La culpa es la
peor de las condenas. Como si de un parásito maligno
se tratara, se adueña de nuestro interior, devorándonos y consumiéndonos.
Generalmente, nos embarga cuando revisamos nuestras conductas y nuestras
acciones y consideramos que no han sido las más adecuadas. Cuando herimos a
alguien, causamos dolor, o generamos conflicto. Cuando creemos que hemos hecho algo
‘malo’. Y sus efectos no se hacen esperar. Cuenta con aliados poderosos, como
el remordimiento
y el arrepentimiento, el malestar
y la insatisfacción.
Afecta a nuestras decisiones, conductas y relaciones, empezando por la que
mantenemos con nosotros mismos. De ahí la importancia de cuestionar su función
y reflexionar sobre cómo podemos liberarnos del peso que ejerce en nuestra vida.
Como todas las emociones, la
culpa tiene una importante misión. Nos brinda valiosa información sobre las
consecuencias de nuestras acciones. Ejerce de brújula moral,
indicándonos el camino a seguir. Nos marca límites. Y nos propone redimirnos,
rectificar, salir de nuestra zona de comodidad y disculparnos.
O al menos, intentarlo. Eso sí, la culpa tiene mil caras. Cada persona la vive
a su manera, y lo que a una persona le puede generar un tremendo sentimiento de
culpabilidad a otra apenas le afecta. Hay quien no duerme por las noches por
haber acusado en falso a un compañero, y para quien la misma situación supone
un ligero inconveniente que desaparece al cabo de pocos días. Hay quien la
decide acallar,
con más o menos éxito, y quien opta por no hacer nada para aligerar su carga.
Pero si no la confrontamos,
puede resultar tremendamente destructiva.
Aunque es invisible, resulta más efectiva que una cárcel de máxima seguridad. ¿Cuántas veces
nos sentimos culpables por cosas que hemos hecho –o por las que no hemos
hecho-? Cuántas horas hemos invertido en repasar una y otra vez el
mismo escenario, haciendo hipótesis y regodeándonos en el traicionero “¿y si…?” ¿Cuántas noches nos hemos
quedado atrapados en una red de pensamientos repetitivos y tóxicos que no
sirven para nada más que castigarnos? “Tendría que haberlo hecho de tal manera”, “debería
haberlo sabido”… Somos nuestro propio juez y también asumimos el papel de verdugo.
Nos condenamos. Y a veces nos descubrimos haciendo y diciendo cosas que no
queremos ni sentimos, minando nuestra autoestima y nuestra salud mental.
Tal vez resulte útil analizar
qué es exactamente lo que la provoca. Se dispara cuando creemos que no hemos obrado correctamente,
pero ¿quién establece los parámetros de lo que está bien y lo
que está mal? ¿De lo que es aceptable o inaceptable, correcto o incorrecto,
apropiado o inapropiado? Nuestra educación,
nuestra cultura, nuestras creencias y nuestros valores. Son los que, en última
instancia, determinan cuándo y con qué intensidad nos sentimos culpables. En
este escenario, nuestra
mente se convierte en nuestra peor enemiga.
Es la que interpreta la realidad que nos rodea en base a lo que hemos observado
y aprendido a lo largo de nuestra vida. Y la que, en consecuencia, desata unas
emociones u otras para adaptarse a dicho escenario. Sin embargo, tan sólo
tenemos que echar un vistazo a nuestro alrededor para comprobar que nuestras creencias,
disfrazadas de verdades absolutas, en demasiadas ocasiones limitan nuestro
aprendizaje y nuestro potencial. Y en el caso de la culpa, nos
suelen llevar a iniciar un camino de penitencia tan inútil como destructivo.
Buscando
culpables desesperadamente
“No
hay problema que una dosis de culpa no pueda empeorar”, Bill Waterson
Desde pequeños nos han moldeado
para ser ‘buenas
personas’ y ‘ciudadanos de provecho’. Al parecer, hay una lista específica de cualidades, competencias,
habilidades, comportamientos y actitudes que nos ayudan a cumplir con lo que se espera de nosotros. Y cuando nos
desviamos del camino establecido, la culpa entra en escena. De hecho, suele ir
de la mano de todas aquellas cosas ‘prohibidas’ o ‘mal vistas’ socialmente -desde
comer en exceso hasta engañar o hacer
trampas, pasando por el puntual arranque de ira o pereza-. Pero lo cierto es
que todos
los seres humanos cometemos errores. Aunque resulta deseable tratar
de dar siempre lo mejor de nosotros mismos, no solemos contar con la energía ni
los recursos emocionales
para lograrlo. Nos guste o no, es muy posible que fallemos y también que en el
proceso se vean perjudicadas otras personas, incluso aquellas que son muy importantes
para nosotros.
Para lo único que sirve la
culpa, una vez nos ha alertado de la información que tenía que darnos, es para
convertir nuestra vida en un lugar yermo,
triste y miserable. Nuestra mente, traicionera, tiende a alimentar y
a mantener vivas situaciones pasadas que refuerzan ese sentimiento. Lo cierto
es que no podemos cambiar lo que ya ha sucedido. Una vez cometida la falta, ¿de qué sirve castigarnos una y otra vez? ¿De qué manera
ayuda eso a la persona que hemos agraviado? Por mucho que nos castiguemos, no
cambiaremos el estado emocional de la persona a la que en teoría hemos hecho daño. Adoptar esa actitud tan sólo sirve para hundirnos en el
pozo de la amargura.
Por otra parte, cabe apuntar
que somos los primeros que perpetuamos el círculo vicioso de la culpa. Gestionamos tan pobremente
esta emoción, que tendemos a tratar de librarnos de ella buscando culpables a nuestro alrededor.
Cuando ocurre una desgracia, un accidente, o una serie de trágicos
acontecimientos, buscamos a alguien en quien proyectar nuestro malestar,
nuestra incomprensión y nuestro dolor. De hecho, vivimos en una sociedad que tiende a penalizar el error
o a ocultarlo. Así, tendemos a proyectarlo en los demás,
tildándolos de ‘culpables’ y aplicando el castigo correspondiente. La cultura de la culpa pasa de
padres a hijos, de maestros a alumnos, de jefes a empleados. Este ejercicio nos
hace sentir aliviados, pero no genera un bienestar duradero. Resulta infantil, pues ponemos todo el foco de atención
en el otro, tratando de canalizar nuestras emociones negativas hacia él. Pero
¿qué resultados obtenemos?
Asumir
la responsabilidad
“El
hombre consciente se atribuye la culpa a sí mismo, el hombre inconsciente la
carga sobre los demás”, Confuncio
Por mucho que tratemos de
evitarlo, en un momento u otro tenemos que enfrentarnos a nuestros errores. Lo único que
nos libera de la culpa es la asunción de la responsabilidad. Si nos
sentimos culpables por haber cometido un acto que consideramos inaceptable, tan sólo nos queda tener el valor de aceptar lo que hemos
hecho. Cabe apuntar que aceptar no significa estar de
acuerdo.
Tampoco se trata de restar importancia al hecho que ha marcado nuestra vida, ni
de darle la razón a quien ha provocado esa situación. Simplemente supone dejar de
lado aquellos pensamientos negativos que nos causan dolor, tristeza o enfado, y
nos limitan en nuestro día a día.
Lo cierto es que en última
instancia, todos
somos co-creadores de nuestra realidad. Depende de nosotros interpretar
lo que nos sucede y actuar en consecuencia. Y podemos aprender
a seguir el camino que nos marca nuestro corazón sin sentirnos culpables
constantemente. ¿Por
qué no podemos utilizar la experiencia vivida y la lección aprendida para vivir
más conscientemente? ¿Qué pasaría si viviéramos en un mundo libre de
culpa? ¿En un universo en el que cada ser humano se hiciera responsable de sus
tropiezos y asumiera las consecuencias de
sus acciones? ¿En
el que no nos moviera el miedo a la represalia, sino las ganas de aprender y acercarnos a la mejor versión de nosotros
mismos?
Liberarnos de la culpa pasa por
aprender a aceptarnos tal y como somos. Y eso pasa por
permitirnos nuestra ración de limitaciones, defectos y errores. Sólo cuando
somos capaces de ver, aceptar y perdonar lo menos brillante de nosotros mismos nos damos la
posibilidad de reconectar con nuestro bienestar. Al fin y al cabo,
perdonarnos significa aceptar que no somos perfectos, que estamos
en un camino de aprendizaje llamado ‘vida’ y que el único error que existe es
no aprender de los
errores. Este proceso pasa por cuestionar el condicionamiento que hemos
recibido, dejando
de asociar el fallo con el fracaso y la derrota. Y apostar por darnos otra
oportunidad, perdonando y perdonándonos. Así podremos dejar de vivir buscando
culpables para empezar a vivir siendo responsables.
En
clave de coaching
¿De
qué manera me ayuda la culpa a resolver mis errores?
¿Qué
pasaría si dejara de culpar a los demás y empezara a asumir mi responsabilidad?
¿Qué
puedo hacer yo para cambiar aquello de lo que me quejo?
‘El
sentimiento de culpa’,
de Laura Rojas Marcos (Aguilar)
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