Mentira, solo os
gustan las sorpresas que queréis.
A las demás les
llamáis problemas.
Tony Robbins.
Si yo fuera jefe de un ejército y esto
fuera la Edad Media, si me encontrara con un castillo en lo alto de una montaña
alejada, con foso, gruesas murallas y rodeado de guardianes, no huiría pensando
“vaya rey tan poderoso”, daría orden de
atacar diciendo “vaya un monarca tan acojonado”.
Tendemos a pensar que a más candados,
más seguridad, y construimos nuestra vida en un espacio cerrado y bajo llave.
Sin embargo, el ideal de seguridad es la ausencia de cerrojos. En lugar de
trabajar por tener un buen sistema de seguridad, control y alarmas, quizás
sería mejor hacerlo para lograr una vida de puertas abiertas que permita entrar
las sorpresas. ¿Y
si las cosas más bonitas aún no las hemos visto?
Es un error pensar que somos obras
concluidas. Hacerlo es el principio del conformismo y de una existencia
apagada: “yo es que soy así”, dirán.
Cada vez sospecho más de aquellos que parecen muy seguros y cada vez admiro más
a aquellos que saben decir sin esconderse “pues oye, no lo sé”. La seguridad es el traje
favorito de la ignorancia. Aquel que apenas se sorprende y dice “es que yo he visto mucho”, en realidad lo
que ha visto es poco. El mundo es demasiado grande para perder la capacidad de
asombro.
Uno de los mayores síntomas de la
búsqueda de seguridad es la obstinación por tener razón. Sin embargo, el
mayor prodigio de nuestra mente no es tener razón, es ser capaces de cambiar de
opinión o soportar la duda. Tener una mentalidad fija en un mundo cambiante es,
cuanto menos, poco adaptativo. La grandeza de una persona no está en acertar,
sino en aceptar
el reto de crecer. Dar más importancia al aprendizaje que a nuestro
ego supone un salto cualitativo, y un salto así nunca es al vacío.
No hay mayor enemigo del crecimiento
que el
estatismo, la rutina y la cabezonería, del mismo modo que no hay
mejores amigos de la creatividad que el movimiento, la experimentación y la
humildad. Atreverse a crecer es una elección que evidencia uno de los más
grandes actos de valentía. Es dar el paso para verse pequeño, para saberse poca
cosa y para renunciar a ese ego de creernos el centro. Madurar es aprender que
vale más no saber nada de un mundo enorme que saberlo todo de un mundo pequeñito.
A fin de cuentas, ¿qué es más hermoso?, ¿creerse en el cielo y mirar desde arriba la tierra o
saberse en la tierra y mirar desde abajo al cielo? (Importante
recordar que la palabra humildad deriva del latín humus, tierra).
Dice Seth Godin que “la búsqueda de
la respuesta correcta es enemiga del arte”. Quizás la mejor
forma de pasar por la vida sea como un artista. Ellos saben que el milagro de
nuestra humanidad no es tratar de ver las cosas como son, sino rebelarse para
transformar el mundo, y que no hay arte sin riesgo. Lo que da belleza y valor a
los acróbatas y trapecistas no es lo que hacen cuando están sujetos, sino
cuando están en el aire. Son esas décimas de segundo las que convierten un
ejercicio en espectáculo. Son esos leves instantes en el aire los que, aunque
sean cortos, sirven para justificar que el hombre, si quiere, vuela.
“El que no arriesga no…
nada. Ni pierde, ni gana; ni sufre, ni ama. ”.
No existe una sola esfera bañada
totalmente por la seguridad. Todo cuanto tenemos es susceptible de ser perdido:
tu pareja, tu familia, tu trabajo, tu dinero, tu vida. No hay forma de escapar,
y la única forma posible de no sufrir es la completa negación a todo. El que no arriesga no… nada. Ni
pierde, ni gana; ni sufre, ni ama. “La alternativa
a la inseguridad no es el paraíso de la tranquilidad, sino el infierno del
aburrimiento”, dice Zigmunt Bauman. El mundo no es un lugar
cómodo y seguro, es un lugar incierto con sus picos y valles. Hace falta ser
muy valiente para amarlo tal cual se presenta. Cualquier moneda que no tenga
dos caras es falsa (y nos hace pobres).
Ante lo incierto, es normal sentir
temor. En el mundo no están a un lado los que tienen miedo y al otro los que no
–miedo tenemos todos–, están los que temen desde la orilla y los que temen
desde la barca, los que aspiran a los tesoros y los que los dejan para otros.
Todo cuanto vale la pena está en la
zona de inconfort, porque todo es la zona de inconfort. No se trata de si sales
o no de tu zona de confort, sino de si tiras tus muros, miras a la cara a los
acontecimientos y aceptas que lo único cierto es que todo es incierto. Crecer es
alejar la valla; la plenitud, quitarla.
Mudarse a la zona de inconfort es
mudarse a ‘El universo de lo sencillo’:
es ser valiente, atreverse a fracasar y pelear por no ser tu plan B; es
aprender a soltar, disfrutar del vértigo y vivir de forma que te duela
marcharte. Mudarse a la zona de inconfort es descubrir que nada importa tanto
como nos creemos y que solo somos unas pequeñas cosas en medio de la inmensidad,
que tenemos las horas contadas y que lo mejor que podemos hacer es dejar de
preocuparnos por cosas insignificantes, mirar la vida como un juego y empezar a
divertirnos.
Por esto, tienes dos opciones: ir o no ir;
salir o no
salir. Si no vas es posible que no pase nada que valga la pena, pero
también lo es que pase algo. Si no vas, si te quedas, puedes esperar a que te
cuenten qué pasó y, quizás, alegrarte si no te perdiste nada. Ahora bien, si vas, es
posible que no pase nada, pero también lo es que pase. Corre el
riesgo, sal, di sí, porque tal vez no ocurra nada, pero tal vez aparezcan los mejores momentos
de tu vida.
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