Piensa en la última vez que
cometiste un error. ¿Echaste balones fuera, no te acuerdas de ninguno o por
el contrario, sufriste una barbaridad? Las últimas investigaciones
confirman que dependiendo
de cómo asumamos nuestros fallos, así seremos. Quienes se han
remangado a analizar esta correlación han sido Ben Dattner, doctor en psicología de la organizaciones por la
Universidad de Nueva York y Robert Hogan, doctor por la Universidad de
California y premiado con múltiples reconocimientos. Analizaron datos de cientos
de miles de personas con el objetivo de identificar los tipos de personalidad
que predominan en la reacción ante los errores y tras tan sesudo trabajo,
llegaron a la conclusión de que el 70 por cierto de la población pertenecían a
tres grandes grupos, donde a su vez se dividían en once subagrupaciones, que
dejaremos para un análisis de mayor profundidad. Pues bien, veamos la
clasificaciones y pensemos en dónde nos enmarcaríamos cada uno de nosotros:
La
culpa es de los demás.
“Yo no he sido” es una frase
clásica de los niños y que un grupo importante de adultos también incorporan en
su “mantra” ante el error. Cuando tendemos a atribuir la culpa a los demás, es
posible que reaccionemos de manera incluso excesiva ante los fallos de otras
personas o que determinemos muy prematuramente el error. Si somos así, nos costará
aprender de nuestros fallos, nos podremos a la defensiva ante cualquier
feedback o podemos incluso, caer en comportamientos victimistas o “calimeros”,
quejándonos del mundo sin que parezca que nosotros hagamos algo. Como dice el
niño… el jarrón se ha caído solo y el hecho de que él estuviera jugando con la
pelota, ha sido simplemente una “casualidad”. Si somos así, la culpa es siempre
del otro… ¿Te resulta conocido?
La
culpa es mía.
Lo opuesto al anterior es
culparnos de absolutamente todo antes incluso de que cualquier considere que es
un error. Aquí se agrupan todos los “super sufrientes”, que se penalizan muy
duramente. El riesgo de esta actitud puede ser la parálisis por el análisis,
porque con tal de escucharnos a nosotros mismos, somos capaces de no hacer
nada. Ahí está el gran riesgo: nuestro juez interior que nos hace sufrir en exceso.
El denominador común de estas estrategias es que la culpa es propia, aunque a
veces no tenga ningún sentido. Y el mantra de este grupo sería entonar el mea
culpa.
¿Qué
error? Aquí no ha pasado nada.
En el tercer grupo se
encuentran todos aquellos que niegan el error. Esta actitud tiene varias
derivadas, desde enfadarnos porque se nos acusa de algo, negar cualquier mínimo
protagonismo en el asunto o incluso, decir que no ha habido ningún error. Si
somos así, no
nos gusta preocuparnos por los errores, lo que significa perder
oportunidades de aprendizaje; esperamos ser perdonados por todo cuanto hagamos,
sin ser conscientes del daño ocasionado; o puede que tendamos a dar
explicaciones complejas ante los errores sencillos. La frase estrella de este
grupo: aquí no hay error ninguno.
Muchos de nosotros hemos
evitado la responsabilidad de algunos errores o nos hemos echado a nuestras
espaldas tanto errores propios como ajenos. Cuando percibimos el error de una
forma inadecuada y reaccionamos ante él inapropiadamente, es muy probable que estemos presentando
dificultades para aprender de ellos, ya que para aprender del error, el primer
paso es saber reconocerlo en su justa medida.
Fórmula:
Dependiendo de cómo consideremos el error cometido, tendremos
mejores oportunidades de aprendizaje.
¿Qué
podemos hacer?:
Tomar
consciencia de nuestro estilo.
¿Qué mensaje lanzamos? Una estrategia es pensar en los retos
profesionales o personales a los que nos hemos enfrentado y analizar cómo
hicimos frente a ellos y qué pudimos hacer mejor. Puede ser muy beneficioso
preguntar a un amigo de confianza, a un compañero o a un mentor o profesor
sobre nuestra manera de reaccionar ante los problemas. Puede que nos revelen un punto ciego propio
y que nos sorprendamos de lo que nos cuentan.
Tomar
consciencia del ambiente en el que nos movemos.
¿Cómo se reciben los mensajes que lanzamos? Tomar
consciencia del ambiente en el que nos movemos implica conocer la mejor manera
para hacer frente a los errores en esos ambientes, ya sea en el entorno
personal o profesional.
Utilizar
nuevas estrategias.
Una vez hemos reconocido los
malos hábitos estamos en disposición de cambiarlos por otros más adaptativos.
El primer paso es tan simple
como complicado: escuchar y comunicarse. Parece obvio, sin embargo muchos de
nosotros olvidamos solicitar feedback o no explicamos suficientemente nuestras
acciones e intenciones. Especialmente cuando se trata de dar crédito o de
culpar a alguien, es mejor no asumir que sabemos lo que otros piensan o que
ellos entienden de dónde venimos.
El segundo paso sería reflexionar
sobre la situación y sobre las personas. ¿Qué ha ocurrido, qué
factores han influido, quién estaba implicado, cuál fue el papel de cada
persona…?
El tercer paso sería pensar antes de
actuar. En muchas ocasiones no es posible dar una respuesta rápida
que solucione el problema, pero sí es posible empeorar la situación. Por ello
es recomendable pararse
a pensar antes de actuar a la hora de resolver una situación complicada.
El cuarto paso sería buscar la
lección. Los errores ocurren. A veces la culpa es nuestra, a veces es de otros
y en algunas ocasiones no hay culpables, pero siempre hay una lección que aprender.
Puede servir de ayuda hacer una lista de los factores que contribuyeron a los
malos resultados.
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