Ilustración Anna Parini |
Naturales sí, pero
también nobles y empáticos. Bajo la frase “yo soy así” no cabe todo. Debemos
mostrarnos auténticos, pero teniendo en cuenta a los demás.
Todas las pasiones son buenas mientras
uno es dueño de ellas, y todas son malas cuando nos esclavizan. Rousseau.
Nadie que confía en sí envidia la
virtud del otro. Cicerón.
La verdadera libertad consiste en el
dominio absoluto de sí mismo. Montaigne.
Existe un malentendido cuando nos
referimos a la espontaneidad como acto de sinceridad o autenticidad. También lo
espontáneo puede ser reactivo, desmesurado e irrespetuoso. Algunos ejemplos
pueden contextualizar la idea de que lo espontáneo no es igual a lo auténtico. Hay
quienes suelen jactarse de decirles a los demás a la cara lo que opinan. Se
vanaglorian de no tener inconveniente alguno en soltar sus juicios, como quien
arroja presuntas verdades sin atender al contexto, el momento y la relación que
mantienen con el otro. Lo sueltan y se quedan tan anchos. Preguntas: “¿Acaso tuviste
en cuenta a la otra persona?”. Y responden: “Me da igual…, yo soy así…, digo lo que
siento”.
Hay otros ejemplos más cotidianos:
aquellas personas que hacen la broma en el momento inoportuno; las que insisten
cuando se les dice basta; las que hablan sin dejar hablar; las que gesticulan
histriónicamente y no mesuran los prejuicios de sus muecas; las que ríen o se
enfadan fuera de tono; las que vuelven a preguntar lo que ya se les dijo; las
que quieren discutir en medio de un restaurante; las que no les importa que les
oiga todo el mundo; las que no pueden esperar; las que precipitan besos y
abrazos embarazosos. En general, todas aquellas personas que sufren la maldita impulsividad.
No saben, o
no quieren, aprender a gestionarla.
Lejos de tales extremos, algunos
individuos espontáneos gozan del valor añadido de la nobleza. Son tal cual, sin
engaños, ni medias tintas, ni filtros interesados. Son lo que son, un espejo de
su alma. Por eso gustan y son queridos, aunque suelen aborrecer de sí mismos.
Esa excesiva franca naturalidad les acaba metiendo en todo tipo de
malentendidos, que les obliga a justificarse muy a menudo. Van tan de cara que
son los primeros en recibir las tortas.
Lo curioso del fenómeno es que estas
personas creen que cuanto más “naturales”, más auténticas y más sinceras.
Añádase, incluso, que la espontaneidad puede ser un aspecto visible del bien,
de ser alguien bueno, por no tener filtro alguno, con lo cual no importa el
arrebato, sino la honestidad del mismo. No importa ser un salvaje si se
entiende como un ser auténtico. Si en un extremo lo protocolario aparenta rigidez y
fingimiento, en el otro se encuentra la arrogancia de lo espontáneo como signo
de naturalidad, cosa que ahora se lleva mucho. Cuanta más exhibición
de lo propio, más autenticidad. Solo que tiene que ser a costa de los demás,
que, pacientes, soportan la supuesta honrosa virtud de lo que por encima de
todo es así
porque lo es y no puede ser de otra manera.
Recuerdo al que fuera mi maestro Oriol Pujol Borotau, un exjesuita
residente en India, que solía hablar de las dos columnas de la confianza y la seguridad
personal. La primera es darse a conocer tal como uno es. Decir
abiertamente lo que se piensa, lo que se siente, mostrarse auténtico.
Sin embargo, la segunda columna
consiste en tener
en cuenta a los demás. ¿Son personas dignas de confianza? ¿Quieren
escucharnos? ¿Es prudente decir lo que queremos decir en este momento?
¿Atendemos al momento por el que pasa la relación? ¿Estamos atrapados en
sentimientos que pueden malherir al otro? ¿Muestran interés por lo que podamos
decir?
Cuando se es muy capaz de sostener la primera columna,
pero poco o nada la segunda, el edificio de la seguridad se
derrumba, actuamos
impulsivamente. No ganamos en confianza, sino que la perdemos.
Mostramos una espontaneidad que roza la reactividad. No se trata de morderse la
lengua, sino de saber encontrar el momento oportuno o, por lo menos, ser
capaces de pedir permiso al otro y gestionar juntos la situación. Ahí es donde
se pone en juego la seguridad. El que confía “responde”. El inseguro “reacciona”.
La pura espontaneidad pertenece a la
niñez. Los estadios infantiles son particularmente espontáneos tanto para dar
muestras positivas (proactividad) como desafiantes y negativistas, véanse las
clásicas rabietas (reactividad). Se supone así que los procesos de educación,
aprendizaje y maduración conllevan la capacidad de dominar la impulsividad, es
decir, procurar comportamientos proactivos, ser capaces de negociar y expresar
el desacuerdo e incluso el enfado de forma asertiva, sin reactividad. Mostrarse
indignado, por ejemplo, no tiene por qué significar mostrarse agresivo. No hay que
confundir firmeza con atropello.
Ilustración Anna Parini |
No obstante, todo cae en saco roto si,
además de no haber madurado lo suficiente, se convive en una cultura que
aplaude a las personas arrojadas, pasionales o impúdicas, mientras se
menosprecia a las cívicas, templadas o asertivas. Esas resultan “estiradas”;
les falta sangre en las venas, son “carcas” o aburridas. Para colmo, todo
queda justificado por nuestros orígenes sureños o latinos, por ser de sangre “caliente”.
Rasgos o vestigios de unos tiempos en los que lo honroso se asociaba con la
capacidad de “marcar paquete”.
Otro ejemplo de los nuevos usos de la
espontaneidad son los correos electrónicos y, sobre todo, los mensajes vía
Twitter. Asistimos atónitos a la capacidad de soltar sandeces, primeras
impresiones, prejuicios de género, racistas o intolerantes, sin mediar un
mínimo razonamiento de los efectos que pueden causar una palabras que, por
mucho que se borren posteriormente, son la llama que ya no puede evitar la
devastación emocional de personas muchas veces –incluso la mayoría de ellas–
inocentes. De nuevo la impulsividad se convierte en gobernadora de conciencias
atrapadas bajo la incontinencia de pulsiones básicas.
Si la pasión, si la locura no pasaran alguna vez por las almas…
¿Qué valdría la vida?, decía Jacinto Benavente. En efecto, a menudo desearíamos soltar amarras y
vivir espontáneamente. Sin filtros, sin miedos, sin vergüenza, sin tener en
cuenta nada ni a nadie. Como dice el dramaturgo, alguna vez…, pero no a todas
horas. Otro ilustre de mi oficio, Carl
Jung, sostenía que el hombre que no ha pasado a través del infierno de sus
pasiones, no las ha superado nunca. Por ahí se puede entrever cómo la
espontaneidad, a menudo, es la presencia de nuestra niñez en sus múltiples
manifestaciones tanto proactivas como reactivas. Y nadie supera en deseo a los
niños.
Sin embargo, pretendemos conquistar la
mayor libertad interior posible. Somos seres para la libertad, solo que caemos
en el espejismo de una libertad que lo deja de ser condicionada por sus propios
deseos. No
hay libertad sin responsabilidad. No hay responsabilidad sin compromiso.
Y el primer compromiso hacia nosotros mismos es hacernos auténticos, que no es
lo mismo que naturales. Algunas personas han logrado un aire disfrazadamente
natural a costa de perder su autenticidad.
Ser auténtico es ser uno mismo, desde
su sinceridad interior. No precisar del fingimiento, ni de la mentira, ni de la
manipulación, ni de la instrumentalización de los demás. Cierto que siempre hay
cierta máscara o papel. Cierto que no se va por la vida a corazón abierto. No
obstante, a veces hay que quitarse la coraza y mostrarse tal como se es. Ser
auténtico es ser confiable. Es la espontaneidad del que no tiene nada que
ocultar ni nada de lo que defenderse. Es hacerse cargo, responsablemente, de las consecuencias
de las franquezas propias. No es que no deban existir. Es
simplemente responder con confianza ante ellas. Esa es la nobleza.
No hay tarea tan comprometida como conquistarse a uno mismo. El
primer paso podría consistir en aprender a gestionar una desmedida
espontaneidad. De no ser así, se acaba viviendo en una esclavitud sin fin. Mejor vivir en
una espontánea felicidad fruto de abrazar con libertad nuestro espacio
interior.
PARA
SABER MÁS
Libro: Nada por obligación, todo con ilusión. Oriol
Pujol Borotau. (Amat Editorial)
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