Yo me levantaba cada mañana con la
esperanza de que algo cayera del cielo. Sonrisas, amores eternos, viajes
espectaculares, sueños cumplidos, satisfacciones personales… Sin embargo, día
tras días crecía mi desesperación al ver que nada cambiaba.
Entonces me di cuenta de que, a mi
manera y sin darme cuenta, estaba ensuciando cada oportunidad, empañándola de
espera y olvidando la acción.
Así que, un buen día, decidí empezar a
aceptar mis emociones y mis esperanzas. Sin dolor ni enfrentamientos ni
cárceles emocionales. Simplemente comencé a cultivar mi paciencia y mi
capacidad de reflexión.
Me levanté un día y, como no sabía qué ponerme, me puse feliz. Es
mi vestido de la suerte, mi traje de gala.
No
podemos pedir peras al olmo.
Cualquier día es bueno para hacerlo.
Pero.., es cierto que todo tiene su momento en la vida. No podemos pedir peras
al olmo, hay
que estar preparados.
Ocurre que cuando ya has sufrido lo
suficiente te planteas qué estás haciendo mal. Entonces te das cuenta
de que el tema es bastante simple. Tú no puedes ser feliz si estás peleándote
contigo mismo constantemente. Porque es precisamente ese combate interior el
que te destruye.
Me cansé de escuchar eso de “es una tontería”, “no
merece la pena”, “anda, deja de
llorar”, “es hora de que
aprendas que la vida es dura”, “no
tienes motivos para estar así”…
Pero.., ¿qué está pasando? ¿Es que la
gente no se da cuenta de que es perfectamente normal estar triste cuando algo
no nos va bien? ¿Es que hay que ir con la sonrisa puesta en la cara aunque
estés destruido por dentro?
Yo admito los grises, los rosas, los
amarillos y cualquier otro color.
Es el momento de que entendamos que
todas las emociones tienen una función en nuestra vida. Y, esa función, no es
empañar nuestros cristales y hacernos imposible ver cómo amanece. No y no.
Rotundamente no. Su objetivo es ayudarnos a crecer y a comprender este lugar llamado
mundo.
Sentirse bien se ha acabado
convirtiendo para todos nosotros en una obligación. Una triste y agotadora
obligación. Porque si estamos mal y nos sentimos forzados a sentirnos mejor y
no lo conseguimos, terminaremos por sentirnos peor.
Es un círculo vicioso que nos hará
sentir torpes, culpables y desgraciados. Esto nos hunde en un pozo de mayor
negatividad por no saber cómo conseguir lo que nos proponemos. Además es que
los problemas se hacen aún más grandes en nuestra mente cuando reforzamos la
obligación de sentirnos bien y de “dejar de preocuparnos”. Es una espiral de culpabilidad.
Es una verdadera locura imponernos
sentimientos y emociones. Ellos están ahí para algo, o los tomamos o los dejamos. Si
elegimos la opción de tenerlos en cuenta nos enseñarán cosas maravillosas para
ser felices en nuestro día a día.
Sin embargo, si caemos en querer
apartarlos de nosotros, entonces acabaremos en un túnel sin salida.
“La sabiduría es el arte de aceptar aquello que no puede ser
cambiado, de cambiar aquello que puede ser cambiado y, sobre todo, de conocer
la diferencia.”
Ser
feliz no es estar alegre todo el día
Obviamente, la alegría es un
ingrediente básico para obtener un buen postre de felicidad, pero no es ni el
único toque ni el imprescindible. Os podría contar miles y miles de teorías y
experiencias que hablan de la felicidad. Pero seguiríamos sin saber a qué tiene
que sabernos esa mezcla de ingredientes.
¿Qué es? ¿Una meta? ¿Un camino? ¿Un grado de sabiduría? ¿La paz? En
realidad nadie sabe qué es pero los que de verdad la sienten hablan de aceptar
y de fluir.
Son estos conceptos los que nos llevan a darnos cuenta de que vamos por mal
camino.
Buscamos que la felicidad caiga del
cielo mientras peleamos con nuestra realidad. Las personas, en este sentido,
somos poco inteligentes. Realmente las
cosas van mejor cuando dejamos que sucedan, que nos enriquezcan y que nos aporten
lo que han venido a aportar a nuestra vida.
Así que, quizás, lo que tenemos que
hacer es abandonar el combate que nos destruye, aceptar el dolor como una parte
inevitable de la vida y comprender que la paz solo llega cuando no existen frentes
abiertos con nosotros mismos.
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