Ilustración Anna Parini |
Hay personas que se
dedican compulsivamente a ayudar y resolver los problemas de los demás. Pero a
veces esta actitud esconde otra cara.
No hay amor suficiente
para llenar el vacío de una persona que no se ama a sí misma. Irene Orce.
Si das para recibir, es
cuestión de tiempo que acabes echando en cara lo que has dado por no recibir lo
que esperabas. Erich Fromm.
Hay personas que se pasan la vida
pensando más en los demás que en sí mismos. Personas extremadamente empáticas y
solidarias, cuya vocación consiste en ayudar a otros. De hecho, muchos
profesionalizan esta pulsión innata con la que nacieron, convirtiéndose en
médicos, enfermeros, psicólogos, asistentes sociales o voluntarios al servicio
de alguna causa humanitaria. En muchos casos, incluso dedican sus vacaciones a
enrolarse en alguna ONG, atendiendo a los más pobres y desfavorecidos.
En su ámbito familiar y social, por
ejemplo, suelen convertirse en la persona de referencia a la que el resto de
amigos acuden cuando padecen algún contratiempo, problema o penuria. Son los
primeros en ir al hospital cuando alguien que conocen acaba de ser operado,
sufre una enfermedad o ha tenido un accidente. O en echar una mano cuando
alguien se cambia de piso y necesita ayuda con la mudanza.
Todos ellos suelen tener como
referentes a la madre Teresa de Calcuta
o a Vicente Ferrer. Inspirados por
su ejemplo, consideran que lo más importante en la vida es ser “buenas
personas”. De ahí que por encima de todo se comprometan con la
generosidad, el altruismo y el servicio a los demás. Sin embargo, este
comportamiento aparentemente impecable puede albergar un lado oscuro. Tarde o
temprano llega un punto en que su compulsión por ayudar les termina pasando
factura.
Cuenta una historia que un joven fue a
visitar a su anciano profesor. Y entre lágrimas le confesó:
“He
venido a verte porque me siento tan poca cosa que no tengo fuerzas ni para
levantarme por las mañanas. Todo el mundo dice que no sirvo para nada. ¿Qué
puedo hacer para que me valoren más?”.
El profesor, sin mirarlo a la cara, le
respondió:
“Lo
siento, chaval, pero ahora no puedo atenderte. Primero debo resolver un
problema que llevo días posponiendo. Si tú me ayudas, tal vez luego yo pueda
ayudarte a ti”.
El joven, cabizbajo, asintió con la
cabeza.
“Por
supuesto, profesor, dime qué puedo hacer por ti”.
El anciano se sacó un anillo que
llevaba puesto y se lo entregó al joven.
“Estoy
en deuda con una persona y no tengo suficiente dinero para pagarle”, le
explicó. “Ahora ve al mercado y véndelo.
Eso sí, no lo entregues por menos de una moneda de oro”.
Una vez en la plaza mayor, el chaval
empezó a ofrecer el anillo a los mercaderes. Pero al pedir una moneda de oro
por él, algunos se reían y otros se alejaban sin mirarlo. Derrotado, el chaval
regresó a casa del anciano. Y nada más verle compartió con él su frustración:
“Lo
siento, pero es imposible conseguir lo que me has pedido. Como mucho me daban
dos monedas de bronce”.
El profesor, sonriente, le contestó:
“No te
preocupes. Me acabas de dar una idea. Antes de ponerle un nuevo precio, primero
necesitamos saber el valor real del anillo. Anda, ve al joyero y pregúntale
cuánto cuesta. Y no importa cuánto te ofrezca. No lo vendas. Vuelve de nuevo
con el anillo”.
Tras un par de minutos examinando el
anillo, el joyero le dijo que era “una
pieza única” y que se lo compraba por “50
monedas de oro”. El joven corrió emocionado a casa del anciano y compartió
con él lo que el joyero le había dicho.
“Estupendo,
ahora siéntate un momento y escucha con atención”, le pidió el
profesor. Le miró a los ojos y añadió: “Tú eres como este anillo, una joya preciosa que solo
puede ser valorada por un especialista. ¿Pensabas que cualquiera podía
descubrir su verdadero valor?”. Y
mientras el anciano volvía a colocarse el anillo, concluyó:
“Todos somos como esta joya: valiosos y únicos. Y andamos por
los mercados de la vida pretendiendo que personas inexpertas nos digan cuál es
nuestro auténtico valor”.
Ilustración Anna Parini |
Dentro de este “club de buenas personas” hay
quienes dan desde la abundancia y quienes, por el contrario, lo hacen desde la
escasez. Es decir, quienes dan por el placer de dar y quienes, por el
contrario, lo hacen con la esperanza de recibir. Centrémonos en estos últimos,
indagando acerca de lo que mueve realmente sus acciones.
Muchos de estos ayudadores se fuerzan
a hacer el bien, siguiendo los dictados de una vocecilla que les recuerda que
ocuparse de sí mismos, de sus propias necesidades, es “un acto egoísta”. No en vano
están convencidos de que, para ser felices, la gente les ha de querer. Y de
que, para que la gente les quiera y piense bien de ellos, han de ser buenas personas.
Movidos por este tipo de creencias, suelen ofrecer compulsivamente su ayuda,
atrayendo a su vida a personas necesitadas e incapaces de valerse por sí
mismas.
Al posicionarse como salvadores, consideran
que los demás no podrían sobrevivir ni prosperar sin su ayuda. De ahí que
tiendan a interferir
en los asuntos de sus conocidos, ofreciéndoles consejos aun cuando nadie les
haya preguntado. Sin ser conscientes de ello, pecan de soberbia, posicionándose por
encima de quienes ayudan, creyendo que saben mejor que ellos lo que necesitan.
Paradójicamente, su orgullo les impide reconocer sus propias necesidades y pedir
auxilio cuando lo requieren.
Detrás de su personalidad inclinada a
agradar siempre, bondadosa y servicial se esconde una dolorosa herida: la falta de
amor hacia sí mismos. Un sentimiento que buscan desesperadamente
entre quienes ayudan, volviéndose individuos muy dependientes emocionalmente.
Esta es la razón por la que con el tiempo aflora su oscuridad en forma de
reproches, sintiéndose dolidos y tristes por no recibir afecto y agradecimiento
a cambio de los servicios prestados. En algunos casos extremos terminan
estallando agresivamente, echando en cara todo lo que han hecho por los demás.
También utilizan el chantaje emocional, el victimismo o la manipulación
para hacer sentir culpables a quienes han ayudado, esperando así obtener el
amor que creen que merecen y necesitan para sentirse bien consigo mismos.
El punto de inflexión de estos
ayudadores compulsivos comienza el día que deciden adentrarse en un terreno tan
desconocido como aterrador: la soledad y la introspección, poniendo su
empatía al servicio de sus propias necesidades. Solo así superan su adicción y
dependencia por el amor del prójimo, volviéndose mucho más autosuficientes
emocionalmente. Solo así logran poner límites a su ayuda –sabiendo decir “no”–,
sin sentirse culpables o egoístas por priorizarse a sí mismos cuando más lo
necesiten.
Antes de volver a ayudar a alguien,
puede ser interesante que se pregunten lo que les mueve a hacerlo, comprendiendo el
patrón inconsciente que se oculta detrás de sus buenas intenciones. De este
modo, dejarán de acumular sentimientos negativos hacia aquellos que no les
devuelven los favores prestados. A su vez, también pueden recordarse que cada
persona es capaz de asumir su propio destino, aprendiendo a resolver sus problemas
por sí misma.
En este sentido, es fundamental que
comprendan que nadie
hace feliz a nadie, puesto que la felicidad se encuentra en el
interior de cada ser humano. Lo cierto es que este bienestar interno es el
motor del verdadero amor, desde el que las personas dan lo mejor de sí mismas
sin esperar nada a cambio. En vez de comportarse como buenos samaritanos, su
gran aprendizaje consiste en ser personas felices. Es entonces cuando
comprenden que dar puede resultar la verdadera recompensa.
Para
ser generoso con uno mismo
Libro
El poder está dentro de ti. Louis L. Hay
(Urano)
Un libro escrito especialmente para
quienes se han dado cuenta de que antes de ser generoso con los demás, primero
uno ha de aprender a ser generoso consigo mismo.
Película
Alice. Woody Allen
Buenas tardes. Con todos mis respetos, discrepo profundamente de la esencia de este artículo.
ResponEliminaEs verdaderamente asombroso, además de irrespetuoso, intentar descalificar de esta manera, a personas, profundamente altruistas, que se atreven a hacerlo en medio de tanta indiferencia, egoísmo y hedonismo a ultranza, en el que vivimos.
Las personas con un poco de andadura sabemos que las personas que ofrecen ayuda, guiada por segundos intereses y no por el placer mismo de hacerlo, no suelen sostener esta conducta en el tiempo y rápidamente, se desvela su intención manipuladora, precisamente porque, junto a la ayuda y buscando el agradecimiento, crean sentimientos de culpa, malestar e ingratitud en la persona ayudada.
Sin embargo y en marcado contraste con lo anterior, la persona, que de forma sistemática, disfruta aportando, enriqueciendo la vida de los demás, lejos de esconder patología alguna, suelen ser personas, que se identifican y distinguen por su grandeza humana, justo en un mundo que invita a hacer todo lo contrario.
De manera que, la condición solidaria, altruista, y humanamente elevada,no lleva implícito patología alguna, insisto en ello.