar–, las prioridades
son otras: que los hijos sean
brillantes, triunfen y que tengan de todo. Parece que su éxito y su fracaso
sean nuestros y que para ello, tengamos que ser los mejores padres del mundo”.
Martínez cree que este afán por
el éxito de los hijos es el resultado de las nuevas presiones sociales. “Hay mucha competencia entre padres y muchísima
información y esto crea inseguridad, pero no sólo a los padres”,
matiza. “Nuestros
hijos –añade– también viven con ansiedad, angustia incluso, tanta presión,
tanta actividad, a todos los niveles”. Al igual que la doctora
Levine, esta terapeuta cree que estar tan encima no es bueno para nadie: “La crianza
empieza con los bebés quienes, obviamente, necesitan atención 24 horas… Pero
los niños crecen y los padres, parece que no. Así, siguen ayudándolos a
vestirse, a comer y a organizarse sus cosas. No se dan cuenta de que hay que dejarlos ir, dándoles
responsabilidades, espacio propio y capacidad para tomar decisiones”.
Una de las consecuencias más
comunes de la hiperpaternidad es que los niños, al estar tan estructurados y
sobreestimulados ya desde pequeñitos, se aburren muy fácilmente. En un programa de
la BBC sobre este tema, Lorraine Candy,
directora de Elle Gran Bretaña y exhipermadre, comparó las dinámicas de sus
primeros dos hijos con el tercero, a quien dejó más a su libre albedrío: “Con los dos
mayores, de 9 y 8 años, fui una madre a tope, totalmente influida por las
corrientes de estimulación imperantes: los ocupaba toda la semana en
actividades educativas, les compraba todo tipo de baby einsteins, mozarts y
similares, nos íbamos mucho de viaje, siempre arriba y abajo…”. El
punto de inflexión llegó cuando, un domingo, después de haber estado dando
vueltas todo el fin de semana, la familia llegó a casa agotada y el mayor, al
poco de entrar, le dijo: “¿Y ahora, mamá,
qué más hacemos?”. La periodista vio que algo no iba bien. “Con mi tercer
hijo, que tiene cinco años, decidí bajar totalmente el ritmo. Es un niño mucho más relajado, mucho más
seguro de sí mismo, juega muchísimo más solo… ¡Nada que ver!”.
Relajarse un poco es el primer
paso para salir de la espiral de la hiperpaternidad. Madeline
Levine, madre de
tres hijos, recomienda darles a los niños “mucho tiempo de juego sin estructurar” para
que, además de aprender a entretenerse, aprendan a gestionar sus horas. El
juego es vital en su buen desarrollo. Irónicamente, con tanta actividad no se
les da espacio para algo tan fundamental.
La facilidad para el
aburrimiento, sin embargo, no es el único resultado de una atención excesiva
hacia los hijos. “Pueden
haber también consecuencias psicológicas importantes –advierte Maribel
Martínez– porque, con tanto control y seguimiento, el mensaje que acabamos
dándoles a los hijos es que ‘me pongo
aquí contigo, sistemáticamente, a hacer los deberes o a organizar tus tareas,
porque tú solo no puedes’.
Entre líneas,
se les dice que no son capaces”. Martínez insiste en que no hay
que intervenir siempre en las vidas de los hijos, aunque sea con las mejores de
las intenciones.
Por ejemplo, si al niño le
asustan los perros, no hay que cruzar de inmediato la calle cada vez que
aparezca uno de estos animales en el horizonte (“es la mejor manera de potenciar el miedo,
incluso, la fobia”). Si los padres están preocupados por el tema de
la comida, el seguirlos por el parque con un bocadillo en mano o estar
permanentemente encima de ellos cuando comen puede acabar “con un niño agobiado que puede o dejar de
comer para llamar la atención o desarrollar un trastorno alimentario”.
Mientras algunos terapeutas
anglosajones reivindican una “sana desatención”, como remedio a la
hiperpaternidad, Martínez, es más partidaria de “observar sin intervenir”. “Es un concepto
clave en los niños más pequeños, porque observar implica hacer activamente
algo: mirar cómo tu hijo evoluciona y es
capaz de superar las dificultades sin necesidad de la intervención
constante de los padres”. Para ella, esta atención desde la barrera
conseguirá que los niños puedan crecer, superarse y esforzarse: caerse y
volverse a levantar: “Eso es lo que queremos, porque si han crecido entre
algodones, si nunca han tenido que responsabilizarse de una mínima gestión de
su vida, cuando llegan a la adolescencia se sienten incapaces, viven con mucho
más miedo y los cambios les suponen un gran problema”.
“Los niños no quieren
unos superpapis o supermamis –añade la psicóloga– sino que se les quiera y que
pasemos ratos gratificantes con ellos pero, a la vez, respetemos sus espacios”.
Para ella, la clave es dejarlos
más tranquilos y confiar en ellos porque, asegura, “son
muy capaces” y es esa capacidad lo que hay que reforzar. “Los padres hemos de aprender a inmiscuirnos menos,
dejarnos llevar un poco por nuestro instinto y observar cómo se espabilan, se
desarrollan, buscan sus recursos y aprenden y, finalmente, reforzar ese
esfuerzo, felicitarles. Este es el antídoto para este modelo de
hiperparternidad”.
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