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dimarts, 5 de maig del 2015

TERNURA. La Naturaleza de cuidar a los demás. J. A. Marina.

El comienzo de cualquier vida, un bebé, un cachorro, es lo que desboca este sentimiento que aniña a los adultos enamorados, nos lleva a acariciar y mimar a nuestros pequeños y provoca sensaciones de derretimiento. La ternura en acción se convierte en cuidado, y eso es lo que necesita el mundo, extender la ternura, algo que nos recuerde nuestra pequeñez e indefensión.


En 1654, Mademoiselle d’Escudery escribió el Mapa de la ternura, que tuvo gran éxito entre los aficionados a la poesía galante y amorosa y dio origen a una cartografía sentimental detalladísima y –todo hay que decirlo– un poco cursi. No me extraña su éxito porque la ternura es un delicioso y trascendental sentimiento que, a mi juicio, protagoniza una de las grandes aventuras de la afectividad humana.

No deben olvidar que los sentimientos no son intemporales, sino que tienen historia. Son híbridos de naturaleza y cultura. Las situaciones sociales, las creencias, las modas van modificándolos. Así ha sucedido con los sentimientos familiares o con los sentimientos hacia la naturaleza o hacia los extranjeros. La compasión ha sido elogiada y denostada, y lo mismo sucede con el sentimiento patriótico, del que prometo hablarles en otra entrega. Pues bien, la ternura ha provocado un cambio profundo en las relaciones humanas, y creo que debe provocar al menos otro más. Ya lo entenderán luego.

Todas las emociones tienen un mismo esquema. Un desencadenante las provoca, y ellas, a su vez, provocan consecuencias. En el miedo, el desencadenante es la detección de un peligro, verdadero o falso, y las consecuencias pueden ser cuatro: huida, ataque, inmovilidad, sumisión. En la ternura, el desencadenante es un ser animado –un bebé o un cachorro, por ejemplo cuya pequeñez o vulnerabilidad conmueve, “emociona dulcemente” decían los diccionarios antiguos, despertando en nosotros una atención risueña y un deseo de acogerlo, cuidarlo, acariciarlo.

Walt Disney utilizó en sus dibujos –recuerden al pequeño Bambi– los rasgos gráficos que desencadenan este sentimiento: formas pequeñas, redondeadas, ojos muy grandes, una cierta torpeza en los movimientos. No sentimos ternura ni por las cosas ni por los vegetales, a no ser que proyectemos en ellos algún rasgo personal. Ni tampoco por las personas hostiles, autosuficientes o arrogantes. El miedo y la ternura son incompatibles. También es incompatible con la prisa, que nos vuelve a todos impacientes y violentos.

Contra la dureza de corazón

La ternura se llama así porque enternece, vuelve tiernas, blandas y flexibles nuestras barreras defensivas, los blindajes psicológicos se derriten, como dice expresivamente el lenguaje. Por eso, lo contrario de este sentimiento es la insensibilidad, la dureza de corazón, que todos los maestros espirituales han considerado gran pecado. El profeta Ezequiel resume la acción salvadora de Dios con una frase: “Os quitaré el corazón de piedra y os daré un corazón de carne”

En el Evangelio, al corazón empedernido se le designa con la palabra sklerokardia, literalmente esclerosis del corazón, cerramiento y rigidez de las arterias que impide que la sangre vivifique el organismo. Como contraste, en la Biblia se atribuye a Dios –a veces, sólo a veces– un comportamiento tierno. Se dice de Él que se conmueve hasta las entrañas, y para decirlo se utiliza la palabra que significa útero, entrañas maternales. Por eso resulta explicable que en la edad media hubiera una devoción a Jesucristo como Madre. Era solamente un anhelo de ternura divina

El endurecimiento, pues, es un déficit de ternura. Pero también puede haber un exceso, igualmente peligroso. El ablandamiento que produce se convierte entonces en ternurismo y sensiblería. Hundida en ese almíbar, la realidad se vuelve empalagosa. Todos los sentimientos, incluso el amor, pueden ser inteligentes o estúpidos, y la ternura no se libra de esta dura posibilidad. Por eso es imprescindible una educación emocional. Lo que introduce reciedumbre en la ternura es su relación con el cuidado, que es una relación real, exigente y costosa. Sin ese anclaje en la acción, sin su capacidad para soportar los trabajos del cuidado, la ternura no es más que un estremecimiento superficial, una emoción algodonosa y, con frecuencia, fullera.

Sobrevivimos gracias a la ternura, que es un sentimiento maternal. Incluso sabemos que está relacionada con una hormona especial –la oxitocina– cuyos niveles aumentan, por ejemplo, en el momento de la lactancia.

Ángel de la guarda biológico

Los pediatras saben que en el origen de muchos trastornos infantiles hay un déficit de ternura, y Spitz estudió las dermatitis rebeldes que sufren los bebés que no son acariciados. Parece que hasta la piel necesita ser cálidamente acogida para desarrollarse bien. Pero la ternura no se detiene en el ámbito maternal, inicia una expansión, una colonización de otros territorios.

Se amplía, en primer lugar a los padres, que en todas las sociedades conocidas suelen sentirse enternecidos por sus bebés, y después a los humanos con una sensibilidad no degradada. Todos nos sentimos dulcificados, aunque sea momentáneamente, por la presencia de un bebé. Es, posiblemente, una protección que la naturaleza concede a un ser tan indefenso, una especie de ángel de la guarda biológico.

Por eso nos resultan tan inhumanos, tan repugnantes, tan contrarios a las más profundas raíces biológicas y morales, los asesinatos de niños pequeños que abundaron durante el horror nazi o en las guerras raciales. Estos hechos nos advierten de que el odio elimina todo sentimiento de cuidado. Y que es muy fácil inducir el odio culturalmente. La cultura, que nos humaniza, también puede deshumanizarnos.

El carácter expansivo de la ternura no termina aquí. Se ha transferido a las relaciones sexuales, gracias al influjo femenino. El sexo es brusco, y rodearlo de ternura ha sido una operación difícil y transfiguradora. Supone un salto cualitativo en nuestras relaciones. Los enamorados se aniñan de alguna manera, experimentan una deliciosa regresión infantil sin dejar de ser adultos, porque la ternura se dirige a lo pequeño, y para disfrutar de ella hay que empequeñecerse un poco. ¿Por qué, si no, utilizan tantos diminutivos para hablarse?. Las caricias y los besos forman parte de esta estrategia. Entre los wiru de Papúa Nueva Guinea, los enamorados se alimentan boca a boca, como hacen con los niños, e incluso tienen una palabra para expresarlo: yanku-peku.

Sospecho que la pérdida de esta ternura es la causa de muchos fracasos matrimoniales. Es como si los enamorados envejecieran de repente: se vuelven adultos, se endurecen los sistemas de autodefensa, surgen relaciones de poder, e incluso llegan a considerar ridículas las ternezas anteriores. “No está el horno para bollos”, dice el refrán. Es muy difícil sentir ternura y ejercer comportamientos de cuidado con quien se muestra exigente o poderoso. Se fijan los roles, que suelen atribuir la ternura a la mujer y al hombre la dureza. El abismo se ahonda. Las sugerencias de que los hombres seamos más femeninos y las mujeres más masculinas, no acaban de cuajar.

Mantener la ternura puede ser una solución –al menos es la solución que propongo– porque permite la alternancia de papeles. Todos necesitamos dar y recibir ternura, cuidar y ser cuidados, porque todos somos vulnerables. Ni siquiera esto basta. Creo que la sociedad también lo necesita. Ésta sería la gran superexpansión de la ternura, el nuevo gran cambio que debería protagonizar. Sin duda, el mundo necesita la justicia como nivel básico e imprescindible de la convivencia. Pero la justicia puede ser estricta y fría. Para completarla, deberíamos instaurar una cultura del cuidado, impulsada y dirigida por una ternura inteligente.

Necesitamos, en cierto sentido, una maternalización de la sociedad, algo que nos hiciera recordar para bien nuestra pequeñez e indefensión. Hanna Arendt consideraba que su maestro –y amante– Heidegger se equivocaba al decir que la angustia ante la muerte era el sentimiento básico. Para ella, era la ternura ante el nacimiento lo que nos hacía humanos. Margaret Mead escribió un libro sobre los arapesh, un pueblo cuyo gran anhelo era que los niños y el ñame que los alimentaba crecieran bien. Me parece un bello ideario.

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