Existe un lado amable del pesimismo: aquel que nos pone los pies
en la tierra. ¿Y si el vaso está medio vacío?
La felicidad a cualquier precio ha creado una nueva clase de
discriminación, la de los que sufren.
Aunque una actitud
positiva nos hace más creativos, entusiastas y responsables, no garantiza que
alcancemos nuestros deseos. Sergio
Fernández
La nueva corriente rechaza las principales tesis del pensamiento
positivo y sugiere un esquema en el que solo se incluyen objetivos realizables
Mantener una actitud positiva ante la
vida, tal y como están las cosas, es toda una heroicidad. Pero levantar la voz
en contra de las bondades del pensamiento positivo, todavía lo es más. Hace
tiempo que este acto de rebeldía tiene nombre y apellidos. El de la psicóloga Julie K. Norem, profesora de Psicología
de la Universidad de Wellesley (EE UU), quien lleva más de dos décadas
estudiando el lado positivo del pesimismo, que recoge en su libro El poder
positivo del pensamiento negativo (Paidós, 2001). O Gabriele Oettingen, profesora de Psicología
en las universidades de Nueva York y Hamburgo, y autora de Rethinking positive thinking: Inside the
new science of motivation (Current, 2014).
También filósofos como el polémico Roger Scruton, investigan sobre los
riesgos del exceso de optimismo, así como las consecuencias de vivir en un
mundo donde prevalece un positivismo injustificado. Scruton, profesor de
Estética en la Universidad de Oxford, publicó en 2010 Usos del pesimismo. El peligro de la falsa
esperanza (Ariel), dirigido a una sociedad seducida por vendedores
de sueños irrealizables. En la misma línea, el filósofo y ensayista francés Pascal Bruckner se pregunta cómo hemos
podido llegar a trivializar tanto la idea de la felicidad. La felicidad a
cualquier precio ha creado una nueva clase de discriminación, la de los que
sufren. Bruckner, autor de La euforia perpetua. Sobre el deber de ser feliz
(Tusquets, 2001), repasa la transformación que ha tenido la idea de la
felicidad a lo largo de la historia.
La idea de la discriminación de la que
habla Bruckner es compartida en su totalidad con la visión que tiene la
periodista y activista americana Barbara
Ehrenheich, quien en su libro Sonríe o muere. La trampa del pensamiento positivo
(Turner, 2012) hace un sonoro alegato contra lo que califica como la “moda positiva”
y denuncia con vehemencia la dictadura del pensamiento positivo y sus terribles
consecuencias sobre la sociedad.
“Si la vida te pone de rodillas,
aprovecha para fregar”. Para Ehrenheich, esta frase
(pronunciada por su madre una y otra vez a modo de mantra para seguir adelante
ante los reveses de la vida) sintetiza a la perfección el espíritu calvinista y
la ética protestante, los antecedentes del actual pensamiento positivo que
propiciaron la aparición de ese nuevo pensamiento.
La corriente del optimismo surgió para
plantarle cara a esa filosofía que ensalzaba la abnegación, el trabajo duro y
la autoevaluación constante de nuestros actos. Sin embargo, para algunos
autores parece que nos liberamos de las cadenas calvinistas para colocarnos
otras, las del pensamiento positivo. Según explica Ehrenheich en su libro Sonríe o muere
(una llamada a la prudencia y a la responsabilidad individual y colectiva), el
pensamiento positivo ha heredado de su antecesor la constante vigilancia interior. “El calvinista
analizaba lo que pensaba y sentía buscando síntomas de laxitud, pecado o
autocomplacencia, mientras que el pensador positivo se pasa la vida al acecho
de pensamientos negativos, lastrado de dudas o ansiedades”.
Peale,
el inventor del ‘nuevo pensamiento’
¿Pero quién fue el fundador de este
nuevo pensamiento o pensamiento positivo? Norman
Vincent Peale (1898-1993), autor norteamericano y famoso orador-predicador,
popularizó en 1952 este término con la publicación de El poder del pensamiento positivo
(Atria Books), que según algunas teorías se trata del primer libro de
autoayuda. Peale –a quien se le deben frases del tipo “los golpes de la vida no pueden destrozar
a una persona cuyo espíritu se forja con los fuegos del entusiasmo”–
contaba con hordas de adeptos y, a través de sus conferencias y de su popular
programa de radio, insufló al mundo su doctrina autogratificante que se
extendió como la pólvora imponiéndose como filosofía de vida en muchas
personas.
Tanto es así, que las voces
discordantes quedaron en un segundo plano durante décadas en medio de un mundo
rendido a los pies del positivismo. Solo algunos rebeldes se han atrevido a
cuestionar sus bondades. Como la autora de El poder positivo del pensamiento negativo
(Paidós, 2002), Julie K. Norem. “Hay que ser
verdaderamente valiente para manifestarse y luchar contra una corriente de
pensamiento que promete a las personas que se sentirán mucho mejor si siguen
sus preceptos, y que si alguien tiene problemas es que falla su carácter”, observa
esta investigadora que suele estudiar las estrategias que usamos para lograr
los fines. “Mucha
gente está convencida de que debería ser más positiva. Así que intentar
hacerles ver que existen otras posibilidades y que no hay una sola manera
correcta de pensar, es complicado y tremendamente agotador.”
El efecto del pensamiento positivo es
tal, que “en
la actualidad es innegable la existencia de una fuerte presión que nos insta a
considerar solo el lado brillante de la vida. Sin embargo, las emociones
negativas forman parte de ella, nos aportan información importante sobre lo que
nos rodea y sobre qué debemos poner atención. Intentar suprimir estos
pensamientos puede tener efectos negativos sobre nuestra salud y bienestar”,
advierte la psicóloga.
Un punto de vista con el que no está
de acuerdo en absoluto Mario Alonso Puig,
médico, divulgador y autor, entre otros libros, de Ahora Yo (Plataforma, 2013) o El Cociente
agallas (Espasa, 2013). “Una persona que mantiene una actitud positiva no niega
necesariamente la realidad, ni las dificultades que esta pueda ofrecer.
Simplemente se centra menos en el problema y más en la solución”.
Eso sí, también recalca la idea de que la actitud positiva es una condición
necesaria, “pero
no suficiente”.
¿Más
frustrados?
Reducir la responsabilidad de nuestros
éxitos profesionales o personales a nuestra actitud, no es algo con lo que esté
de acuerdo Sergio Fernández,
director del Instituto Pensamiento Positivo y autor de Vivir con abundancia (Plataforma, 2015): “Aunque una actitud positiva nos hace más
creativos, entusiastas y responsables, pensar que solo con la actitud
alcanzaremos lo que deseamos lleva a algunas personas a la frustración”.
Mantener la dosis justa de ilusión para lograr algo y, al
mismo tiempo, no
perder de vista la realidad parece ser el quid de la cuestión. El
filósofo Roger Scruton en su Usos del pesimismo. El peligro de la falsa esperanza (Ariel, 2010) afirma que son
necesarias ciertas dosis de pesimismo para situar a la gente en la realidad y que no se
deje llevar por las ilusiones. Sin embargo, Alonso Puig cree que “la ilusión y el entusiasmo mueven resortes muy profundos
del ser humano, mecanismos que nunca experimentarán aquellos que desconocen el
poder transformador de un sueño”. De hecho, según el coach Sergio Fernández, “todos los grandes genios de la humanidad
fueron personas que desafiaron el status quo, que fueron capaces de imaginar un
mundo diferente y lo hicieron trabajando tenazmente y con los pies en el suelo”.
Por tanto, el enfoque más inteligente sería “actuar
sabiendo que eventualmente van a suceder cosas que no queremos que ocurran,
pero no debemos permitir que esto elimine la alegría de vivir”,
sugiere el coach.
¿Fue
el optimismo el culpable de la crisis?
Precisamente, una de esas situaciones
negativas que la sociedad ha experimentado en los últimos años es la profunda
crisis económica que estalló en 2007 y que sigue afectando a millones de
personas en todo el mundo.
¿Qué o quiénes fueron los responsables
de la debacle financiera? ¿Tuvo algo que ver percibir el vaso medio lleno o
medio vacío? Para Scruton la
respuesta está en el exceso de optimismo de los banqueros. “Ese optimismo
es el causante del fin del sentido común y el creador de erróneas filosofías
como la de dar la posibilidad a los bancos de prestar dinero sin ponerse en el
peor escenario posible: que el prestatario jamás iba a poder devolverlo”.
Por el contrario, la explicación de Sergio
Fernández se encuentra en la “grave crisis de responsabilidad” que vivimos.
Según el coach, “los
bancos no hubieran prestado dinero si las personas no lo hubieran solicitado.
En demasiadas ocasiones pensamos que la solución o la responsabilidad de lo que
ocurre la tienen los demás”, lamenta. Este no querer asumir
responsabilidades “nos ha llevado a una España en la que está mal visto ser medianamente
optimista”, añade. “En determinados entornos demostrar una actitud alicaída
y pesimista te granjea más simpatías que lo contrario, que puede ser
considerado soberbio o arrogante. Quejarse está mejor visto que aportar
soluciones”.
El
método del contraste mental
¿Podría explicar esta debacle
económica la conocida y polémica ley de la atracción (atraemos lo que pensamos)
enunciada por Rhonda Byrne en El Secreto (Urano, 2007)? Este libro es
un auténtico fenómeno editorial y cuando Nicole
Kidman y su marido Keith Urban
confesaron que su matrimonio estaba encaminándose gracias a la ley de
atracción, no hicieron más que apuntalar un boom que parece no tener fin.
Lo cierto es que esa ley no parece
tener demasiados adeptos entre los estudiosos del pensamiento. Aunque su
oposición adquiere diferentes grados. Desde la postura más extrema de Julie K. Norem (la considera “peligrosa”, sobre todo, cuando “empuja a la
gente a renunciar a la búsqueda de tratamientos médicos porque confía en el
poder curativo de sus pensamientos”) hasta la de Alonso Puig, que reconoce que “el estado de ánimo tiene cierto poder de atracción”.
Lo explica a través de la cadena causa-efecto que percibe entre los
pensamientos, emociones y decisiones: “El ser humano
actúa de un modo u otro en virtud de las emociones que influyen en sus
decisiones”.
Esta revisión del pensamiento positivo
no tiene por
qué conducir a su eliminación. Hay quien aporta propuestas que
renuevan esta filosofía de vida. Oettingen
aboga por una corriente híbrida que aglutina el pensamiento positivo y el realismo.
Rechaza las principales tesis del pensamiento positivo y sugiere un nuevo
esquema en el que solo se incluyen objetivos realizables. Oettingen no se queda en la teoría y lleva su tesis a los
laboratorios a través de un método que denomina mental contrasting (contraste mental).
El proceso es sencillo. La persona elige un deseo e imagina por unos minutos
que se hace realidad, y después debe pensar acerca de los posibles obstáculos
que se interpondrán en su camino para alcanzar el objetivo. Según Oettingen, cuanto más
razonables son las metas fijadas, mejores resultados se obtienen.
Esta “falta de ambición” no es ni de
lejos la postura defendida por Alonso
Puig, quien nos recuerda cómo el escultor Miguel Ángel decía que lo que más le preocupaba es que apuntáramos
demasiado bajo y triunfáramos, porque entonces nos acomodaríamos y
no desplegaríamos nuestro verdadero potencial. “Una cosa es apuntar alto y disfrutar del
camino hacia la meta y otra, muy distinta, obsesionarse y olvidarse del
disfrute”, aclara.
Optimismo
'por decreto'
Imagine que le despiden del trabajo en
el que lo ha dado todo durante más de 15 años. O que su pareja decide poner fin
a su matrimonio después de casi una década de amor. Bien, ¿cree que podría ver
el lado positivo de estas hipotéticas situaciones? Es más, ¿cree que lo tienen?
Lo cierto es que los acólitos más fervientes del pensamiento positivo ven valiosas
oportunidades de cambio allí donde “el común de los mortales” solo consigue
sentirse víctima de una terrible injusticia. Cosa que, a priori, no
parece que encierre nada negativo. Sin embargo, desde hace unos años numerosos
autores como la periodista y ensayista Barbara
Ehrenreich han decidido decir ¡basta! a la tiránica y generalizada postura
del pensamiento positivo que exige optimismo sí o sí. Según se desprende de su
libro Sonríe o muere parece que ya no
basta con que el optimista sea uno mismo; ahora también se condena al
ostracismo al que no ve el mundo del mismo color rosáceo.
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