En uno de sus discursos, Buda
señaló que quien tiene cincuenta amigos tiene cincuenta dolores. Con ello no
quería decir que el afecto y la amistad estén contraindicados para el alma,
sino que supone todo un reto para cualquiera entenderse con personas que arrastran
una historia distinta a la nuestra, que tienen otra visión del mundo y otras
prioridades. También otras limitaciones.
Un personaje de nuestra fábula “El
laberinto de la felicidad” hacía la siguiente reflexión: incluso en un
acto tan irrelevante como servir un café, un contacto que no supera en total un
minuto, el camarero hace alquimia con el cliente al elegir entre tres opciones…
En ese minuto puedes conseguir
que la persona se marche peor de lo que ha llegado, si eres grosero. O bien puede
irse igual que ha venido, si le tratas con indiferencia. Pero también
tienes la oportunidad de que salga del café mejor de lo que ha entrado, si le
regalas un poco
de amabilidad.
Puesto que cada día mantenemos
decenas de contactos, con nuestra actitud somos alquimistas de las emociones de
los demás. Un comentario desafortunado, o el solo hecho de no
escuchar, puede hundir el ánimo del otro, del mismo modo que las palabras de
aliento y el buen humor pueden rescatar a cualquiera del pozo.
En su último ensayo “La
química de las relaciones”, el experto en comunicación Ferran-Ramon Cortés señala que al
relacionarnos con el otro estamos poniendo oro o plomo en su balanza emocional.
Hay relaciones nutritivas que suman valor a la vida mientras que otras
sobrecargan el ya difícil oficio de existir.
No podemos elegir cómo se
comportarán los demás, como mucho evitaremos las personas tóxicas, pero sí podemos
decidir qué clase de alquimia interpersonal partirá de nosotros.
Hemos empezado con Buda y con
él terminaremos. Hay una meditación nocturna que practican los tibetanos
llamada “Buda de la Compasión”. Su
objetivo es fijar en la mente un propósito humilde, pero altamente
significativo, para el día siguiente. Viene a decir: si por mi situación o por mis limitaciones
no soy capaz de hacer felices a los demás, al menos que mis actos no sean causa
de su infelicidad.
Es un buen inicio para todo
alquimista —todos lo somos— que desea que el mundo de mañana sea mejor que el
de ayer.
Álex Rovira y Francesc Miralles
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