Marta Estirada,
escritora y vendedora de cupones de la ONCE
Tengo 46 años. Nací en Esplugues de Llobregat y vivo en Sant Pere de
Ribes. Me he separado dos veces, tengo pareja y dos hijos de 14 y 18
años. Hoy en política y en la sociedad se respira
pesimismo, desgana y desánimo, y así es imposible arreglar nada. Creo en
algo superior.
LAS DOS OPCIONES
Nunca soñó con ser escritora,
pero la adolescencia es difícil, y buscó refugio en los libros. "Yo siempre digo que todo empezó cuando me quedé
ciega. Al no ver, al no poder mirar a mi alrededor, empecé a hacerlo hacia
dentro». Un refugio para
Clara (Destino) es su primera novela. "Un buen día supe que quería escribir sobre la
capacidad del ser humano para superar situaciones traumáticas. En estas
ocasiones, la tendencia a guardar los sentimientos bajo llave de muchas
personas (incluida yo) es muy elevada, cuando es evidente que compartiéndolos
la carga se aligera. Tenemos dos
opciones: estancarnos en el dolor o osudo y convertirlo en un motor positivo"
A los once años se quedó ciega.
Empecé a tener problemas en la
vista con siete años. Me operaron de un ojo y lo perdí. A los once se me
desprendió la retina del que me quedaba. Entré en el quirófano viendo y salí
ciega, sin más transición.
¿Y qué pasó en usted?
Lo último que vi antes de
operarme fue a mi padre llorando sobre mi pecho cuando el médico le dijo que no
había solución. No quise que eso se volviera a repetir, así que salí del quirófano
siendo la misma. Me adapté completamente, y el motor fue no ver sufrir a nadie por mí.
Una cosa es hacer creer que no pasa
nada y otra que no pase nada...
No le voy a decir que es
estupendo ser ciega, pero yo conquisté más libertad sin ver que viendo.
¿...?
Hasta entonces no podía correr
ni saltar por el peligro de que se me desprendiera la retina. Y, sin embargo,
ciega podía estamparme contra los árboles sin miedo, y eso fue lo que hice. Me
movía sin bastón.
¿La ceguera fue una liberación?
En cierto modo, sí. Luego, de
adolescente, vienen los prejuicios, te cohibes, y la sociedad te encajona y
pierdes habilidades.
Eso, viendo y sin ver.
En la adolescencia me sentía un
poco paquete. Nunca estaba del todo integrada: o me ensalzaban en exceso o me
dejaban de lado. Debes aprender a tratar con la gente.
¿Qué es lo que hay que aprender?
Es complicado tener relaciones verdaderas con las personas
porque todos llevamos un escudo y nadie quiere que se lo toquen. "Lo que a
ti te pase, a mí me sobra", ese es el resumen.
Eso es muy crudo.
Sí, pero real. Hay que
aprender a no juzgar y abrir más el corazón. En mi caso, ojalá la
gente preguntara más, como los niños, que no se cortan: "¡Mamá, mira, ¿qué le pasa a esa
señora?", "¡Sssshhhh!", le dice la madre. Es mejor
preguntar, con naturalidad.
Treinta y cinco años sin ver.
¿Recuerda formas y colores?
Sí, incluso recuerdo cosas que
no he visto. Cuando salí del hospital, le dije a mi madre: "Tú
no te preocupes, que cada año te pondré una arruguita más en mi mente".
¿Su marido era ciego?
Estaba en la ONCE, pero era
eficiente visual. Me casé con 20 años, fue un gran error. Me casé con el
primero que me hizo caso y duramos once meses. Después empezó una de las épocas
más activas e integradas de mi vida: esquié, hice montañismo, parapente... Otra
liberación. Y conocí a mi segundo marido.
¿Ciego?
El mismo caso que el otro. Duró
13 años. Me separé cuando mis hijos tenían 4 y 7 años. Si falla la
comunicación, se va todo al traste, y eso fue lo que me pasó a mí.
¿Cómo han llevado sus hijos su
ceguera?
Bien. En una ocasión los niños
se burlaron de ellos por mi ceguera. Decidí ir al colegio, darles una charla y permitirles
que preguntaran lo que quisieran. Fue un juego en el que me hicieron preguntas
inverosímiles.
La apariencia nos da mucha
información. ¿Qué se la da a usted?
La voz. Un día pedí ayuda para encontrar un autobús de
Barcelona a Sant Pere de Ribes. Nadie me ayudaba. Al final se paró un chico que
me acompañó.
Amable.
En ese mismo autobús iba una
vecina que al llegar me interpeló: "¡Quién era ese! Tenía muy mala pinta, llevaba
cadenas y piercings". "La única
persona que me ha ayudado, incluida tú", le dije.
¿Cuándo se lanza a escribir y por qué?
En las largas estancias en el
hospital, mi padre, que no tenía la costumbre, empezó a leerme, y me aficioné. Se
me abrió la mente y la imaginación, y empecé a escribir unas cartas larguísimas
a mis amigas, poemas y novelitas cortitas. Nunca lo he dejado.
Usted es una autodidacta del braille
que ha dado clases.
Fue una experiencia muy bonita
que me permitió poder dar. Había un abuelo que había sido músico y quería leer partituras,
no tenía tacto, no podía aprender. Busqué un piano para que se sentara a diario
frente a él y ejercitara la memoria. Había otra abuela que estaba muy triste
porque no podía leer cuentos a sus nietos.
Le enseñó.
Sí, y se llevó cuentos con
dibujitos en relieve, estaba feliz. También recuerdo a una chica sorda ciega,
tuve que aprender el lenguaje de signos para poder enseñárselo. Un cuadro
curioso: yo
ciega y ella sordociega, pero aprendimos a entendemos.
¿Cuáles han sido los momentos duros?
Muy cotidianos, que tu hijo se
enfade y salga corriendo de casa y no puedas ir tras él, o cuando eran pequeños
en el parque y no podía vigilarlos: "Ya sabéis que no veo nada, así que cada poco me
tenéis que decir que estáis aquí". Son momentos.
Vuelve a estar enamorada.
Sí, y él ve perfectamente. Nos
conocimos por internet... Y seguimos hablando.
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