El tiempo es nuestro mayor tesoro. No en vano, lo que hacemos
con él, en qué lo invertimos y a qué lo dedicamos define nuestra existencia.
Lamentablemente, se trata de un
bien limitado. De ahí que resulte tan precioso. Y que seamos especialmente
cuidadosos y selectivos en nuestro intento por aprovecharlo al máximo. Pero
este afán por no perder ni un solo segundo acarrea no pocos efectos
secundarios. Entre ellos, destacan la prisa y la impaciencia, dos palabras que
protagonizan la vida diaria de miles de personas.
La prisa rige nuestra vida con mano de hierro. Nos impone la
presión de que todo se debe hacer de una determinada manera y en un limitado
marco de tiempo. Bajo su embrujo, las horas del día parecen no ser suficientes
para cumplir con nuestras obligaciones laborales y nuestras responsabilidades
familiares. Su único objetivo es transformar nuestra existencia en una carrera
de máxima velocidad sin tregua ni fin. Al igual que un virus, resulta
extremadamente contagiosa y de lo más dañina. Por si fuera poco,
suele ir de la mano de la tóxica impaciencia. Un veneno que resulta
letal para nuestro bienestar, nuestra capacidad de relativizar y nuestro buen
humor. Bajo su influencia, perseguimos la gratificación instantánea sin tener
en cuenta las repercusiones que ello puede tener sobre los demás y sobre
nuestra propia vida. Cuando cedemos a sus dictados buscamos resultados
inmediatos, y perdemos interés en esforzarnos para conseguir metas a largo
plazo.
Ambas limitan sobremanera nuestra tolerancia
a la frustración.
Y nos llevan a la reactividad y a la precipitación, convirtiéndonos en esclavos
de la insatisfacción, el estrés y la ansiedad. La presión y la sensación de
agobio nos hacen tomar decisiones con el piloto automático, sin tiempo para
planificar o prever. Al final de la jornada estamos agotados y sin una pizca de
energía. Un día más apagando fuegos con la prisa en los talones. Como
consecuencia de esta cultura de la inmediatez, abocada al ‘hacer’ y al ‘tener’,
apenas nos
queda tiempo para ‘ser’. Y esta realidad todavía se ve más acentuada
debido al avance imparable de las nuevas tecnologías y la presencia de las
pantallas como un nuevo elemento indispensable en nuestra vida. Cada vez
estamos más enchufados a una realidad virtual en la que nuestros deseos de
inmediatez se multiplican. Y lo cierto es que ya nadie pone en duda de que esta
actividad frenética merma nuestra salud física y emocional. Tal vez sea el
momento de cuestionar la premisa generalizada de que la prisa y la impaciencia
ayudan de algún modo a obtener mejores resultados en menos tiempo.
Las
ventajas de saber esperar
“Lo que causa malestar
es estar en el presente queriendo estar en el futuro”, Eckart Tolle
Vivimos tan absorbidos por
nuestros hábitos que en contadas ocasiones nos permitimos cuestionarlos.
Pero lo que pone de manifiesto el aburrimiento, la impaciencia y la necesidad
de tenerlo todo ‘para
antesdeayer’ es nuestra desconexión interna. En este contexto, el
concepto ‘esperar’ adquiere una connotación negativa, vinculada a momentos irritantes,
de exasperación y desesperación. De ahí nuestra tendencia a huir del momento presente.
Sin embargo, la
‘espera’ es la que nos acompaña durante toda transición. Podemos
vivirla como un tormento o tratar de gestionarla de la manera más efectiva posible.
Y eso supone aprender a apreciar la oportunidad que nos brinda: dejar de vivir
como víctimas de nuestros impulsos y empezar a cultivar la constancia y la
paciencia.
Esta es la lección que aprendió
un grupo de niños tras participar en un experimento realizado por la
Universidad de Stanford, liderado por el Dr.
Walter Mischel en la década de los 60 y los 70. Conocida como la prueba de
los ‘marshmallows’
(nubes de malvavisco), consistía en dejar a un niño solo en una habitación,
sentado ante una de estas chucherías. Al pequeño se le advertía de que, si
esperaba 15 minutos, podría comerse no sólo la golosina que tenía delante, sino
otra más. Si no esperaba el tiempo suficiente, sólo podía degustar uno de estos
dulces. Existen varias grabaciones de este estudio, que reflejan la lucha
interna de los pequeños ante la certeza de una gratificación instantánea y la
promesa de una gratificación mayor. Con este estudio, Mischel y su equipo
definieron un marco de referencia para calificar la capacidad del ser humano de
postergar la satisfacción.
Se trata de lo que el propio
Mischel denominó el sistema “frío y caliente”, que pretende definir por
qué la fuerza de voluntad triunfa o fracasa. Según Mischel, nuestra mente opera
en dos frecuencias. La fría es lenta y consciente, permite el
establecimiento de objetivos a largo plazo. La caliente es apasionada, instintiva y
emocional, y se caracteriza por sus respuestas automáticas y rápidas
ante estímulos como los mismos ‘marshmallows’, sin tener en cuenta las
repercusiones a largo plazo. Cuando la fuerza de voluntad flaquea, la
exposición al estímulo caliente sobrepasa al frío y conduce a las acciones
impulsivas y a las consecuencias desmedidas, según afirma Mischel. Treinta años
más tarde, el equipo de Mischel realizó un seguimiento de los niños que años
atrás habían participado en el experimento. De esta forma, constataron que los
pequeños que lograron esperar y disfrutar así de su doble premio contaban con
más fuerza de voluntad y mejores recursos de gestión emocional, lo que más
adelante les ayudaría a vivir una vida más plena y satisfactoria.
Si bien hay caracteres más
proclives a operar en una frecuencia “fría” o en una “caliente”, la fuerza de
voluntad es un músculo que se puede entrenar. Es lo que nos permite romper
nuestros hábitos y ganar en perspectiva. Si a lo largo de nuestra vida siempre
escogiéramos el ‘marshmallow’, que sirve como ejemplo de todo aquello
accesible, cómodo, fácil y seguro, nos perderíamos la oportunidad de obtener
una recompensa mucho mayor. La satisfacción profunda y auténtica que nace del
esfuerzo, la constancia y la consecución de nuestras metas, sueños y objetivos
a largo plazo. Pero la tentación de la golosina a veces resulta
irresistible, y una vez nos vemos atrapados por la inercia de la prisa y la
impaciencia resulta muy difícil escapar. Y en el proceso, nos perdemos
muchísimas cosas. Es como ir de excursión a la montaña y mantener los ojos
siempre fijos en la tierra del camino. Llegaremos a nuestro destino, pero no
habremos disfrutado de la belleza del paisaje durante el trayecto. A menudo
olvidamos que la espera puede resultar dulce, y cuenta con su propio paquete de
beneficios. Incluso logra hacernos valorar más cuando llega el momento deseado.
El
arte de la paciencia
“Si he hecho
descubrimientos valiosos ha sido por tener más paciencia que cualquier otro
talento”,
Isaac Newton
Al no dedicarnos tiempo a
nosotros mismos, no nos damos la oportunidad de asumir y asentar la gran
cantidad de experiencias que acumulamos cada día. Romper este círculo vicioso
pasa por cuestionar nuestra necesidad de tenerlo todo cuanto antes, y en
abarcar el máximo de actividades posibles en el mínimo espacio de tiempo. Tal
vez nos ayude preguntarnos: ¿Qué le falta a
este momento para que sea completo? Y ¿De qué sirve correr más rápido si
estamos en la carretera equivocada? Si nuestro objetivo último
es ‘no
perder el tiempo’, ¿qué ganamos
dedicándolo a quejarnos por lo lento que va todo, o a verbalizar nuestro
malestar a diestro y siniestro? “Date prisa, que llegamos tarde”. “Lo
necesito para ahora mismo”. “No soporto que me hagan esperar”… Lo
cierto es que la prisa y la impaciencia no sirven para nada. Las cosas van a
seguir yendo a su ritmo, por más que tratemos de que se adapten a nuestro
exigente guión, marcado por la cultura de la inmediatez.
De ahí la importancia de cultivar el arte perdido de la
paciencia.
Cada vez que nos sentimos impacientes, ocasionándonos malestar, estamos dando
por hecho que nuestra felicidad no se encuentra en este preciso momento. Esta sensación
actúa como un indicador que nos avisa de que no estamos a gusto con nosotros
mismos. Si lo estuviéramos, no tendríamos ninguna prisa en que
cualquier otra persona, cosa o situación avanzara a una velocidad mayor de la
que lo está haciendo. Seríamos conscientes de que esa actitud no sirve para
acelerar el ritmo de lo que nos sucede. Eso sí, adoptar esta actitud más
constructiva es necesario que nos recordemos de vez en cuando que todos los
procesos que conforman nuestra vida tienen su particular tempo. Y que todo lo
que necesitamos para ser felices se encuentra en este preciso instante y en
este preciso lugar.
En
clave de coaching
¿A dónde me conduce la prisa?
¿De qué manera influiría en mi vida ser más paciente?
¿Qué le falta a este momento para que sea pleno?
Libro
recomendado
‘Juan Salvador Gaviota’, de Richard Bach (Ediciones B)
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada