Un viejo se
fue a vivir con su hijo, su nuera y su nieto de cuatro años. Él vivía solo y
deseaba compartir con su familia sus últimos días. Los años no habían pasado en
balde: ya le temblaban las manos, su vista era torpe y sus pasos no eran tan
ligeros como antaño. Toda la familia comía reunida en la mesa del comedor, pero
las manos temblorosas y la vista enferma del abuelito hacían que alimentarse
fuera un asunto difícil. Los guisantes caían de su cuchara al suelo y cuando
intentaba tomar el vaso sucedía con frecuencia que se le derramaba la leche
sobre el mantel. El hijo y su esposa se molestaron con la situación.
—Tenemos que hacer algo con mi padre —dijo el
hijo—. Ya he tenido suficiente y estoy harto de esta situación; derrama la
leche, hace ruido al comer y tira la comida al suelo.
Así fue como
el matrimonio decidió poner una pequeña mesa en una esquina del comedor para
servirle al viejo. Así pasaron los días y el abuelo comía solitario mientras el
resto de la familia disfrutaba la hora de comer. Como ya había roto varios
platos, decidieron servir su comida en un tazón de madera. De vez en cuando
miraban hacia el sitio del abuelo y podían verle una lágrima furtiva mientras
estaba allí sentado y solo. Sin embargo, las únicas palabras que la pareja le
dirigía eran reproches cada vez que dejaba caer algún cubierto o la comida. El
nieto de cinco años observaba todo en silencio. Una tarde, antes de la cena,
observaron que su hijo estaba jugando con unos trozos de madera en el suelo, y
el papá le preguntó suavemente:
—¿Qué
estás haciendo, hijo?
Con la misma
dulzura el niño contestó:
—Ah,
estoy haciendo un tazón para ti y otro para mamá para que, cuando yo crezca, comais
en ellos.
Sonrió y siguió con su tarea. Las palabras del
pequeño golpearon a sus padres de tal forma que quedaron sin habla. Las
lágrimas rodaron por sus mejillas. Y, aunque ninguna palabra se dijo al
respecto, ambos supieron lo que tenían que hacer. Esa tarde el hijo tomó
gentilmente la mano del abuelo y lo guió de vuelta a la mesa familiar, en la
que por el resto de sus días el anciano ocupó un lugar con ellos. Y por alguna
razón, ni el esposo ni la esposa parecían molestarse cada vez que el tenedor se
caía, la leche se derramaba o se manchaba el mantel.
Extracto del libro: La culpa es de la
vaca 2a parte.
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