A veces es
difícil recordar cuáles son nuestros objetivos reales en la vida y más en esta
sociedad que ofrece estímulos y recompensas a corto plazo. ¿Qué tipo de
objetivos? Pueden ser muy difíciles, pero nunca utópicos
–Minino
de Cheshire, ¿podrías decirme, por favor, qué camino debo seguir para salir de
aquí?
–Esto
depende en gran parte del sitio al que quieras llegar –dijo el Gato.
–No
me importa mucho el sitio... –dijo Alicia.
–Entonces
tampoco importa mucho el camino que tomes –dijo el Gato.
–...
siempre que llegue a alguna parte –añadió Alicia como explicación.
–¡Oh,
siempre llegarás a alguna parte –aseguró el Gato–, si caminas lo suficiente!
A
Alicia le pareció que esto no tenía vuelta de hoja (…)”.
Alicia en el País de las Maravillas
Lewis Carroll
Hace más de
2000 años que Séneca enunció aquello
de “no hay ningún viento favorable para el que no sabe a qué
puerto va”. Pero la frase cobra más actualidad que nunca en una
sociedad de sobre-estimulación, en la que miles de incentivos nos abren la
puerta a infinitos mundos, es difícil recordar que llevar el timón es lo importante.
El diálogo surrealista de Alicia con el Gato de Cheshire corre el riesgo de
convertirse en una metáfora de muchas de nuestras conversaciones, en las que
parece que lo importante es navegar, no importa adónde. Sin embargo, numerosas
investigaciones nos hablan de la importancia de elegir destino. Dar un sentido
a nuestras experiencias vitales es, en muchas ocasiones, más importante que
vivir momentos puntuales felices.
Uno de los
autores que más ha insistido en esta necesidad de vertebrar vivencias puntuales
hacia una meta fue el psiquiatra Viktor
Frankl. Estuvo recluido en campos de concentración (Auschwitz y Dachau)
junto con personas que habían perdido todo, que habían visto destruidas la
mayoría de cosas que valían la pena en sus vidas. Sin embargo, algunas
conservaban una impresionante fuerza interior. Frankl vio que se trataba de
personas para las que seguir con vida merecía la pena. A unos les
ataba a la vida cuidar
a su familia, a otros llegar a desarrollar un talento recién
descubierto o mantener una capacidad que no querían perder –el sentido del
humor, por ejemplo–. Había quienes tenían metas ambiciosas (hacer la revolución, llegar
a ser ricos) y quienes albergaban ilusiones más sencillas (acabar un vestido
para su hija). Todos resistían porque entendían lo que les estaba ocurriendo como algo
puntual que formaba parte del camino necesario para llegar a una meta.
Las historias
que Viktor Frankl recoge en El hombre en
busca de sentido nos recuerdan que es muy importante tener algún objetivo,
el que sea. Pero también existen crónicas de fracasos personales que nos hacen
reflexionar sobre las características que deben tener nuestras metas para
llevarnos a buen puerto.
Una antigua
grabación es el triste resumen gráfico de una de esas historias. Se realizó el
4 de febrero de 1912. Ese día, Franz
Reichelt, un sastre danés, se tiró desdela Torre Eiffel para probar al
mundo que unas alas que él había fabricado eran suficientes para evitar la
muerte. En las imágenes se ve como el aprendiz de hombre pájaro duda durante
unos instantes angustiosos antes de lanzarse al vacío, pero al final se decide.
Su salto del ángel termina como era de suponer: Reichelt aterrizó con fuerza brutal
contra el suelo y murió en el acto. En el vídeo se ve como unos espectadores se
acercan, con toda la tranquilidad del mundo, a medir el agujero que el ingenuo
aprendiz de murciélago dejó en el suelo.
Nuestro
protagonista había fabricado sus alas partiendo de una complicada armazón de
tubos y varillas de metal que después recubrió de tela. Las alas eran plegables
porque el pobre hombre había tenido que perpetrar su sueño en el humilde taller
en el que trabajaba de sastre y aquella era la única forma de que no acabaran
saliendo por las ventanas. Y los que las vieron contaban que quizás esa fue la
principal razón para que el invento fallase: los pliegues dificultaron el
vuelo. Todo un símbolo, Franz Reichelt quiso trascender a su vida de sastre
remendón e intentó volar desde su humilde taller. Pero al final, la realidad
acabó imponiéndose: es difícil volar cuando uno no tiene ni espacio para
coser sus alas.
Reichelt fue
un soñador y su sueño acabó matándole. Podemos suponer que era de esas personas
que, para decidir si eran felices, comparaban su vida con un ideal perfecto. Y
eso le hacía buscar metas demasiado lejanas. Una de las estrategias que usamos los humanos
es buscar metas utópicas. Esa tentación trascendente tiene, a corto
plazo, efectos positivos: nuestras aspiraciones a lo imposible nos permiten huir
del conformismo.
Pero la
estrategia tiene un riesgo: la falta de realismo puede llevar a la persona a un
continuo
enfrentamiento entre sus expectativas y la realidad. Las
investigaciones muestran, por ejemplo, que las personas que están deprimidas
sufren por este problema, por sus anhelos poco realistas acerca del mundo. Esperan más de
lo que la vida les puede dar y esto les hace venirse abajo. Esto
fue, literalmente, lo que le sucedió ese aciago día a Franz Reichelt, se vino
abajo por esperar más de lo posible. Era un idealista que se hacía demasiadas
ilusiones y había olvidado el dicho: procura que tus metas estén delante de ti, pero no tanto
como para perderlas de vista.
Hay muchas
razones que nos pueden llevar a albergar objetivos fuera de nuestro alcance:
narcisismo, dificultad para entender el medio en el que vivimos, estructura
mental fantasiosa… Además, hoy en día, en una cultura en la que parece haberse
puesto de moda el si quieres, puedes, es fácil que los demás nos fomenten esas
metas estériles. De los perdedores, de aquellos que han querido pero no han
podido, se habla poco. Por eso quizás convenga, de vez en cuando, volver a ver
las imágenes de Franz Reichelt y pensar sobre el realismo de nuestras
ambiciones.
La madrugada
del 9 de junio de 1933, al clarear el día, Aurora
Rodríguez Carballeira entraba
con un revolver en la habitación de su hija. Una hora después su hija Hildegart
estaba muerta. Su madre le había disparado dos veces a la cabeza y una al
corazón. La chica asesinada había sido concebida por su madre como un proyecto
científico. Aurora Rodríguez, se sentía por encima de la media de las personas
de su época y arrastraba la frustración de un mundo que no le permitía llevar a
la práctica sus capacidades. Por eso concibió a su hija con premeditación y con
la determinación de alguien que busca un fin. Evaluó durante años candidatos
para padre de su hija. Encontró un marinero sano e inteligente. Le habló de
amor, pasó con él las noches necesarias y cuando estuvo segura de estar
embarazada, lo abandonó y no volvió a saber de él. Después, encauzó su vida y
sus metas en su hija: a los tres años Hildegart sabía leer. A los diez, hablaba
perfectamente alemán, inglés y francés. Con 15 años alcanzó prestigio
internacional como sexóloga y experta en filosofía. A partir de ahí, empezó a
reclamar mayor autonomía y quizás se enamoró. Cuando Aurora vio que sus expectativas
quedaban decepcionadas, no lo pudo soportar…
Hay un lema
del terapeuta Fritz Perls que resume
muy bien la forma en que funciona la construcción sana de objetivos en el mundo
actual que dice: “Yo soy yo, tú eres tú. Yo no estoy en este
mundo para cumplir tus expectativas. Tú no estás en este mundo para cumplir las
mías. Tú eres tú, yo soy yo.... Si en algún momento o en algún punto nos
encontramos y coincidimos será hermoso. Si no, no puede remediarse. Tú eres tú
y soy yo” En la sociedad en la que vivimos, no tiene sentido que
nuestras metas incluyan cambiar para ser como los demás quieren que seamos. Y
tampoco es sano que alguno de nuestros objetivos sea que alguien haga lo que
nosotros queremos que haga. Lo primero sería una traición a nuestro amor propio y
nuestra dignidad, lo segundo sería una falta de consideración hacia la otra
persona.
Sin embargo,
es muy habitual caer en la tentación de asumir metas que sólo buscan satisfacer las expectativas
ajenas. Muchas personas que luchan por conseguir lo que su pareja,
sus padres o su grupo de referencia les piden, aunque eso no tenga nada que ver
con lo que ellos pueden o quieren lograr…
O, como en el
caso de Aurora Rodríguez Carballeira, hay muchos individuos cuyos anhelos
incluyen que
los demás cambien para cumplir sus exigencias. El riesgo de estos
dos tipos de errores es la frustración: nunca contentamos completamente a los
demás porque responder a las presiones ajenas es un proceso infinito, que nunca
tiene fin. Y, por esa razón, jamás estaremos contentos con la respuesta de los
demás a nuestras presiones. En el mundo actual, los objetivos se tienen que basar en ser
capaces de responder a nuestras expectativas sobre nosotros mismos.
Ningún otro tipo de anhelo consigue satisfacerse nunca.
Un tercer
grupo de historias las podemos encontrar en las investigaciones de Sonja Lyubomirsky, profesora dela
Universidadde Riverside, California. Esta psicóloga recopiló decenas de
testimonios de personas que habían ganado premios de lotería.
A pesar de que
este parece un objetivo que todos tenemos en mente, los sentimientos de los
entrevistados eran distintos a lo esperable. Estas personas recuerdan su
alegría por el premio como algo pasajero. De hecho, un año después de haber
obtenido el premio los favorecidos por el azar no se sentían más felices que
los no ganadores. Habían vuelto al estado de ánimo que tenían antes de ser
agraciados.
Hay dos
grandes razones para este sorprendente enfriamiento emocional después de la
consecución de grandes metas. Una es nuestra falta de experiencia acerca de lo
que significa realmente esa meta: el desconocimiento de las desventajas de triunfar puede
llevar a la frustración cuando se consigue la gloria. Daniel Gilbert, psicólogo dela
Universidad de Harvard, mostró esto en un experimento en el que se pedía a un
grupo de voluntarios que enumeraran acontecimientos que los harían sentirse
exitosos y puntuaran del uno al diez el grado de felicidad que pensaban que
iban a obtener al ocurrir esos hechos. Tiempo después, los investigadores
volvían a entrevistarles: esta vez les pedían que puntuaran la felicidad
obtenida una vez conseguidos sus objetivos. Los resultados de la investigación
fueron contundentes: el grado de satisfacción era mucho menor que el esperado
en más del 95% de los ítems.
La causa de
esta frustrante diferencia entre lo que esperamos y lo que conseguimos es,
según Gilbert, nuestra deficiente búsqueda de información: “Hemos notado que cuando una persona quiere
conseguir algo, como por ejemplo conquistar al chico alto y moreno que conoció
en el gimnasio, suele buscar información o imaginar lo que podría ser en vez de
consultarlo con personas similares que han estado en la misma situación”.
Es decir, los seres humanos preferimos inventarnos cuál va a ser el grado de satisfacción
que nos produce una meta en vez de recabar información entre aquellos que la
han logrado y elaborar hipótesis con esos datos. Por eso, según Gilbert, la
única forma de ahorrarnos decepciones es preguntar a los que saben.
El último
factor que contribuye a que estos grandes objetivos no nos resulten tan
satisfactorios como creemos es nuestra tendencia a creer que la felicidad depende de los grandes
hitos. Creemos que sólo estaremos plenamente satisfechos cuando
logremos metas grandes (“Si yo fuera rico”,
“Cuando acabe la carrera…”, “En cuanto nos casemos ya verás como…”). Y sin
embargo, esto no es consistente con lo que sabemos del ser humano: la felicidad no
depende de los grandes momentos.
Ed
Diener,
psicólogo de la Universidadde Illinois, es uno de los principales estudiosos de
este fenómeno. Diener encuentra en sus investigaciones que la felicidad se
correlaciona con la cantidad de experiencias positivas, pero no con su
intensidad. Según este investigador, lo fundamental para sentirse bien es experimentar
frecuentemente y de forma prolongada estados de ánimo positivos y con poca
frecuencia y duración tonos de ánimo negativos. Es decir: la felicidad depende
de la
cantidad y de la duración de las sensaciones, pero no de su intensidad.
Cuando preguntamos a personas que se sienten satisfechas con su vida cuáles son
las razones, no solemos encontrar emociones positivas intensas por haber
alcanzado grandes objetivos.
Lo habitual no
es que les haya tocado la lotería o hayan accedido al puesto de trabajo por el
que llevan años luchando. Lo que les ocurre, más bien, es que en ese momento
están llevando una vida en que las alegrías son más frecuentes y duran más que
las tristezas. Pero esas alegrías son sencillas, y se deben a la consecución de
objetivos poco espectaculares: una cierta satisfacción afectiva, algunos
objetivos cumplidos, una vida laboral medianamente motivadora...
La razón por
la satisfacción de grandes anhelos no contribuye a la felicidad tiene que ver,
según Diener, con el alto coste psicológico de las emociones fuertes. Los afectos
intensos, aunque sean positivos, desestabilizan a los individuos. Por eso las
personas con emociones positivas intensas suelen ser, también, las que más
emociones negativas intensas tienen.
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