Con motivo de una iniciativa
que puede resultar un poco extravagante –el día mundial de la Sonrisa– he compartido
tribuna con Luis Rojas Marcos,
cordial amigo, y competente psiquiatra, que saltó a la fama por ser el director
de los Servicios Sanitarios de Nueva York cuando el ataque terrorista a las
Torres Gemelas. La sonrisa es un enigma psicofisiológico. Venimos de fábrica
con esa expresión facial. También con otras que resultan universalmente
comprensibles: las del miedo, la tristeza, la furia y el asco. Constituyen una
especie de esperanto emocional. Aunque no comprendamos ni una
palabra del bantú, el chino, el esquimal o el inglés, entenderemos sin
dificultad su expresión de furia o de alegría.
El misterio neuronal surge
porque el cerebro dirige esas expresiones innatas, pero la expresión puede
cambiar el cerebro. Si sonreímos, aunque sea forzadamente, nuestro humor
cambia. Hay pues un camino de ida y vuelta. Del sentimiento al
cuerpo y viceversa. La inquietud tensa los músculos. La relajación muscular
induce la calma. Las técnicas de meditación pueden determinar el funcionamiento
del sistema nervioso autónomo, pese a que es independiente de nuestra voluntad.
La expresión de las emociones
tiene un significado personal y otro social. La persona que se siente bien,
sonríe. La persona que quiere mantener un vínculo amistoso con otro, sonríe
también. Eibl-Eibesfeldt, un
antropólogo, filmó sonrisas en muchas partes del mundo. Hay la sonrisa de la
madre al niño, y hay la sonrisa un poco coqueta del comienzo de una relación
amorosa. En este caso, significa “puedes seguir”. En efecto, la sonrisa es
un signo de vinculación, de conexión, de sociabilidad. Su contrario
es la furia, la aspereza, la hostilidad. Por eso, la sonrisa es necesaria para
la salud social. Hemos endurecido nuestras relaciones. Nos hemos vuelto bruscos, ásperos y
violentos. Basta ver los debates televisivos. Hay muchas causas para
este fenómeno.
La
prisa:
no puedo detenerme en las formas.
La
eficacia:
hay que ir a lo esencial, sin perder el tiempo en cortesías.
El
egoísmo:
voy a lo mío y los demás no me interesan.
La
sociedad del espectáculo: al público le divierte la gresca.
La
juridificación de los problemas: oímos sin protestar una afirmación
que se dice además con cierta presunción de dignidad ofendida: “Si eso le
parece mal, presenta una querella en el juzgado”. ¡Es que no es eso!
La falta de
urbanidad no es un delito, es una falta de sociabilidad. Un gesto
duro nos pone en guardia, despierta una reacción de alarma.
Llegados a este punto, se cruza
mi pasión por el lenguaje. La palabra inglesa que designa la sonrisa es smile.
El diccionario de Oxford la define como “un suave, a veces involuntario, y contenido modo de
expresar el placer, el afecto, la diversión”. Es una palabra de
origen germánico y, a su vez, de origen indoeuropeo. Está emparentado con el
latín mirus,
de donde viene admirar y también milagro (miraculus). La raíz indoeuropea de la
que procede, significa “estar asombrado
o maravillado por algo”. De repente, me veo ante una triple
significación de la sonrisa:
(1) el bienestar individual,
(3) la sorpresa ante lo
maravilloso.
El arte gótico representó a
ángeles sonrientes. ¿Por qué? Buda es representado siempre sonriente. ¿Por qué?
Ahora
sabemos que puede ser en ambos casos por haber alcanzado la serenidad, por
querer relacionarse con los demás o por estar maravillados ante la realidad que
contemplaban.
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