Ilustración de Elena Astorga |
“La tristeza
es compañera indispensable, junto a otras emociones, de los procesos de
aprendizaje profundos, de los ascensos de nuestros niveles de conciencia. ¿Cómo podríamos
darnos cuenta, sin experimentarla, de lo que no apreciamos en otros tiempos
cuando no teníamos ojos para ello?
Ella viene
cuando experimentamos la pérdida de algo que nos importa o cuando agrandamos el
mundo de lo que nos importa. También viene como un susurro espiritual,
haciéndonos saber de pérdidas que los seres humanos hemos experimentado como
especie, viejas heridas que pertenecen a tiempos anteriores a nuestra
existencia personal, y que debemos sanar colectivamente.
Desafortunadamente,
hemos dejado de escucharla, de poner atención a su mensaje, de permitirle que
haga su trabajo. Esto se debe al temor de que se transforme en un estado de
ánimo, es decir, de que se haga permanente, que estemos tristes no cuando
enfrentamos determinadas circunstancias, sino que “independientemente” de las
circunstancias, recurrentemente. Generalmente caemos en estados de ese tipo cuando se
apoderan de nosotros ciertos juicios de la vida o de nosotros mismos.
Eso ya es todo un tema de coaching.
Como lo he
dicho muchas veces, la tristeza tiene mala prensa. Por ello, cuando nos visita
recurrimos a la entretención, a la distracción, a cualquier otro quehacer menos
al que ella nos invita. El resultado está a la vista, tenemos una epidemia de
depresión,
el resultado precisamente de negarnos a escuchar la emoción que nos orienta
hacia el sentido de la vida.
La tristeza busca el silencio, nos aleja
del mundo por un rato para mirarlo con cierta distancia, con una nueva
perspectiva, invitándonos a valorar lo que tenemos y lo que hemos perdido.
La tristeza
nos llama a los pasos lentos, sugiriéndonos mirarlo todo como si fuera por
primera vez. Nos inclina para que apreciemos la Tierra, y nos llena de lágrimas
para limpiar la mirada. Nos invade, nos aprieta la garganta, nos estremece
misteriosamente. Nos hace visitar el sinsentido, la desesperanza, la pequeñez
de nuestra existencia, sólo para que podamos apreciar más tarde nuestra
grandeza, el propósito de la vida y el calor de la esperanza. Y nos
lleva al llanto, y con él humildemente tocamos nuestra impotencia, sólo para
agradecer más tarde que nos ha llenado de una voluntad fresca, misteriosa,
espiritual.
Cuando tengo
el privilegio de trabajar con mis estudiantes, uno de los primeros pasos que
damos consiste en legitimar la tristeza, en aceptarla como un regalo.
Sólo entonces ella tiene lugar para realizar su trabajo y una vez que lo ha
hecho, graciosamente se retira dejando el terreno para que la alegría haga el
suyo.”
Creo que la tristeza es un gran regalo y ayuda a nuestro aprendizaje vital.
ResponEliminaUn abrazo Joan, bonita entrada.
Muchas gracias Sofya, pienso igual que tu, tenemos que dejarla sentir y aprender de ella!.
EliminaUn beso!
Joan