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dijous, 7 de novembre del 2013

LA CULTURA DE LA INMEDIATEZ. Irene Orce.

El tiempo es nuestro mayor tesoro. No en vano, lo que hacemos con él, en qué lo invertimos y a qué lo dedicamos define nuestra existencia.
Lamentablemente, se trata de un bien limitado. De ahí que resulte tan precioso. Y que seamos especialmente cuidadosos y selectivos en nuestro intento por aprovecharlo al máximo. Pero este afán por no perder ni un solo segundo acarrea no pocos efectos secundarios. Entre ellos, destacan la prisa y la impaciencia, dos palabras que protagonizan la vida diaria de miles de personas.
La prisa rige nuestra vida con mano de hierro. Nos impone la presión de que todo se debe hacer de una determinada manera y en un limitado marco de tiempo. Bajo su embrujo, las horas del día parecen no ser suficientes para cumplir con nuestras obligaciones laborales y nuestras responsabilidades familiares. Su único objetivo es transformar nuestra existencia en una carrera de máxima velocidad sin tregua ni fin. Al igual que un virus, resulta extremadamente contagiosa y de lo más dañina. Por si fuera poco, suele ir de la mano de la tóxica impaciencia. Un veneno que resulta letal para nuestro bienestar, nuestra capacidad de relativizar y nuestro buen humor. Bajo su influencia, perseguimos la gratificación instantánea sin tener en cuenta las repercusiones que ello puede tener sobre los demás y sobre nuestra propia vida. Cuando cedemos a sus dictados buscamos resultados inmediatos, y perdemos interés en esforzarnos para conseguir metas a largo plazo.
Ambas limitan sobremanera nuestra tolerancia a la frustración. Y nos llevan a la reactividad y a la precipitación, convirtiéndonos en esclavos de la insatisfacción, el estrés y la ansiedad. La presión y la sensación de agobio nos hacen tomar decisiones con el piloto automático, sin tiempo para planificar o prever. Al final de la jornada estamos agotados y sin una pizca de energía. Un día más apagando fuegos con la prisa en los talones. Como consecuencia de esta cultura de la inmediatez, abocada al ‘hacer’ y al ‘tener’, apenas nos queda tiempo para ‘ser’. Y esta realidad todavía se ve más acentuada debido al avance imparable de las nuevas tecnologías y la presencia de las pantallas como un nuevo elemento indispensable en nuestra vida. Cada vez estamos más enchufados a una realidad virtual en la que nuestros deseos de inmediatez se multiplican. Y lo cierto es que ya nadie pone en duda de que esta actividad frenética merma nuestra salud física y emocional. Tal vez sea el momento de cuestionar la premisa generalizada de que la prisa y la impaciencia ayudan de algún modo a obtener mejores resultados en menos tiempo.

Las ventajas de saber esperar
“Lo que causa malestar es estar en el presente queriendo estar en el futuro”, Eckart Tolle
Vivimos tan absorbidos por nuestros hábitos que en contadas ocasiones nos permitimos cuestionarlos. Pero lo que pone de manifiesto el aburrimiento, la impaciencia y la necesidad de tenerlo todo ‘para antesdeayer’ es nuestra desconexión interna. En este contexto, el concepto ‘esperar’ adquiere una connotación negativa, vinculada a momentos irritantes, de exasperación y desesperación. De ahí nuestra tendencia a huir del momento presente. Sin embargo, la ‘espera’ es la que nos acompaña durante toda transición. Podemos vivirla como un tormento o tratar de gestionarla de la manera más efectiva posible. Y eso supone aprender a apreciar la oportunidad que nos brinda: dejar de vivir como víctimas de nuestros impulsos y empezar a cultivar la constancia y la paciencia.
Esta es la lección que aprendió un grupo de niños tras participar en un experimento realizado por la Universidad de Stanford, liderado por el Dr. Walter Mischel en la década de los 60 y los 70. Conocida como la prueba de los ‘marshmallows’ (nubes de malvavisco), consistía en dejar a un niño solo en una habitación, sentado ante una de estas chucherías. Al pequeño se le advertía de que, si esperaba 15 minutos, podría comerse no sólo la golosina que tenía delante, sino otra más. Si no esperaba el tiempo suficiente, sólo podía degustar uno de estos dulces. Existen varias grabaciones de este estudio, que reflejan la lucha interna de los pequeños ante la certeza de una gratificación instantánea y la promesa de una gratificación mayor. Con este estudio, Mischel y su equipo definieron un marco de referencia para calificar la capacidad del ser humano de postergar la satisfacción.

Se trata de lo que el propio Mischel denominó el sistema “frío y caliente”, que pretende definir por qué la fuerza de voluntad triunfa o fracasa. Según Mischel, nuestra mente opera en dos frecuencias. La fría es lenta y consciente, permite el establecimiento de objetivos a largo plazo. La caliente es apasionada, instintiva y emocional, y se caracteriza por sus respuestas automáticas y rápidas ante estímulos como los mismos ‘marshmallows’, sin tener en cuenta las repercusiones a largo plazo. Cuando la fuerza de voluntad flaquea, la exposición al estímulo caliente sobrepasa al frío y conduce a las acciones impulsivas y a las consecuencias desmedidas, según afirma Mischel. Treinta años más tarde, el equipo de Mischel realizó un seguimiento de los niños que años atrás habían participado en el experimento. De esta forma, constataron que los pequeños que lograron esperar y disfrutar así de su doble premio contaban con más fuerza de voluntad y mejores recursos de gestión emocional, lo que más adelante les ayudaría a vivir una vida más plena y satisfactoria.
Si bien hay caracteres más proclives a operar en una frecuencia “fría” o en una “caliente”, la fuerza de voluntad es un músculo que se puede entrenar. Es lo que nos permite romper nuestros hábitos y ganar en perspectiva. Si a lo largo de nuestra vida siempre escogiéramos el ‘marshmallow’, que sirve como ejemplo de todo aquello accesible, cómodo, fácil y seguro, nos perderíamos la oportunidad de obtener una recompensa mucho mayor. La satisfacción profunda y auténtica que nace del esfuerzo, la constancia y la consecución de nuestras metas, sueños y objetivos a largo plazo. Pero la tentación de la golosina a veces resulta irresistible, y una vez nos vemos atrapados por la inercia de la prisa y la impaciencia resulta muy difícil escapar. Y en el proceso, nos perdemos muchísimas cosas. Es como ir de excursión a la montaña y mantener los ojos siempre fijos en la tierra del camino. Llegaremos a nuestro destino, pero no habremos disfrutado de la belleza del paisaje durante el trayecto. A menudo olvidamos que la espera puede resultar dulce, y cuenta con su propio paquete de beneficios. Incluso logra hacernos valorar más cuando llega el momento deseado.

El arte de la paciencia

“Si he hecho descubrimientos valiosos ha sido por tener más paciencia que cualquier otro talento”, Isaac Newton
Al no dedicarnos tiempo a nosotros mismos, no nos damos la oportunidad de asumir y asentar la gran cantidad de experiencias que acumulamos cada día. Romper este círculo vicioso pasa por cuestionar nuestra necesidad de tenerlo todo cuanto antes, y en abarcar el máximo de actividades posibles en el mínimo espacio de tiempo. Tal vez nos ayude preguntarnos: ¿Qué le falta a este momento para que sea completo? Y ¿De qué sirve correr más rápido si estamos en la carretera equivocada? Si nuestro objetivo último es ‘no perder el tiempo’, ¿qué ganamos dedicándolo a quejarnos por lo lento que va todo, o a verbalizar nuestro malestar a diestro y siniestro? “Date prisa, que llegamos tarde”. “Lo necesito para ahora mismo”. “No soporto que me hagan esperar”… Lo cierto es que la prisa y la impaciencia no sirven para nada. Las cosas van a seguir yendo a su ritmo, por más que tratemos de que se adapten a nuestro exigente guión, marcado por la cultura de la inmediatez.
De ahí la importancia de cultivar el arte perdido de la paciencia. Cada vez que nos sentimos impacientes, ocasionándonos malestar, estamos dando por hecho que nuestra felicidad no se encuentra en este preciso momento. Esta sensación actúa como un indicador que nos avisa de que no estamos a gusto con nosotros mismos. Si lo estuviéramos, no tendríamos ninguna prisa en que cualquier otra persona, cosa o situación avanzara a una velocidad mayor de la que lo está haciendo. Seríamos conscientes de que esa actitud no sirve para acelerar el ritmo de lo que nos sucede. Eso sí, adoptar esta actitud más constructiva es necesario que nos recordemos de vez en cuando que todos los procesos que conforman nuestra vida tienen su particular tempo. Y que todo lo que necesitamos para ser felices se encuentra en este preciso instante y en este preciso lugar.

En clave de coaching
¿A dónde me conduce la prisa?
¿De qué manera influiría en mi vida ser más paciente?
¿Qué le falta a este momento para que sea pleno?


Libro recomendado
‘Juan Salvador Gaviota’, de Richard Bach (Ediciones B)

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