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dilluns, 9 de setembre del 2013

EL PESO DE LA CULPA. Irene Orce.

La culpa es la peor de las condenas. Como si de un parásito maligno se tratara, se adueña de nuestro interior, devorándonos y consumiéndonos. Generalmente, nos embarga cuando revisamos nuestras conductas y nuestras acciones y consideramos que no han sido las más adecuadas. Cuando herimos a alguien, causamos dolor, o generamos conflicto. Cuando creemos que hemos hecho algo ‘malo’. Y sus efectos no se hacen esperar. Cuenta con aliados poderosos, como el remordimiento y el arrepentimiento, el malestar y la insatisfacción. Afecta a nuestras decisiones, conductas y relaciones, empezando por la que mantenemos con nosotros mismos. De ahí la importancia de cuestionar su función y reflexionar sobre cómo podemos liberarnos del peso que ejerce en nuestra vida.
Como todas las emociones, la culpa tiene una importante misión. Nos brinda valiosa información sobre las consecuencias de nuestras acciones. Ejerce de brújula moral, indicándonos el camino a seguir. Nos marca límites. Y nos propone redimirnos, rectificar, salir de nuestra zona de comodidad y disculparnos. O al menos, intentarlo. Eso sí, la culpa tiene mil caras. Cada persona la vive a su manera, y lo que a una persona le puede generar un tremendo sentimiento de culpabilidad a otra apenas le afecta. Hay quien no duerme por las noches por haber acusado en falso a un compañero, y para quien la misma situación supone un ligero inconveniente que desaparece al cabo de pocos días. Hay quien la decide acallar, con más o menos éxito, y quien opta por no hacer nada para aligerar su carga.
Pero si no la confrontamos, puede resultar tremendamente destructiva. Aunque es invisible, resulta más efectiva que una cárcel de máxima seguridad. ¿Cuántas veces nos sentimos culpables por cosas que hemos hecho –o por las que no hemos hecho-? Cuántas horas hemos invertido en repasar una y otra vez el mismo escenario, haciendo hipótesis y regodeándonos en el traicionero “¿y si…?” ¿Cuántas noches nos hemos quedado atrapados en una red de pensamientos repetitivos y tóxicos que no sirven para nada más que castigarnos? “Tendría que haberlo hecho de tal manera”, “debería haberlo sabido”… Somos nuestro propio juez y también asumimos el papel de verdugo. Nos condenamos. Y a veces nos descubrimos haciendo y diciendo cosas que no queremos ni sentimos, minando nuestra autoestima y nuestra salud mental.
Tal vez resulte útil analizar qué es exactamente lo que la provoca. Se dispara cuando creemos que no hemos obrado correctamente, pero ¿quién establece los parámetros de lo que está bien y lo que está mal? ¿De lo que es aceptable o inaceptable, correcto o incorrecto, apropiado o inapropiado? Nuestra educación, nuestra cultura, nuestras creencias y nuestros valores. Son los que, en última instancia, determinan cuándo y con qué intensidad nos sentimos culpables. En este escenario, nuestra mente se convierte en nuestra peor enemiga. Es la que interpreta la realidad que nos rodea en base a lo que hemos observado y aprendido a lo largo de nuestra vida. Y la que, en consecuencia, desata unas emociones u otras para adaptarse a dicho escenario. Sin embargo, tan sólo tenemos que echar un vistazo a nuestro alrededor para comprobar que nuestras creencias, disfrazadas de verdades absolutas, en demasiadas ocasiones limitan nuestro aprendizaje y nuestro potencial. Y en el caso de la culpa, nos suelen llevar a iniciar un camino de penitencia tan inútil como destructivo.

Buscando culpables desesperadamente
“No hay problema que una dosis de culpa no pueda empeorar”, Bill Waterson
Desde pequeños nos han moldeado para ser ‘buenas personas’ y ‘ciudadanos de provecho’. Al parecer, hay una lista específica de cualidades, competencias, habilidades, comportamientos y actitudes que nos ayudan a cumplir con lo que se espera de nosotros. Y cuando nos desviamos del camino establecido, la culpa entra en escena. De hecho, suele ir de la mano de todas aquellas cosas ‘prohibidas’ o ‘mal vistas’ socialmente -desde comer en exceso hasta engañar o hacer trampas, pasando por el puntual arranque de ira o pereza-. Pero lo cierto es que todos los seres humanos cometemos errores. Aunque resulta deseable tratar de dar siempre lo mejor de nosotros mismos, no solemos contar con la energía ni los recursos emocionales para lograrlo. Nos guste o no, es muy posible que fallemos y también que en el proceso se vean perjudicadas otras personas, incluso aquellas que son muy importantes para nosotros.
Para lo único que sirve la culpa, una vez nos ha alertado de la información que tenía que darnos, es para convertir nuestra vida en un lugar yermo, triste y miserable. Nuestra mente, traicionera, tiende a alimentar y a mantener vivas situaciones pasadas que refuerzan ese sentimiento. Lo cierto es que no podemos cambiar lo que ya ha sucedido. Una vez cometida la falta, ¿de qué sirve castigarnos una y otra vez? ¿De qué manera ayuda eso a la persona que hemos agraviado? Por mucho que nos castiguemos, no cambiaremos el estado emocional de la persona a la que en teoría hemos hecho daño. Adoptar esa actitud tan sólo sirve para hundirnos en el pozo de la amargura.
Por otra parte, cabe apuntar que somos los primeros que perpetuamos el círculo vicioso de la culpa. Gestionamos tan pobremente esta emoción, que tendemos a tratar de librarnos de ella buscando culpables a nuestro alrededor. Cuando ocurre una desgracia, un accidente, o una serie de trágicos acontecimientos, buscamos a alguien en quien proyectar nuestro malestar, nuestra incomprensión y nuestro dolor. De hecho, vivimos en una sociedad que tiende a penalizar el error o a ocultarlo. Así, tendemos a proyectarlo en los demás, tildándolos de ‘culpables’ y aplicando el castigo correspondiente. La cultura de la culpa pasa de padres a hijos, de maestros a alumnos, de jefes a empleados. Este ejercicio nos hace sentir aliviados, pero no genera un bienestar duradero. Resulta infantil, pues ponemos todo el foco de atención en el otro, tratando de canalizar nuestras emociones negativas hacia él. Pero ¿qué resultados obtenemos?

Asumir la responsabilidad
“El hombre consciente se atribuye la culpa a sí mismo, el hombre inconsciente la carga sobre los demás”, Confuncio
Por mucho que tratemos de evitarlo, en un momento u otro tenemos que enfrentarnos a nuestros errores. Lo único que nos libera de la culpa es la asunción de la responsabilidad. Si nos sentimos culpables por haber cometido un acto que consideramos inaceptable, tan sólo nos queda tener el valor de aceptar lo que hemos hecho. Cabe apuntar que aceptar no significa estar de acuerdo. Tampoco se trata de restar importancia al hecho que ha marcado nuestra vida, ni de darle la razón a quien ha provocado esa situación. Simplemente supone dejar de lado aquellos pensamientos negativos que nos causan dolor, tristeza o enfado, y nos limitan en nuestro día a día.
Lo cierto es que en última instancia, todos somos co-creadores de nuestra realidad. Depende de nosotros interpretar lo que nos sucede y actuar en consecuencia. Y podemos aprender a seguir el camino que nos marca nuestro corazón sin sentirnos culpables constantemente. ¿Por qué no podemos utilizar la experiencia vivida y la lección aprendida para vivir más conscientemente? ¿Qué pasaría si viviéramos en un mundo libre de culpa? ¿En un universo en el que cada ser humano se hiciera responsable de sus tropiezos y asumiera las consecuencias de sus acciones? ¿En el que no nos moviera el miedo a la represalia, sino las ganas de aprender y acercarnos a la mejor versión de nosotros mismos?
Liberarnos de la culpa pasa por aprender a aceptarnos tal y como somos. Y eso pasa por permitirnos nuestra ración de limitaciones, defectos y errores. Sólo cuando somos capaces de ver, aceptar y perdonar lo menos brillante de nosotros mismos nos damos la posibilidad de reconectar con nuestro bienestar. Al fin y al cabo, perdonarnos significa aceptar que no somos perfectos, que estamos en un camino de aprendizaje llamado ‘vida’ y que el único error que existe es no aprender de los errores. Este proceso pasa por cuestionar el condicionamiento que hemos recibido, dejando de asociar el fallo con el fracaso y la derrota. Y apostar por darnos otra oportunidad, perdonando y perdonándonos. Así podremos dejar de vivir buscando culpables para empezar a vivir siendo responsables.

En clave de coaching
¿De qué manera me ayuda la culpa a resolver mis errores?
¿Qué pasaría si dejara de culpar a los demás y empezara a asumir mi responsabilidad?
¿Qué puedo hacer yo para cambiar aquello de lo que me quejo?

Libro recomendado
‘El sentimiento de culpa’, de Laura Rojas Marcos (Aguilar)

© Extracto del artículo publicado en el suplemento de La Vanguardia ‘Estilos de Vida’ (ES)




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